Se nos acumula el trabajo.
Nuestras mentes y nuestras almas se encuentran abocadas a un ejercicio de saturación, como lo han estado siempre. Tenemos demasiadas cosas en las que pensar, demasiadas cosas sobre las que reflexionar y decidir.
Y en la ilógica lógica que impone el mundo actual, que imponen los ritmos y los sistemas de vida occidentales, hemos llegado a la solución, a la conclusión final, de que la única posibilidad de convivir con esa saturación de obloigaciones mentales es la eliminación. Hemos convertido nuestras mentes y nuestras vidas en microprocesadores informáticos.
Según parece, según nos movemos y nos comportamos, todo es una cuestión de prioridades. Debemos centrarnos en lo importante, en lo que realmente resulta esencial para nuestras vidas. Esa es una herencia, otra más, del pensamiento humanista, del sentimiento ilustrado, que atravesó occidente hace unos cuantos siglos como un fresco viento del norte. Otra herencia dilapidada; otro mayorazgo pervertido y convertido en parcelas ínfimas que se subastan al mejor postor.
Nuestra mente prioriza, nuestra vida prioriza, nuestros comportamientos y nuestras actitudes priorizan, pero, como hacen las mentes de sílice de los ordenadores, no somos capaces de modificar ese orden de prioridades una vez que ha sido establecido. Repetimos nuestra prioridad una vez y otra, dejando colgadas, en suspenso y sin memoria suficiente para ser ejecutadas al resto de las labores a las que deberíamos destinar nuestras fuerzas y nuestros cerebros. Somos incapaces de elevarnos por encima del mito de la multifunción de los ordenadores.
.Y el vicio, la verdadera perversión de ese sistema de prioridades, no está en el sistema en sí, no está ni siquiera en la incapacidad manifiesta de todos nosotros de dedicar nuestra mente a dos actividades intlectuales al mismo tiempo. El auténtico error está en la unidad de medida que hemos colocado en primer lugar de esas prioridades: Hemos reinstaurado el imperio del yo solitario.
Lo que es válido, respetable y efectivo para la vida personal; aquella necesidad de nosotros mismos que es, en muchos momentos, imprescindible para recordarnos como personas, ha sido elevada al rango de ley absoluta en todas las facetas de nuestros procesos mentales, en todos los trabajos que nuestro ordenador personal biológico debe procesar.
La sociedad occidental vive encadenada a la necesidad de la independencia del yo, a la imposibilidad de concevirse como parte de algo; a la pérdida de la humanidad como sentimiento colectivo.
Y es, curiosamente, esa imposibilidad de procesar al colectivo como algo prioritario lo que nos hace formar "colectivos" en los que integrarnos, lo que nos obliga a crear el mayor número posible de entidades comunes para poder formar partes de ellas.
Activistas y mujeres comprometidas se desgañitan gritando en favor del colectivo de mujeres. Pero en realidad tal colectivo no existe. Es imposible encontrar un punto en comun entre Ivanna Trump, Jessica Alba, Carmen Laforet y Ana Botella. Pero el colectivo femenino tiene que existir porque así todas las mujeres formarán parte de algo per se, sin necesidad de compromiso alguno, sin necesidad de variar el orden de prioridades de sus microprocesadores neuronales y llevarlo de sus personas individuales a un ser verdademente colectivo y social.
Es sólo un ejemplo. Las asociaciones de inmigrantes, los colectivos okupas, las asociaciones de víctimas, las confederaciones de padres, los colectivos gais, las asociaciones de minusválidos... No son homogeneos, no tienen los mismos problemas, no plantean las mismas soluciones, pero siguen clamando tras sus banderas - sean blancas, verdes, arcoiris o rosas- para no tener necesidad de abandonar su prioridad personal.
La reclamación no es una reclamación colectiva, es una reclamación personal disfrazada de colectiva: "Formo parte de ese colectivo porque mi naturaleza o mi decisión me ha llevado a formar parte de ello. No reclamo, no reivindico, no exijo para otros. Lo hago exclusivamente para mi".
El mensaje de error de nuestros microprocesadores repite esta letanía una y otra vez y nosostros nos limitamos a cerrar la ventana de aviso que abre y seguir adelante con nuestras labores.
Quinientas personas mueren en una semana en Libano víctimas de los bombardeos de los locos hacedores de Sión, pero ninguna de esas asociaciones, colectivos y confederaciones que, en teoría tienen en su esencia fundadora el deseo de libertad y de justicia, levanta su voz. Es muy posible que les parezca injusto, insoportable y cruel, pero su microprocesador no permite que esa tarea se anteponga a lo que han priorizado: a la defensa de ellos mismos.
Pero eso sí. Israel prohibe a un transexual participar en Eurovisión y se organizan protestas y manifestaciones; la ONU publica en un informe que el 60 por ciento de las mujeres musulmanas continuan llevando chador y se organizan mesas redondas, jornadas y protestas. Lo mismo pasaría si el gobierno Israeli o palestino afirmara que no tiene dinero para atender a los minusválidos o amenazara con acabar para siempre con los zorros del desierto o los caballos alazanes.
Occidente raya en el absurdo absoluto de reclamar lo superficial como si fuera esencial y sustituir lo esencial por el silencio. Hemos cambiado lo importante por lo prioritario.
Y mientras, la actividad política languidece; Los partidos políticos se suman al carro de los colectivos y algunos hasta recuperan el concepto colectivo más absurdos de los que ha generado el pensamiento humano para que todos podamos sentirnos parte de algo sin necesidad de dejar de ser esclavos de nuestra pioridad del yo: La nación no exige un cambio. Soy lo que soy por el lugar en el que he nacido. Mi prioridad de mi mismo no se siente atacada ni demorada por defender la nación -una, grande y libre, por supuesto-.
.La actividad sindical yace rodeada de las bonitas flores de los discursos del primero de Mayo y falsas huelgas generales en defensa del empleo. Pero los trabajadores no protestan porque ya tienen trabjo; los parados no reclaman porque eso no les garantiza un puesto. Nadie que toiene trabajo lo pone en peligro por los demás. Nadie exije justicia para los otros.
Todo lo que se ideo y se desarrollo como formas de lucha y compromiso con los otros, con la humanidad, se encuentra aparcado, crugiendo y crepitando en el segundo plano de nuestros cerebros sin recibir demesiada atención. Como un programa minimizado en la placa base de un viejo 486.
Y lo más grave es que la mayoría de nosotros lo pensamos, pero nuestro sistema de prioridades hace que seamos incapaces de proyectarnos más allá de nosotros mismos en beneficio de los demás, exclusivamente de los demás.
Y lo que es peor, no queremos que los otros lo hagan. Las asociaciones de mujeres no aceptan hombres; las asociaciones de homosexuales no integran heterosexuales; los colectivos de minusválidos no quieren a no minusválidos entre sus filas.
Si permitimos que nos ayuden quizás nos exijan reciprocidad y eso nos haría tener que volver a programar nuestro disco duro cambiando el orden de prioridades: Colocando a los demás al mismo a nivel que a nosostros mismos.
Encadenados a la maleta de nuestras propias prioridades y siendo reos de nuestro propio yo, inventamos la solidaridad para evitar el compromiso político y social. Nos vinvulamos a aquellos a los que ayudamos porque eso hace que sean nuestros, que formen parte de nuestro yo. Apadrinamos niños porque eso los vincula a nosotros, acogemos sahaguis porque eso los acerca a nosotros. Somos incapaces de arriesgarnos por el simple hecho de que alguien completamente extraño, completamente desconocido, completamente distante necesite en justicia esa ayuda, aunque nosotros no ganemos nada con ello, ni afectiva ni objetivamente. Mucho menos vamos a aceptar la necesidad de nuestra participación en reivindicaciones o luchas que nos van a hacer renunciar a algo.
Occidente se ha encerrado en la prioridad. Y el ordenador de sus acciones la mantiene siempre en primer plano. Se venden quince veces más libros de autoayuda que de sociología y la explicación es sólo una: La única prioridad del hombre y la mujer occidental es el mismo, sin ambajes, sin restricciones, sin posibilidad de replica.
No queremos ser grandes sintiendonos parte de algo grande -salvo en los arranques más viscerales del nacionalismo y deportivismo-. Sólo queremos ser grandes por nosotros mismos, en nuestro único orbe individual y personal. Y eso hace que sólo encontremos dos maneras de hacerlo: con el dinero y con la fama. La televisión, las revistas y las radios se nos pueblan de seres pseudopensantes que ansían la fama per se como forma de engrandecerse a si mismos y la vida se nos llena de personas que esperan el éxito, la estabilidad y el progreso económico para empezar a vivir. Si nuestra prioridad es el yo sólo desde el yo podemos ser grandes. Nunca nos sentiremos grandes por parar la guerra de otros o por evitar la miseria de otros. La auténtica grandeza de la humanidad es hoy en dia un abrigo de caridad o solidaridad que nos ponemos un par de veces por año.
Hemos conseguido el refugio seguro para evitar que nuestros procesos mentales, cognifivos y reflexivos nos obliguen a arriesgarnos sin ganar nada. Nuestra mente tiene el cortafuegos perfecto que evita que el virus del compromiso ético con los demás la invada y la obligue a realizar procesos diferentes a la potenciación, defensa y engrendecimiento de nuestro propio yo.
Nuestra vidas son un titular del Cosmopolitan en lugar de un capítulo de Germinal.