Y eso es lo que creemos que estamos haciendo cuando nos sumamos a la discusión política de moda en estos días -parace un contrasentido hablar de moda y política en la misma frase, pero es lo que hay-. Lo hacemos cuando hablamos sobre si preferimos a Obama o a Hillary Clinton.
Si realmente pudieramos opinar con nuestro voto sobre el futuro político de Estados Unidos hace tiempo que Estados Unidos no sería lo que es. Pero no podemos hacerlo aunque el mundo dependa en gran medida de las decisiones de esa nación; aunque el desarrollo y el subdesarrollo vengan marcados por el sistema de alianzas que impone ese país; aunque la libertad y la justicia se redifinan cada quince minutos en muchos países del mundo, dependiendo de las necesidades económicas y estratégicas del gigante norteamericano. Nosotros no podemos opinar realemente sobre esos asuntos porque entonces Estados Unidos no sería una potencia hegemónica, no sería el gendarme del mundo. No sería el imperio.
Así que jugamos a opinar sobre su futuro y a depositar las esperanzas de cambio en uno u otro candidato.
Y todo juego tiene su regla fundamental. Su premisa
La de este es clara: el candidato tiene que ser demócrata. Salvo algunos inmarcesibles autoritarios del PP que quieren ser más papistas que el Papa y más republicanos que Theodore Roosevelt, todos los que jugamos a este juego tenemos más o menos claro que los demócratas son los únicos miembros tratables de las élites del imperio. Los únicos que mentienen una cierta conciencia global de la justicia. Los únicos que no han dejado que sus fortunas, sus banderas y sus contactos nublen sus juicios. Al menos no del todo.
Sobre esta premisa tenemos dos opciones: Barac Obama y Hillary Clinton.
Y el juego en esta ocasión se hace exitante. Se convierte en algo esperanzador porque parece que, por primera vez en mucho tiempo, existen oportunidades de cambiar algo. Y lo parece porque se nos presentan dos candiatos imposibles, dos candidatos que hasta ahora, en el mejor de los casos del sistema electoral estadounidense, serían de los que se retiran cuando apenas se han hecho primarias en un puñado de estados: una mujer y un negro.
Eso es algo realmente original e inusual en ese país que el mundo llama Estados Unidos y que se llama a así mismo América.
Y lo que resulta verdaderamente extraño es que muchos de los que no pueden elegir y juegan a ser electores querrían que ambos ganaran, que los dos formaran -por seguir en términos imperiales- un biumvirato a la cabeza del país más poderoso del orbe. Eso daría una oportunidad a las mujeres y a los negros.
Pero es un error.
Yo votaría a Obama porque quiere terminar con la Guerra de Irak o porque sabe manejar la segregación racial sin caer en el víctimismo. Yo votaría a Hillary Clinton porque quiere impulsar la Seguridad Social o porque quiere controlar la producción de armaento y el sistema de privatizaciones de servicios esenciales. Si tuviera que votar a alguno de ellos los votaría por esos motivos.
Jamás votaria a alguien porque fuera mujer o porque fuera negro. Golda Mehir era mujer y comenzó una guerra y autorizó el secuestro y la tortura de todo aquel que el Mossad considerara sospechoso de colaboración con los nazis; Margaret Teacher era mujer y permitió, dentro de su política de mano dura, la retención ilegal y el traslado obligatorio de las familias de los presos del IRA. Por no decir que se lanzó a la Guerra de las Malvinas.
Idi Amin Dada, Katanga, Macias o Teodoro Obiang eran negros y poco hay que decir de ellos que se pueda hacer sin vomitar o sin llorar.
Ser mujer o negro no supone que merezcas una oportunidad de gobernar.
Yo no votaría a Obama porque tengo serias dudas sobre su forma de ascenso a la palestra política, porque no ha expresado en momento alguno qué pretende hacer con el incuestionable y prácticamente incondicional apoyo del gobierno estadounidense a un estado fascista como es Israel o a algunas de las dictaruras más crueles del planeta.
Yo no votaría Hillary Clinton porque fue capaz de permanecer junto a un hombre que la había engañado públicamente simplemente para no perjudicar su carrera política presente y futura y porque sigue considerando la lucha armada como una forma de acabar con el terrorismo sin entrar a plantearse los procesos de injusticia que llevan a él.
No los votaría por cualquiera de esas cosas, pero no dejaría de votarlos por ser mujer o ser negro. Indira Gandhi era mujer y sacó a su país parcialemente de la miseria. Martin Luther King o Nelson Mandela eran negros y poco malo se puede decir de ellos como líderes y como políticos.
Ser mujer o negro no implica que no debas tener oportunidades de acceder al gobierno.
Si realmente hubieramos profundizado en el último discurso de Barac Obama, uno de los más demoledores que se han dado en Estados Unidos desde King o Malcom X o si hubieramos leído con detenimiento los programas sanitarios y de control de armas de Hillary Clinton - llevando a su máxima expresión aquellos que su propio ex marido no tuvo valor para poner plenamente en práctica- no nos posicionariamos junto a ninguno de ellos por el hecho de ser mujer o de ser negro.
A los políticos se les debe dar oportunidades por aquello que quieren hacer y por aquello en lo que creen, no por un rasgo más a menos inesperado, políticamente hablando, de su cadena genética. Pero como es un juego, se puede elegir por tales motivos.
Y olvidamos que ya jugamos a eso hace tiempo. El mundo ya jugó a tener esperanza de cambio allá por los comienzos de los años sesenta, cuando la guerra fría parecía estar condenada a extenderse y calentarse, cuando la política bíblica del quién no está conmigo está contra mí se elevó al rango de baremo diplomático, cuando el espionaje y el sabotaje eran las únicas formas de relación que mantenían los paises civilizados de distinto bloque.
Entonces el mundo jugó a la esperanza con un católico irlandés y rico -todo político estadounidense es rico o, al menos, más ríco que la media- que hacía discursos incendiarios entendidos por todo el orbe salvo por su país.
Todo el mundo jugó a la esperanza con John Fitzgeralt Kennedy. Jugó y durante un tiempo ganó. Hasta que Estados Unidos les hizo perder.
Kennedy quería acabar con una guerra muy parecida a la de Irak, quería terminar con una segregación mucha más dura que la actual, quería tratar con el resto de los países como iguales y Estados Unidos lo desautorizó de la manera más drastica que se puede desautorizar a alguien. Los estadounidenses lloraron y maldijeron, pero fue el propio aparato de su país -elíjase la teoría conspirativa que se quiera- el que dio al traste con las esperanzas del resto del mundo.
Y lo que demostró eso es que, por más que los economistas mantengan lo contrario, lo que beneficia al mundo no beneficia al imperio. Los criterios de justicia y libertad que se aplican en Estados Unidos no cuentan para los demás. Los estadounidenses quieren ser -como lo querría cualquiera en su posición, por otra parte- la metrópoli dominante de un mundo en el que decir soy ciudadano americano haga que los demás se deshagan en genuflexiones.
Por eso todos sus diregentes forma parte de la elite económica y social del país; por eso hay que haber nacido en Estados Unidos para ser presidente de la nación; por eso su sistema electoral depende del apoyo económico y social que multitud de grupos de presión aportan a uno u otro candidato. Por eso el sistema elimina a aquellos que pasan la línea, que realmente quieren cambiar las cosas más allá de las fronteras de los Estados Unidos.
Yo no votaría a Obama ni a Hillary no por ser mujer o negro. Simplemente, no les votaría por ser estadounidenses. Porque, como con King o con Kenedy, su propio sistema no les va a dejar cruzar la línea que Estados Unidos tiene que cruzar para que este mundo sea más justo. No les va a dejar dar el paso de renuncia a sus privilegios que Estados Unidos tiene que dar para que el mundo sea verdaderamente libre. No les va a dejar hacer las reformas que ese país tiene que abordar para que en el orbe se pueda hablar de igualdad.
No votaría por ninguno de ellos porque, aunque sean buenos políticos, personas éticas y grandes reformistas -y que conste que creo que lo son, o por lo menos lo intentan- no pueden ser revolucionarios. Nadie puede serlo dentro de la estructura del imperio.
No les votaría porque, aunque sean una mujer y un negro, no dejan de ser estadounidenses y si realmente plantean una revolución interna o externa, su sistema les borrará con escándalos políticos, con rumores sexuales o simplemente con un tiro en la cabeza como hicieron con otros ya antes. No les votaría porque el mundo no necesita esperanza, ni confianza en dios -aquello del In god We Trust-. Porque los no estadounidenses no necesitamos reformas en Estados Unidos. Necesitamos una revolución.
Así que, por desgracia, para mi este juego no es divertido porque no es un juego. No podría votar por ninguno porque el sistema estadounidense no va a dejar que los cambios nos afecten a los que no somos estadounidenses. Aunque su presidente sea una mujer o un negro.
La revolución en un imperio siempre tiene que llegar de fuera, de las fronteras, de los bárbaros. Y nosotros somos los bárbaros del imperio estadounidense. Aliados o enemigos, pero los bárbaros.
Y antes de que nadie pueda recurrir al machismo o al racismo como excusa para mi planteamiento quiero decir o recordar que soy medio negro y, como todo hombre, soy medio mujer -eso también es genética-.
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