Y lo son por el lugar en el que dejan a alguno de los dos factores de la ecuación sin incógnitas que siempre supone una comparación.
En estos tiempos de aciago resurgir religioso, todo el mundo arrima el ascua a su mística sardina y pretende salir ganando en las comparaciones entre los unos y los otros, seguidores todos, como Scalys anácronicos, de una desfasada idea de que la verdad está ahí fuera.
En cualquier caso, unos y otros se comparan entre si, intentando enviar el mensaje de que ellos son, como diría un párvulo, más mejores que el otro.
Pero ni a unos ni a otros, ni a los ayatolas de la Yihad, ni a los vicarios de la Cruzada, ni siquiera a los presbíteros de la contricción o a los rabinos de la predeterminación, les ha dado por compararse con una desarrapada banda de elementos macilentos que corren descalzos por las calles de Birmania -ahora la llaman Myanmar- delante de las armas y en pos de la justicia.
Y es que no podrían soportar tal comparación.
Cierto es que ellos -o al menos los que les siguen- también se manifiestan e inundan las calles con su amalgama de colores santos, símbolos santos y hombres santos. Pero, mientras los birmanos lo hacen para luchar contra la sinrazón, ellos lo hacen para imponer su razón.
Los unos se manifiestan, quemando embajadas, defendiendo el honor de su profeta; los otros lo hacen, escupiendo y arrojando desperdicios a artistas, defendiendo la honra -que en esto del cristianismo no hay nada salvo honra, es decir, no hay nada salvo gónadas- de sus próceres santos convertidos por arte de herético photoshop en sodomitas irreductibles.
Se manifiestan clamando venganza por las calles de Damasco y exigiendo castigos por las avenidas de Ibiza. Alzan sus pancartas en Teherán y en Beirut, tomando las calles, para apoyar a líderes y gobiernos irreductibles en su fanatismo y su locura; tremolan sus carteles en Madrid y en Barcelona para analtecer a oposiciones igualmente intransigentes e irreductibles que defienden aquello de "lo mio vale y lo vuestro no, aunque lo hayaís elegido".
Entre ellos se pueden comparar. Ninguno gana, ninguno pierde. Empatan, en una pugna sometida a una eterna prórroga para ver quien es el que más se acerca al poder, el que más medra, el que más beneficios consigue para si mismo con el sudor y la sangre de los suyos.
Pero no pueden compararse con los descalzos y silenciosos hombres azafrán birmanos.
No podrían correr con sus hidropésicos estómagos, no podrían huir con sus largas y enjoyadas túnicas y sotanas. Sus crispados puños no sirven para la lucha, no alzan las cimitarras de la razón, sólo enarbolan los rosarios del fanatismo. Sus flaccidas manos no sirven para el comprimso, no empuñan las espadas de la justicia, solamente portan los palios de la adulación y los escapularios del beneficio.
Mas allá de Rangún, creencias religiosas sin afán de proselitismo son todavía una motivación, endeble pero válida, para clamar justicia. En esas tierras lejanas, aquellos que reciben los golpes destinados a otros, no aceptan nada salvo comida de aquellos a quien defienden.
Más acá de la capital Birmana toda religión se omite por obvia.
Los unos golpean a diestro y siniestro las almas y los cuerpos de aquellos a quienes deberían defender y los otros, además, aceptan sin pestañear donaciones millonarias de aquellos a los que han traicionado al aliarse con quienes no consideran la libertad como un factor a tener en cuenta en "su idea de nación".
Y a ninguno de ellos les importa que sus, probablemente bienintencionados y seguramente esquizoides profetas, se sintieran hoy más a gusto en las calles de Rangún que en las mezquitas damascenas o en los palcios romanos.
Así, no hay comparación posible. No puede haberla.
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