En las Termophilas, Trescientos espartanos acudieron a
cerrar el paso por el honor y la gloria pero 7.000 tespios, lacedemonios,
locros y focenses lo hicieron para evitar que la muerte y la sangre llegara
hasta sus casas, sus hijos y sus hijas.
Y en Troya, en Dunquerque, en Azincourt, Hafleur, La línea
Maginot, Normandía, Bailen, Salamina, Lepanto, Tesino, Trasimeno, Montecasino,
Las Ardenas, Verdún, Numancia, Estalingrado, Las Navas de Tolosa, Marathón,
Banockburn, el puerto del Callao y otros tantos lugares al cabo de las eras y al correr de los siglos puede que un puñado de
reyes, generales y líderes lucharan por la gloria, la fama y la victoria. Pero
miles de millones de hombres fueron a esos lugares a matar o morir para alejar la guerra de sus hijos e hijas.
Y en el lento transcurso de todos estos siglos, doblaron el
espinazo durante catorce horas diarias, bajaron a la mina otras tantas sabiendo
que tan solo la vida y el grisú les darían cuatro o cinco décadas para poder
hacerlo y trabajaron por sueldos miserables jornadas de quince horas de lunes a
domingo para que sus hijos tuvieran algo que llevarse a la boca, vestido que
ponerse y techo que cubriera sus sueños.
Y arriesgaron la vida y la perdieron contra reyes y nobles,
contra cargas y ejércitos, para lograr que sus hijos no vivieran pegados a la
tierra como siervos sin poder cambiarse de morada, que sus hijas no pasaran la
rabia y la vergüenza de una primera noche de casada celebrada con el cruel
derecho de pernada.
Y vertieron su sangre para que las espaldas de sus hijos e
hijas no sufrieran el látigo que sintieron sus pieles, no fueran compradas y
vendidos y arrancados por siempre de sus vidas como lo fueron ellos.
Y arriesgaron su pan, su carne y su trabajo para lograr que
sus hijos e hijas trabajaran tan solo diez y luego ocho horas, para que sus
hijas recibieran un sueldo que no fuera tan solo un complemento a lo poco que
ya ganaban sus maridos, para que sus niños no tuvieran que perder la niñez
trabajando en las fábricas.
Y sacrificaron el verlos cada día por darles de comer, el
acunarlos cada noche por lograr su sustento, el ver como crecían por encontrar lugares,
tierras y países donde pudieran por fin hacerlo en libertad.
Y se vistieron de carne de cañón para que las balas no
hirieran a sus niños, se alejaron a guardar las fronteras para que el miedo, la
muerte y la tristeza no llegaran a las casas y las habitaciones donde sus hijos
e hijas jugaban a la guerra en la que ellos morían.
Y murieron a cientos, a miles, a millones De pobreza,
cansancio, vejez y un interminable reguero de conflictos y guerras intentando,
quizás equivocados, quizás con toda la certeza que crea la verdad, que sus hijos
e hijas no tuvieran que vivir ni morir como lo hacían ellos.
A lo largo del tiempo, la historia y el recuerdo, miles de
millones de hombres, de padres, hicieron lo que hicieron, mataron y murieron,
se alzaron y lucharon, resistieron y trabajaron, lloraron y sangraron, por amor
a sus hijos.
Aunque nunca les dieran de mamar, les parieran ni supieran cambiarles los
pañales.
Que, ¿a qué viene toda esta diatriba en este día?
Por si a alguno o alguna se le ocurre -que se le ocurrirá-
hablar del pérfido patriarcado antes de que se acabe la jornada.
¡Que a nosotros, los
padres, no nos da por tocar los ovarios el Día de la Madre!
¡Feliz Día del Padre a todos, vivos o muertos, que han
intentado serlo como mejor pudieron o supieron!
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