sábado, febrero 04, 2012

Cuando el refrán nos esconde el aforismo


Mientras los socialistas españoles de un partido concreto -que no todos- deciden y se afanan en repartirse el poder interno, una vez perdido el externo, en un ejercicio de negar a sus votantes lo que ahora se conceden a si mismos. Es decir, un cambio de rumbo hacia la lógica, yo he decidido hablar de otra cosa, de algo nuestro, de refranes.
Y es que hay veces que las formas que inventamos de comunicación, que lo moderno, que lo actual nos remite a esas piezas de la mal llamada sabiduría popular, que en realidad no es otra cosa que la memoria popular. El recuerdo de lo que hemos sido siempre aunque no debiéramos serlo. Y un ejemplo es este corto, "En Tus Manos", que sirve de ilustración audiovisual a este post.
Más allá del optimismo de aquel que ha finalizado esta pieza audiovisual no hay refrán más acertado en apariencia, más ajustado a la situación que aquel que hiciera famoso en los ochenta en una de sus piezas musicales casi atonas aquel que se colocaba en el último lugar de la fila: "Cuando la pobreza entra por la puerta el amor salta por la ventana".
Y en estos tiempos de crisis, de bajas repentinas de poder adquisitivo, de miseria silueteada contra el horizonte de nuestro futuro, todos asentimos con expresión triste ante la certeza del acierto de esa frase.
Y todos nos mentimos como nos miente el refrán.
Porque esa frase es la mentira más directa y contumaz que ha creado el ser humano desde que a alguien se le ocurriera decir que el inexistente dios nos ama cuando es evidente que, si existiera, la explicación a lo que ocurre solamente sería su odio.
El amor no tiene nada que ver con la pobreza. Lo que salta por la ventana cuando entra por la puerta la pobreza es el que no ama. Somos nosotros. 
Aunque la ventana no esté abierta, la atravesamos de un solo impulso, catapultados por un solo sentimiento: el egoísmo, por una carencia infinita y repetida que nos está devorando como sociedad, como individuos y como civilización: la más absoluta incapacidad de soportar la adversidad, de tolerar la frustración.
Porque hemos hecho las sumas y restas, las operaciones matemáticas con las que hemos pretendido explicar el amor y hemos fallado en todas las adiciones, equivocado todas las sustracciones y errado todas las paridades -las matemáticas, no las de género, se entiende-.
Porque de tantos mirarnos los ombligos y otras partes de nuestra anatomía en las que colocamos nuestra autoestima y nuestra resistencia al paso del tiempo, hemos olvidado mirar a cualquier otro lugar.
Hemos igualado amor a felicidad completa constante y continua en un remedo de intento de contemplar el mundo en un instante de tiempo congelado y para lograr esa felicidad hemos sumado estabilidad, tranquilidad y pasión.
Nunca una ecuación fue más falsa en todos sus elementos, nunca un silogismo estuvo tan cerca de un sofisma como esta aparentemente incontestable verdad. Atanasio de Alejandría estaría orgulloso de nosotros. Claro que Sócrates vomitaría en su tumba.
Así que
Amor = felicidad [estabilidad (necesidades cubiertas + dinero para gastos) x tranquilidad (propiedad del hábitat + falta de contratiempos inesperados) x pasión (sexo + mariposas en el estómago + atontamiento adolescente)] Cerramos corchete.
Salvo la excepción del sexo, no hemos acertado ni uno de los términos que nuestro egoísmo y nuestro egocéntrico individualismo han colocado en la ecuación que crea la posibilidad de que exista el amor.
Porque hemos olvidado que la felicidad no se mide en instantes continuos tomados de uno en uno. Porque la perversión que hemos hecho del escolástico Carpe Diem nos impide recordar que solo se puede saber si ha sido feliz al final de los días, al final de las noches, al final de las vidas.
Pero nosotros no. Nosotros cogemos un instante concreto y decimos "ahora no soy feliz", tengo que intentarlo de otra forma. Este amor no me vale. Y en ocasiones es cierto. Pero lo aplicamos a todo, a las circunstancias externas que no dependen del otro, a los cambios de actitud o de voluntad que no son achacables a sus propias decisiones.
Eso no nos importa. Si el otro no es en todo momento la suma y multiplicación de todos los factores que consideramos imprescindibles para que nuestro egoísmo acepte el amor en nuestra vida, sencillamente renunciamos a seguir intentándolo.
No miramos ni al tiempo ni al espacio que tenemos alrededor para evitar descubrir que todo eso que ponemos como condición para el amor, acodados en las barras de los bares con los colegas y sentadas en las mesas de las cafeterías con las amigas, no es otra cosa que un cúmulo de excusas que confunden el amor con el egoísmo.
Si la estabilidad fuera necesaria para el amor la humanidad estaría extinta. Porque los esclavos no hubieran podido amarse, porque los siervos de la gleba no hubieran podido amarse, porque los billones de seres humanos sometidos a la presión de la guerra y la arbitrariedad del poder a lo largo de la historia no habrían podido amarse.
Porque sin las necesidades cubiertas en África no habría ni un sólo momento de amor, en Sudamérica habría muy pocos y en Asía apenas un puñado; porque sin dinero para gastos extras y diversión ningún pobre a lo largo del orbe y a través de la historia habría podido amar.
Sabemos que eso no es cierto. Pero preferirnos ignorarlo.
Conocemos perfectamente la falacia que supone colocar la tranquilidad como condición al amor. Porque eso significaría que Bereberes, tuaregs, cazadores mongoles, pastores trashumantes,  jinetes esteparios, no han amado jamás a lo largo de los tiempos y siguen sin hacerlo -porque aún existen, aunque muchos de nosotros ni siquiera lo sepamos-, porque no sólo no tienen una vivienda en propiedad, sino que ni siquiera la tienen fija.
Por no hablar de que le quitamos la posibilidad de amar a arrendados, alquilados, aparceros y todos aquellos que han sabido y aún saben que su residencia depende de la propiedad de otro.
Aunque nos neguemos a reconocerlo, sabemos que los contratiempos por apocalípticos que sean nada tienen que ver con la aparición o desaparición del amor. Porque eso les niega la posibilidad de amar a los Egipcios del Nilo y sus crecidas, a los chinos del Yang Tse y las suyas, a los Azanis que viven en la zona más inestable del planeta y no saben cuándo la tierra temblará bajo sus pies y a todos aquellos que han sobrevivido a una catástrofe natural.
Porque eso les niega la posibilidad del amor a los cinco millones de parados que ahora tenemos, a todos aquellos que han perdido su fuente de ingresos a lo largo de la historia, a aquellos a los que las guerras sucesivas de la historia de la humanidad les han asolado las tierras, bombardeado las casas, quemado las propiedades, ametrallado las residencias...
Todos los factores que ponemos como condición para que el amor no salte por la ventana son un absurdo puesto que la historia y la realidad nos demuestran que nada tienen que ver con el amor.
¿Por qué entonces seguimos pensando que ese refrán es una verdad incuestionable, que es algo que tiene que pasar?
Muy sencillo porque nos da la excusa perfecta para ocultar que no hemos incluido en la ecuación del amor el único elemento que deberíamos haber introducido. Un sólo factor que hace que el amor sea algo diferente. que el amor sea amor.
Un factor que nos genera una repulsión extrema, una intolerancia patológica que nos produce la misma urticaria que experimentaría un alérgico a las setas en un campo de boletus
Señoras y señores, nos hemos hecho alérgicos al compromiso y adictos a la droga más dura que la sociedad occidental atlántica ha inventado: la intolerancia a la frustración.
Hemos leído en el Cosmopolitan y el Mens Health, nuestros nuevos evangelios sobre el amor y la pareja, que el amor no dura para siempre, que las relaciones nacen con fechas de caducidad -tres años dicen los expertos- y hemos querido creerlo porque eso nos permitía eludir el esfuerzo de actuar todos los días como si una relación no fuera a acabar nunca, aun sabiendo que podía terminar al día siguiente. Porque eso nos hacía posible obviar la existencia del otro porque, al fin y al cabo, no iba a estar ahí siempre. Porque eso nos concedía el derecho incuestionable de no tener que cambiar ni un ápice de lo que somos para ajustar nuestra vida a la del otro, nuestros gustos al del otro, nuestros deseos a los del otro.
Eso nos hacía posible preocuparnos mucho más por mantener nuestros espacios individuales, que siempre van a estar con nosotros, que por ampliar los espacios comunes de alguien con quien los expertos nos decían que no íbamos a compartir más de mil días.
Todo eso ha engrandecido hasta límites destructivos nuestra intolerancia a la frustración y cuando un hombre pierde el empleo y se enfada, se deprime o se cabrea cojo a los niños -que eso siempre asegura unos ingresos- y me voy porque ya no es el mismo, porque ha cambiado, porque ya no puede asegurarme la pasión, ni la estabilidad, ni la tranquilidad.
Porque es en ese momento cuando soy yo quién tengo que poner  la carne en el asador, cuando tengo que amar sin preocuparme de ser amado. Y eso no se puede consentir.
Nos agarramos al refrán como a un clavo ardiendo porque eso justifica que cuando la mujer con la que vivo entra en la menopausia, en los cambios de humor, en la abulia en el sexo, cuando se le caen las carnes y se le suben las hormonas al cerebro, yo pueda coger mi cuenta corriente, mis amantes y mis putas y me vaya a un picadero de divorciado a revivir tiempos mejores.
Porque es en ese momento cuando nosotros tenemos que preocuparnos, que sacrificarnos, que aguantarnos, que amar y mantener un compromiso que hicimos libremente porque no hay nadie a quien culpar del paso del tiempo o del cambio de circunstancia. Y eso no podemos tolerarlo.
Convertimos el refrán que cuenta lo que siempre hemos hecho sin tener que hacerlo en una verdad universal porque eso oculta que nosotros, los occidentales atlánticos, hemos elevado hasta tal punto nuestro grado de egoísmo egocéntrico que hemos cambiado la esencia misma de aquello que se definía como amor.
Ya no amamos. Como mucho, permitimos que nos amen. Nunca pondremos a nadie por delante de nosotros. Ni siquiera un poquito.
No me extrañaría que el corto ganara el festival. Al fin y al cabo lo patrocina Jameson, un whisky irlandés.
Y la vieja Hibernia ya no existiría si el amor hubiera salido por la puerta cuando la pobreza entró por la ventana. Porque si hay algo que siempre hubo en Irlanda fue amor y pobreza.
Así que, aquellos y aquellas que con esto de la crisis se agarran a la alcayata incandescente de la economía para ocultar su completa aversión al compromiso, su patética incapacidad para asumir el riesgo, la frustración momentánea y el esfuerzo, deberían saber que un refrán explica lo que somos pero un aforismo expone lo que deberíamos ser. Y el aforismo, aunque lo ocultemos, lo ignoremos o lo tergiversemos, siempre ha estado a ahí y seguirá estando ahí.
Hay que estar a las duras y a las maduras. Eso es amar.
Debería sonarnos de algo ¿verdad?. Pero el egoísmo siempre ha sido un excelso taponador de oídos y la indolencia una perfecta reestructuradora de la memoria.

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