- ¿Tristeza? -el veterano maestro de asesinos pareció reflexionar un instante- En absoluto. Se siente tristeza cuando se abandona a los amigos y ese no es el caso. Sólo abandonamos un lugar.
- ¿Volveremos algún día? Me gustaría volver.
Esto fue lo último que leí ayer antes de dormir. Quizás sea por eso que tuve sueños de gente querida y conocida que quería volver y se enfadaba por no poder hacerlo; quizás sea por las palabras de mentat de Dune por lo que, en lugar de escribir sobre la nueva oleada de indignación integrista -cristiana y musulmana- que nos acecha, sobre la futilidad de los planes de un gobierno de gestos que no sabe el valor de los mismos o acerca de la estúpida y recalcitrante idea de que la ley se debe aplicar a unos y a otros no, he decidido hablar sobre idas y vueltas, sobre geografía e historia. La historia de Carlos Gardel y la geografía del hijo pródigo
Debe ser que, en estos días en los que puedo dormir a pierna suelta, los sueños cobran más presencia que los pensamientos.
Y es que el gusto por volver está de moda. Otro síntoma más de nuestra incapacidad de avanzar es ese empeño por los retornos tardíos, por las contrafugas avejentadas.
Nos da por volver a nuestro pueblo, a nuestra ciudad natal, al lugar en el que estudiamos o en el que haciamos nuestras acampadas; nos da por volver a donde nuestro matrimonio era un matrimonio y no una OPA hostil, a donde nuestro mundo estaba en orden y no en un caos universal que hace de la frustración y la desidia las brújulas de nuestras vidas. A algunos, los más desafortundos o los más caraduras -que de todo hay-, les da incluso por volver a la morada paterna a esperar en silencio los tiempos de la muerte y de la herencia.
Pero, como en todo, por más que nos empeñemos, hasta la vuelta, hasta el retorno ciego a las costumbres y los recuerdos ciegos, nos exige una decisión. Nos exige el esfuerzo ético y mental de decidir no sólo por qué volvemos, sino cómo volvemos.
Se puede volver de muchas maneras pero, para nosotros, herederos de la efímera supremacía de un imperio que desmorona su entorno, sólo nos quedan dos posibilidades: Podemos volver como Gardel o regresar como el hijo pródigo de la secular parábola. Tenemos que optar entre nuestra anquilosada a fuego tradición judeocristiana y nuestros sentimientos; entre el riesgo del cambio y la seguridad de la inmutabilidad, entre los seres y los lugares. Entre la geogafía y la historia.
Y, como era de esperar, elegimos la geografía.
No somos desplazados, no somos inmigrantes, no somos refugiados, así que no podemos volver a los lugares en la forma ilusionada en la que lo hacen aquellos que se han visto forzados a marcharse. Nuestras idas son huídas voluntarias y premeditadas. Así que nuestras venidas están abocadas al destino de ser exactamente lo mismo.
Huimos hacia atrás cuando nos hemos quedado sin impulso para huir hacia adelante; cuando nuestra incapacidad para quedarnos parados y vivir nos obliga a tomar una decisión, a dar un paso más; cuando no vemos en la brújula de nuestra mente y nuestra voluntad un norte que nos permita seguir avanzando. Volvemos porque nos hemos quedado solos.
Pero no lo hacemos como el tangero. No buscamos con mirada febril a aquellos que en otro tiempo nos permitieron creer en la alegría. No volvemos después de haber vivido, reconociendo que preferiamos haber experimentado lo vivido con los que dejamos atrás.
Volvemos como el hijo pródigo parabólico. Volvemos al sitio en el que empezamos a estar solos para seguir estándolo. Volvemos a los lugares porque sabemos que los lugares no mutan aunque muden; porque pensamos que la falta de espectativas está en los mapas y no en los corazones; porque creemos que la soledad se encuentra en las cartas de navegación y no en las sentinas de los barcos en los que hemos surcado nuestra vida.
Volvemos, después de habernos dilapidado a nosotros mismos, al entorno del que huímos, a las formas que negamos, a los fondos que rechazamos y a las personas que nos forzaron a iniciar nuestro propio dispendio.
Nos negamos a ser Gardel porque no queremos afrontar el riesgo del cambio que han podido experimentar los vivos. Nos convertimos en hijos pródigos, cabizbajos y avergonzados, porque sabemos que las naturalezas muertas están muertas porque no cambian, así que ya tenemos claro a lo que vamos a enfrentarnos. Volvemos porque, un día lejano, cuando tuvimos la oportunidad, nos negamos a colgar nuestro sombrero en cualquiera de los miles de clavos que pudimos utilizar como perchero.
Volvemos a nuestras naturalezas muertas porque olvidamos -o quizás nunca supimos- que el hogar es cualquier sitio donde sabes quienes son tus amigos y quienes tus enemigos.
Volvemos no porque hayamos dejado algo atrás, sino porque somos incapaces de encotrar algo delante y eso es lo que convierte nuestro retorno en algo inútil, en algo que no nos reporta satisfacción más allá de recuerdos irrepetibles y de espacios inmutables.
Volvemos para escapar de algo de lo que no podemos escapar, de algo que está tan cerca de nosotros que se introduce como una afección alérgica entre nuestra piel y nuestra propia sombra.
Volvemos sin darnos cuenta de que estamos intentando el imposible de dejar atrás ese susurro que suena a frustración y un grito que suena a tristeza.
Volvemos porque somos incapaces de reconocer que, por mas que cambiemos de mapa, seguiremos estando con nosotros mismos.
Es posible que parezca injusto, pero ayer soñe que alguien se enfadaba por no poder volver a una cartografia en la que la mayor parte de los seres humanos que conoce ejercen de campo minado que es imprescindible eludir o atravesar con pies de plomo. Es muy posible que sea injusto, pero lo primero que he leído hoy al levantarme me ha forzado a acordarme de mi sueño.
"Somos humanos, no rocas ni aves migratorias. Si has de volver alguna vez, vuelve a las personas, no a los lugares".
Caladan, año 15.000 dc.
(aproximadamente, que la cronología de Dune es un galimatías)
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