Nos habíamos quedado con la anomalía sistémica de nuestro sistema operativo vital haciendo colapsarse aquello que dábamos por sentado, que nos habíamos acostumbrado a dar por hecho y nosotros echándole la culpa a dios, al empedrado pero sobre todo a los demás, esos "otros" que tienen la insana costumbre de no conformarse con ser los satélites de nuestro sistema persocéntrico.
Así que reiniciamos el sistema, tiramos de reseteo para ver si así nos libramos de esa anomalía llamada realidad que impide que las cosas funcionen como deberían funcionar para nuestras necesidades y deseos.
Y todo reinicio tiene sus fases. Las del nuestro son esencialmente un reflejo de lo que somos, de lo que queremos ser y de lo que nos hemos conformado con ser.
Para empezar hacemos lo que creemos que debemos hacer para forzar el apagado del sistema.
La intimidad del patio de instituto o el complejo Maldita Nerea
La primera fase de nuestro apagado del sistema se podía resumir en una frase de una de las canciones del a veces insufrible pop del grupo español: "antes de hacer o decir nada, miento".
Necesitamos reiniciar todo pero no podemos renunciar al hecho de necesitar ser incuestionables, infalibles. No podemos responsabilizarnos de que el momento del fallo se ha producido por nuestra responsabilidad. Así que forzamos la realidad a través de la mentira.
Intentamos adecuar, en cualquier ámbito, la realidad a nuestras necesidades a través de esta herramienta psicológica. Mentimos a los demás y nos mentimos a nosotros. Falseamos curricula, inventamos motivaciones, creamos o engrandecemos problemas, fingimos sentimientos, inventamos persecuciones, interpretamos dramáticos enfados, forzamos enfrentamientos...
En definitiva, hacemos todo lo necesario para arrojar la responsabilidad del colapso más allá de nuestra órbita, a los demás, a los elementos satelitales de nuestro universo personal, a aquellos de los que creemos que podremos prescindir el próximo encendido de nuestro sistema operativo. Como necesitamos que los demás sean los virus que han hecho imposible que el sistema funcione, alteramos nuestra imagen en el espejo para que siempre se vea bien, para que siempre resulte inocente, para que siempre sea la víctima y nunca haya ni una posibilidad de que sea percibida como verdugo.
Eso nos impide arreglar el sistema, nos impide encontrar la forma de balancearlo, de hacerlo funcionar, pero ya hemos renunciado a eso.
Arreglar el sistema supondría leer con atención los mensajes de error, supondría aceptar que hemos ejecutado mal aquello que nosotros mismos creamos y eso no podemos aceptarlo porque sencillamente no podemos concebirlo. La entropía no puede negarse a sí misma.
Y para que nadie de los que están en esos entornos nuestros pueda internar arreglar el sistema, pueda negarse al apagado y optar por la reconstrucción, tiramos del otro elemento de nuestra primera fase de apagado: la intimidad.
De nuevo falseamos, manipulamos y pervertimos un concepto que fue creado para evolucionar más allá de los estadios tribales de la sociedad, que fue desarrollado para proteger al individuo de la injerencia del Estado y la moral pública en su vida y lo utilizamos de arma arrojadiza contra los demás.
Pero no la definimos como el mundo interior de los presocráticos, ni siquiera como el ámbito privado de Cicerón y los estoicos y mucho menos con el potencial de responsabilidad personal hacia los demás con el que la interpretara Lacan, la definimos como un adolescente en el patio de recreo de un instituto.
En Twitter, esa colección inagotable de sentencias baldías, plagiadas y descontextualizadas en 140 caracteres, encontré hace un tiempo una frase que resumía perfectamente el concepto.
"Para que conste: en el mundo adulto ocultar verdades relevantes es un sinónimo perfecto de mentir."
El resumen es perfecto. Usamos la intimidad para ocultar todo aquello que es relevante a los que están en condiciones de influir en nuestro universo autocreado y egocéntrico. Utilizamos nuestra intimidad como una forma de mentira en la que ocultamos lo que es necesario saber para los demás.
Como un estudiante de secundaria afirmamos que no mentimos, que solamente ocultamos la verdad, que no es lo mismo, porque tenemos derecho a hacerlo ya que forma parte de nuestra intimidad.
En lo personal, ocultamos otras pasiones, otros sentimientos, dudas o certezas, cualquier cosa que sirva para comprendernos a aquellos que forman parte de nuestra intimidad y que, por definición, deberían ser los primeros en saberlo.
Lo mismo hacemos en los ámbitos sociales y laborales, ocultamos incapacidades, errores, inconsistencias, ideas o propuestas, todo aquello que les permita a los demás hacerse una idea real de nosotros más allá de la imagen que hemos decidido proyectar.
Todo ello para evitar que los demás tengan algo que nosotros reclamamos a gritos y a llantos para nosotros: libertad.
Les negamos la libertad que otorga conocer la información necesaria para tomar sus decisiones, para decidir más allá de nuestras necesidades, de lo que nosotros hemos decidido que nos viene bien, de lo que nuestros sistema solar persocéntrico.
Se lo negamos para que no vean nuestros errores, para que no perciban la realidad más allá de nuestras decisiones, para que en ningún caso se les ocurra intentar arreglar el sistema ahora colapsado.
Como se lo negamos cuando creíamos que el sistema era perfecto para evitar que no quisieran formar parte de él, ahora se lo negamos para que no detecten el error, que ese error está parcialmente en nosotros y nos puedan exigir que cambiemos para poder volver a balancear la ecuación que hace el sistema estable.
Porque por supuesto preferimos el reinicio de todo en la esperanza de que la magia de una tecnología ignota lo haga de nuevo funcionar como si nada hubiera pasado que afrontar el esfuerzo, el sufrimiento y la posibilidad de fracaso que supone intentar arreglarlo depurando los errores y cambiando partes esenciales de su programación.
Y así, convencidos de que no hay otra solución, iniciamos la segunda fase de nuestro proceso de apagado y reinicio del sistema vital egocéntrico y egoísta que hemos decidido que es nuestra existencia: la huida.
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