Los científicos -o sea, esas raras gentes que piensan y comprueban las cosas antes de hablar- se han descolgado diciendo que sólo hay dos genes que nos separan de los primates y, claro, eso no nos deja en un buen lugar.
Pero no se trata de sentirnos avergonzados porque nos parecemos demasiado a esos seres de mirada trsite que mascan hojas bajo la lluvia mientran obsevan a Sigourney Weaver con mirada de eterna conmiseración; no se trata de maldecir al difunto Copito de Nieve porque ni siquiera la fotodepilación nos permite derrotar al eterno bello de nuestro pecho o nuestras axilas.
El descubrimiento de los chicos de Cambridge nos deja con el trasero al aire como a los mandriles -otra similitud incuestionable - porque nos hace preguntarnos cuantos genes, alelos, cadenas nucleicas o cromosomas nos separan a unos seres humanos de otros.
Y la respuesta es tan sencilla y tan atronadora que nos ruboriza más allá del bermellón más perfecto que luciría el trasero de otro de esos primos nuestros que cuelgan de los árboles y que han resultado ser más cercanos de lo que desearíamos, para paz de nuestra mente y tranquilidad de nuestro más que desarrollado instinto de superioridad.
La respuesta es ninguno.
No hay nada que justifique que nos sintamos distantes los unos de los otros. Aún ignorando todo lo que se ha dicho y escrito sobre razas o nacionalidades, todos los tópicos universalistas e igualitarios, todas las declaraciones grandilocuentes y expresiones políticas, no hay nada que justifique entre los seres humanos el concepto de desconocido.
No ha sido Darwin -Sir Charles, por supuesto-, no ha sido Humbold, no ha sido un geneticista de Cambridge, ni un naturalista de Yale el que ha recordado a este demonio que los desconocidos no existen.
Ha sido un camarero que no sabe servir una cerveza negra, una camarera a la que le dejaría poner todas las cervezas -negras o rubias- que quisiera y un grupo de gente que se olvidó de que no tenía nada en común con un demonio salido del averno ni prácticamente entre ellos.
Un grupo de gente que decidío que el fin de semana es demasiado valioso como para desperdicicarlo controlando el entorno. Que recordó que la sociedad es grupo y en el grupo el desconocido no existe desde el momento en el que forma parte del mismo.
Aún hay gente que reconoce que la evolución depende de aquello que no conocemos. Que, por instinto o por gusto, descubre que no podemos crecer si nos limitamos a regar la planta -que reglar la flor es otra cosa mucho más íntima- de nuestra existencia con el mismo líquido reciclado que ya ha pasado una y otra vez por la tierra en la que hundimos nuestros pies para sentirnos protegidos y a salvo.
En este mundo en el que la autoayuda es una nueva religión, en el que la afinidad se mide en porcentajes de coincidencia en una encuesta on line, en el que las divisiones se buscan en lugar de encontrarse, se engrandecen en lugar de minimizarse, todavía hay gente que es capaz de saber que la evolución depende del contacto con lo que hasta ese momento desconocia; que el cambio y el crecimiento necesitan adiciones de material a lo que ya tenemos; que, si no conocemos y no damos alas a lo desconocido, terminaremos siendo adelantados por esos primos nuestros que habitan junglas y sabanas y a los que sólo sacamos dos genes de ventaja.
Todavía hay gente que se da cuenta de que la humanidad no se construyó a base de genealogías afectivas y curricula; no se mantuvo a fuerza de presentaciones formales y referencias cruzadas. Todavía hay gente que intuye que la base de nuestra sociedad, de nuestra afectividad y de nuestro futuro está en sumar. En sumarnos unos a otros; que descubre que para sumar hay que recurrir a lo que no está anteriormente. Que lo desconocido es necesario para ampliarnos, engrandecernos y hacernos de nuevo nosotros mismos.
Todavía hay gente que sabe que el futuro no reside en las reuniones privadas, en las comidas familiares, en las conspiraciones solipsististas que nuestro corazón tiene con aquellos que lo conocen al dedillo. Saben que el futuro está en los bares.
Aún quedan personas que reconocen que una copa, una risa, una sonrisa, un broma y un apreton de manos son suficientes para que nuestro corazón y nuestra alegría esten dispuestos a recibir algo de alguien que no estaba en nuestro GPS unos instantes antes.
Todavía hay grupos y personas dispuestas a recibir al extranjero afectivo con los brazos abiertos, a no preocuparse por su integración en el grupo porque no hace falta dejar de ser como eres para que alguien que no te conoce pueda disfrutar y sentirse bien a tu lado. Todavía hay gente que confía lo suficientemente en si misma como para mostrarse a aquellos que no han hecho nada para ganarse un derecho que se gana con el nacimiento y la condición de ser humano.
Es posible que nuestros primos cercanos terminen adelántandonos como ya lo han hecho con nuestros líderes políticos y religiosos; es probable que hayamos alcanzado lo máximo que podemos ser y terminemos languideciendo en nuestra propia existencia hasta alcanzar la decadencia como raza y como especie.
Pero todavía hay gente que, aunque sea inconscientemente, reconoce que la salvación no está en protegernos, en cerrar nuestro entorno a los cuatro que aguantan todo lo que queremos y que nos dan siempre lo que deseamos, aunque lo que deseemos nos esté matando por dentro.
Todavía hay gente que se siente más a salvo con lo que llega de fuera que entregándose al infinito ejercicio baldío de la protección de su entorno y de su soledad.
Todavía existen personas que hacen jornadas de puertas abiertas en las fortalezas de interiorización e intimidad en las que esta sociedad ha convertido nuestros corazones y nuestras relaciones.
Aún hay seres humanos que consideran que tiene que haber un puente fijo y transitable entre la piedra de nuesto casitillo interior y las arenas movedizas que los desconocidos, que por casualidad llaman a su puerta, traen consigo.
Todavía hay gente empeñada en desmentir a Sir Charles -Darwin, por supuesto- y demostrar que la mutación se genera por adición, no por una transformación misteriosa e interna.
El último de esos grupos de gente que garantizan la posibilidad de supervivencia conjunta de la humanidad -incluyendo a los demonios escribientes- ha sido descubierto en Las Tablas.
Pero no se trata de sentirnos avergonzados porque nos parecemos demasiado a esos seres de mirada trsite que mascan hojas bajo la lluvia mientran obsevan a Sigourney Weaver con mirada de eterna conmiseración; no se trata de maldecir al difunto Copito de Nieve porque ni siquiera la fotodepilación nos permite derrotar al eterno bello de nuestro pecho o nuestras axilas.
El descubrimiento de los chicos de Cambridge nos deja con el trasero al aire como a los mandriles -otra similitud incuestionable - porque nos hace preguntarnos cuantos genes, alelos, cadenas nucleicas o cromosomas nos separan a unos seres humanos de otros.
Y la respuesta es tan sencilla y tan atronadora que nos ruboriza más allá del bermellón más perfecto que luciría el trasero de otro de esos primos nuestros que cuelgan de los árboles y que han resultado ser más cercanos de lo que desearíamos, para paz de nuestra mente y tranquilidad de nuestro más que desarrollado instinto de superioridad.
La respuesta es ninguno.
No hay nada que justifique que nos sintamos distantes los unos de los otros. Aún ignorando todo lo que se ha dicho y escrito sobre razas o nacionalidades, todos los tópicos universalistas e igualitarios, todas las declaraciones grandilocuentes y expresiones políticas, no hay nada que justifique entre los seres humanos el concepto de desconocido.
No ha sido Darwin -Sir Charles, por supuesto-, no ha sido Humbold, no ha sido un geneticista de Cambridge, ni un naturalista de Yale el que ha recordado a este demonio que los desconocidos no existen.
Ha sido un camarero que no sabe servir una cerveza negra, una camarera a la que le dejaría poner todas las cervezas -negras o rubias- que quisiera y un grupo de gente que se olvidó de que no tenía nada en común con un demonio salido del averno ni prácticamente entre ellos.
Un grupo de gente que decidío que el fin de semana es demasiado valioso como para desperdicicarlo controlando el entorno. Que recordó que la sociedad es grupo y en el grupo el desconocido no existe desde el momento en el que forma parte del mismo.
Aún hay gente que reconoce que la evolución depende de aquello que no conocemos. Que, por instinto o por gusto, descubre que no podemos crecer si nos limitamos a regar la planta -que reglar la flor es otra cosa mucho más íntima- de nuestra existencia con el mismo líquido reciclado que ya ha pasado una y otra vez por la tierra en la que hundimos nuestros pies para sentirnos protegidos y a salvo.
En este mundo en el que la autoayuda es una nueva religión, en el que la afinidad se mide en porcentajes de coincidencia en una encuesta on line, en el que las divisiones se buscan en lugar de encontrarse, se engrandecen en lugar de minimizarse, todavía hay gente que es capaz de saber que la evolución depende del contacto con lo que hasta ese momento desconocia; que el cambio y el crecimiento necesitan adiciones de material a lo que ya tenemos; que, si no conocemos y no damos alas a lo desconocido, terminaremos siendo adelantados por esos primos nuestros que habitan junglas y sabanas y a los que sólo sacamos dos genes de ventaja.
Todavía hay gente que se da cuenta de que la humanidad no se construyó a base de genealogías afectivas y curricula; no se mantuvo a fuerza de presentaciones formales y referencias cruzadas. Todavía hay gente que intuye que la base de nuestra sociedad, de nuestra afectividad y de nuestro futuro está en sumar. En sumarnos unos a otros; que descubre que para sumar hay que recurrir a lo que no está anteriormente. Que lo desconocido es necesario para ampliarnos, engrandecernos y hacernos de nuevo nosotros mismos.
Todavía hay gente que sabe que el futuro no reside en las reuniones privadas, en las comidas familiares, en las conspiraciones solipsististas que nuestro corazón tiene con aquellos que lo conocen al dedillo. Saben que el futuro está en los bares.
Aún quedan personas que reconocen que una copa, una risa, una sonrisa, un broma y un apreton de manos son suficientes para que nuestro corazón y nuestra alegría esten dispuestos a recibir algo de alguien que no estaba en nuestro GPS unos instantes antes.
Todavía hay grupos y personas dispuestas a recibir al extranjero afectivo con los brazos abiertos, a no preocuparse por su integración en el grupo porque no hace falta dejar de ser como eres para que alguien que no te conoce pueda disfrutar y sentirse bien a tu lado. Todavía hay gente que confía lo suficientemente en si misma como para mostrarse a aquellos que no han hecho nada para ganarse un derecho que se gana con el nacimiento y la condición de ser humano.
Es posible que nuestros primos cercanos terminen adelántandonos como ya lo han hecho con nuestros líderes políticos y religiosos; es probable que hayamos alcanzado lo máximo que podemos ser y terminemos languideciendo en nuestra propia existencia hasta alcanzar la decadencia como raza y como especie.
Pero todavía hay gente que, aunque sea inconscientemente, reconoce que la salvación no está en protegernos, en cerrar nuestro entorno a los cuatro que aguantan todo lo que queremos y que nos dan siempre lo que deseamos, aunque lo que deseemos nos esté matando por dentro.
Todavía hay gente que se siente más a salvo con lo que llega de fuera que entregándose al infinito ejercicio baldío de la protección de su entorno y de su soledad.
Todavía existen personas que hacen jornadas de puertas abiertas en las fortalezas de interiorización e intimidad en las que esta sociedad ha convertido nuestros corazones y nuestras relaciones.
Aún hay seres humanos que consideran que tiene que haber un puente fijo y transitable entre la piedra de nuesto casitillo interior y las arenas movedizas que los desconocidos, que por casualidad llaman a su puerta, traen consigo.
Todavía hay gente empeñada en desmentir a Sir Charles -Darwin, por supuesto- y demostrar que la mutación se genera por adición, no por una transformación misteriosa e interna.
El último de esos grupos de gente que garantizan la posibilidad de supervivencia conjunta de la humanidad -incluyendo a los demonios escribientes- ha sido descubierto en Las Tablas.