El rebelde caminaba tranquilo. La procesión que le seguía era lenta, como un meandro de almas, lenta como sólo lo es el camino hacia la muerte. Pegajosa como un ungüento en mal estado, untuosa como suele serlo la lengua de la mentira.
Los susurros y las voces se agolpaban en el borde del camino sin prestar oídos a los otros susurros y las otras voces que sonaban con ellos. Todos tenían algo que decir, más ninguno tenía nada que escuchar.
Pero el rebelde caminaba tranquilo. Ni miedoso ni desafiante; ni erguido, ni encogido; ni orgulloso, ni avergonzado. Simplemente tranquilo, como tranquilo era el desabrido caer de los otoñales despojos en torno a él, en torno a todos. Como tranquilas eran las caricias que en sus hombros, sus brazos y su rostro depositaban los marchitos harapos, que en un antaño cercano fueran verdes hojas, al caer de los mudos árboles que saludaban su paso. Las caricias de las hojas son los únicos mimos que el rebelde recibía en su tranquilo caminar. Son los únicos afectos que están permitidos en la tierra de Arland.
En Arland, el amor está prohibido.
.
El amor no gana batallas ni siega las mieses en verano o arroja las semillas en otoño. El amor no llena las despensas ni asusta a los enemigos. No refuerza las murallas ni engrandece los castillos. El amor no tiene utilidad en las vastas llanuras y los recónditos montes de la tierra de Arland, así que está prohibido. Ha sido negado para siempre y eso todos lo saben.
Y ahora, mientras se detiene frente al muro de la Torre del Espino, mientras sonríe a la negra piedra, de espaldas a una multitud que ha cejado en su intento de hacerse oír y contiene la respiración, el rebelde también lo sabe.
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La Torre del Espino es el centro de Arland. Su piedra es negra y antigua, su altura es casi infinita. Dicen que ni los cuervos habitan en ella, dicen que ningún ser humano o animal se atreve a posarse en ella demasiado tiempo, dicen que hasta los dioses se niegan a llorar o reír sobre ella.
Pueden decir lo que quieran. Nadie ha traspasado el umbral de la Torre del Espino. Nadie lo ha intentado jamás. Nadie salvo el rebelde. Y el rebelde sonríe mientras se detiene un instante en su camino hacia el patíbulo.
La Torre es el centro de Arland porque es el lugar en el que se encuentran sus leyes. Unas leyes tan antiguas como la tierra que rigen, unas reglamentaciones tan inmutables como la piedra en la que están cinceladas. Un encima de otra, en una oscura superposición de principios sin finales, de órdenes sin respuestas, de obligaciones sin recompensa.
Pero nadie ha subido tan alto como para leerlas todas, como para fijar su mirada en las palabras grabadas en la piedra angular del arco más alto, en el bloque que remata la almena más elevada. Dicen que sólo un halcón, que vuela incansable en círculos sobre el baluarte, ha leído la primera de las reglamentaciones, aquella que prohíbe amar. El halcón y el rebelde.
Todos saben que el rebelde intentó entrar en la torre y todos saben que la torre no tiene puertas ni ventanas, tragaluces ni sumideros. La torre está cerrada y siempre lo estará. El Señor de Arland no permite que sea de otro modo.
Pero todos saben que el Rebelde intentó entrar en ella. Imaginan que escaló la dura y fría piedra con sus propias manos. La torre tampoco tiene asideros para cuerdas o cadenas. Imaginan que ascendió con los dedos sangrando y las rodillas desolladas del roce contra los oscuros muros.
E imaginan que llegó a lo alto, leyó La Primera Orden, y entró. Por eso callan cuando sonríe, por eso contienen el aliento cuando el rebelde aparta las caricias de las hojas otoñales y se gira para enfrentar sus miradas ansiosas de muerte y espectáculo. Ávidas de patíbulo.
Creen que el rebelde sabe y por eso sonríe. Y el rebelde sonríe porque sabe que ellos creen que sabe y él sabe que no sabe. Ascendió sangrando y riendo hasta lo más alto del muro y se sentó a horcajadas sobre La Piedra de la Primera Orden, pero no la leyó. No le importaba. Él quería entrar.
Cuando se vuelve hacia la multitud, él sabe que nunca penetró en los secretos de La Torre del Espino. Intentarlo le ha costado la vida. Lograrlo le hubiera costado el alma.
La sierpe humana que acompaña al espectáculo de la muerte se detiene y suspira cuando el rebelde se gira, dando la espalda al muro, a la piedra que, en la base de la torre, contiene La Última Ley grabada con un cincel y un martillo de oro. La Última Ley. Aquella que todo condenado debe leer.
Creen que será rebelde hasta el final y se negará a hacerlo. Pero de nuevo se equivocan. El Rebelde habla con una voz tan tranquila como lo ha sido su sonrisa; con un tono tan reposado como lo ha sido su caminar entre las caricias de las muertas hijas del otoño.
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“Toda sentencia a muerte la ejecutará el verdugo, al pie de la Torre del Espino, atravesando en el pecho y el vientre al sentenciado, causándole la herida en el cuerpo y el alma que le arranque la vida”
.
Y el rebelde calla. Y la multitud comprende. Comprende porqué no tiene que leer cómo se ejecutará su sentencia. Comprende que siempre supo que ese sería su castigo. Comprende que siempre supo que su rebelión estaba llamada a la derrota.
Y el murmullo se transforma en alarido cuando descubren que esa comprensión les lleva a una incomprensión aún mayor. Les lleva a desconocer los motivos del rebelde. En una tierra que no ama, los motivos del amor son siempre un acertijo indescifrable.
Pero el alarido se congela en los rostros, como el amor se congeló hace eones en las tierras de Arland. Se detiene y muere cuando aparece el verdugo.
Surge de entre las sombras, de donde no debería haber nadie, de donde no debería surgir nadie. Algunos dicen que habita en la torre y entra y sale de ella por antiguos arcanos olvidados hace tiempo. Tan olvidados que hasta el más viejo terrón de la tierra de Arland ha olvidado que los ha olvidado. Otros dicen que es el halcón que revolotea siempre sobre la torre sin posarse. El Rebelde conoce la verdad, él si la conoce, por eso ha de morir. Por eso sonríe.
.
- No dolerá, será rápido – la encapuchada voz del verdugo es dulce. Como debería ser la voz de una amante. Como debería ser la voz de un esposo. Como debería ser la voz del amor-.
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- ¿Cómo lo sabes? – la voz del rebelde es triste. Como debería ser la voz de una viuda, como debería ser la voz de un pretendiente rechazado. Como debería ser la voz del dolor-.
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- He matado a otros y no ha habido dolor
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- Pues yo he muerto antes y siempre lo ha habido.
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- No conmigo. Yo mato sin dolor.
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- Eso está bien –y la voz se transforma en sonrisa- ¿Moriste con aquellos a los que mataste?
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La espada del verdugo se clava dos veces en la tierra de Arland, el reino donde el amor está prohibido.
Los susurros y las voces se agolpaban en el borde del camino sin prestar oídos a los otros susurros y las otras voces que sonaban con ellos. Todos tenían algo que decir, más ninguno tenía nada que escuchar.
Pero el rebelde caminaba tranquilo. Ni miedoso ni desafiante; ni erguido, ni encogido; ni orgulloso, ni avergonzado. Simplemente tranquilo, como tranquilo era el desabrido caer de los otoñales despojos en torno a él, en torno a todos. Como tranquilas eran las caricias que en sus hombros, sus brazos y su rostro depositaban los marchitos harapos, que en un antaño cercano fueran verdes hojas, al caer de los mudos árboles que saludaban su paso. Las caricias de las hojas son los únicos mimos que el rebelde recibía en su tranquilo caminar. Son los únicos afectos que están permitidos en la tierra de Arland.
En Arland, el amor está prohibido.
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El amor no gana batallas ni siega las mieses en verano o arroja las semillas en otoño. El amor no llena las despensas ni asusta a los enemigos. No refuerza las murallas ni engrandece los castillos. El amor no tiene utilidad en las vastas llanuras y los recónditos montes de la tierra de Arland, así que está prohibido. Ha sido negado para siempre y eso todos lo saben.
Y ahora, mientras se detiene frente al muro de la Torre del Espino, mientras sonríe a la negra piedra, de espaldas a una multitud que ha cejado en su intento de hacerse oír y contiene la respiración, el rebelde también lo sabe.
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La Torre del Espino es el centro de Arland. Su piedra es negra y antigua, su altura es casi infinita. Dicen que ni los cuervos habitan en ella, dicen que ningún ser humano o animal se atreve a posarse en ella demasiado tiempo, dicen que hasta los dioses se niegan a llorar o reír sobre ella.
Pueden decir lo que quieran. Nadie ha traspasado el umbral de la Torre del Espino. Nadie lo ha intentado jamás. Nadie salvo el rebelde. Y el rebelde sonríe mientras se detiene un instante en su camino hacia el patíbulo.
La Torre es el centro de Arland porque es el lugar en el que se encuentran sus leyes. Unas leyes tan antiguas como la tierra que rigen, unas reglamentaciones tan inmutables como la piedra en la que están cinceladas. Un encima de otra, en una oscura superposición de principios sin finales, de órdenes sin respuestas, de obligaciones sin recompensa.
Pero nadie ha subido tan alto como para leerlas todas, como para fijar su mirada en las palabras grabadas en la piedra angular del arco más alto, en el bloque que remata la almena más elevada. Dicen que sólo un halcón, que vuela incansable en círculos sobre el baluarte, ha leído la primera de las reglamentaciones, aquella que prohíbe amar. El halcón y el rebelde.
Todos saben que el rebelde intentó entrar en la torre y todos saben que la torre no tiene puertas ni ventanas, tragaluces ni sumideros. La torre está cerrada y siempre lo estará. El Señor de Arland no permite que sea de otro modo.
Pero todos saben que el Rebelde intentó entrar en ella. Imaginan que escaló la dura y fría piedra con sus propias manos. La torre tampoco tiene asideros para cuerdas o cadenas. Imaginan que ascendió con los dedos sangrando y las rodillas desolladas del roce contra los oscuros muros.
E imaginan que llegó a lo alto, leyó La Primera Orden, y entró. Por eso callan cuando sonríe, por eso contienen el aliento cuando el rebelde aparta las caricias de las hojas otoñales y se gira para enfrentar sus miradas ansiosas de muerte y espectáculo. Ávidas de patíbulo.
Creen que el rebelde sabe y por eso sonríe. Y el rebelde sonríe porque sabe que ellos creen que sabe y él sabe que no sabe. Ascendió sangrando y riendo hasta lo más alto del muro y se sentó a horcajadas sobre La Piedra de la Primera Orden, pero no la leyó. No le importaba. Él quería entrar.
Cuando se vuelve hacia la multitud, él sabe que nunca penetró en los secretos de La Torre del Espino. Intentarlo le ha costado la vida. Lograrlo le hubiera costado el alma.
La sierpe humana que acompaña al espectáculo de la muerte se detiene y suspira cuando el rebelde se gira, dando la espalda al muro, a la piedra que, en la base de la torre, contiene La Última Ley grabada con un cincel y un martillo de oro. La Última Ley. Aquella que todo condenado debe leer.
Creen que será rebelde hasta el final y se negará a hacerlo. Pero de nuevo se equivocan. El Rebelde habla con una voz tan tranquila como lo ha sido su sonrisa; con un tono tan reposado como lo ha sido su caminar entre las caricias de las muertas hijas del otoño.
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“Toda sentencia a muerte la ejecutará el verdugo, al pie de la Torre del Espino, atravesando en el pecho y el vientre al sentenciado, causándole la herida en el cuerpo y el alma que le arranque la vida”
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Y el rebelde calla. Y la multitud comprende. Comprende porqué no tiene que leer cómo se ejecutará su sentencia. Comprende que siempre supo que ese sería su castigo. Comprende que siempre supo que su rebelión estaba llamada a la derrota.
Y el murmullo se transforma en alarido cuando descubren que esa comprensión les lleva a una incomprensión aún mayor. Les lleva a desconocer los motivos del rebelde. En una tierra que no ama, los motivos del amor son siempre un acertijo indescifrable.
Pero el alarido se congela en los rostros, como el amor se congeló hace eones en las tierras de Arland. Se detiene y muere cuando aparece el verdugo.
Surge de entre las sombras, de donde no debería haber nadie, de donde no debería surgir nadie. Algunos dicen que habita en la torre y entra y sale de ella por antiguos arcanos olvidados hace tiempo. Tan olvidados que hasta el más viejo terrón de la tierra de Arland ha olvidado que los ha olvidado. Otros dicen que es el halcón que revolotea siempre sobre la torre sin posarse. El Rebelde conoce la verdad, él si la conoce, por eso ha de morir. Por eso sonríe.
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- No dolerá, será rápido – la encapuchada voz del verdugo es dulce. Como debería ser la voz de una amante. Como debería ser la voz de un esposo. Como debería ser la voz del amor-.
.
- ¿Cómo lo sabes? – la voz del rebelde es triste. Como debería ser la voz de una viuda, como debería ser la voz de un pretendiente rechazado. Como debería ser la voz del dolor-.
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- He matado a otros y no ha habido dolor
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- Pues yo he muerto antes y siempre lo ha habido.
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- No conmigo. Yo mato sin dolor.
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- Eso está bien –y la voz se transforma en sonrisa- ¿Moriste con aquellos a los que mataste?
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La espada del verdugo se clava dos veces en la tierra de Arland, el reino donde el amor está prohibido.
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