Los hombres del norte, ávidos de sangre y de aventura, afilaron sus hachas y, pese a tener patentes de corso firmadas y selladas por el tirano que les garantizaban mil vidas de piratería y pillaje, se hicieron a la mar en sus temibles embarcaciones, arrasaron los puertos y hundieron la flota.Y mientras partían, mientras sus mascarones salían de la bruma para unirse a la lucha, un niño gritó desde una proa. ¿Quién es el tirano? Nadie respondió. En los clanes del norte los niños van a la guerra pero no tienen porque saber quién es el enemigo.
Las macilentas tribus de las infértiles llanuras del oriente más cercano, pese a disponer de cartas de naturaleza otorgadas por el gobernante, pese a atesorar miles de documentos de pago que les permitían esquilmar el tesoro real durante setenta veces siete generaciones, tomaron su oro y su plata, su acero y su plomo, los fundieron e hicieron armas con las que, por primera vez en su dilatada existencia de elegidos, se lanzaron a un campo de batalla con el objetivo de combatir, no de negociar ni de expoliar a los muertos.
Y mientras plantaban sus tiendas y sus pabellones en la llanura en la que debía producirse el combate, mientras se desplegaban las estrellas de sus profetas y las luces de su dios, un niño, encaramado en lo alto de las parihuelas en las que se portaba el catafalco de la divinidad, preguntó ¿Por qué es un Tirano?
Nadie respondió. Los pastores de las llanuras pobres conducen a sus vástagos a la batalla pero les ocultan los motivos. Para eso está la voz de dios.
Las salvajes caravanas de hombres de rostro tapado y credo sangriento se subieron a sus monturas, tan salvajes como ellos; ignoraron sus vientos y sus tormentas, tan salvajes como ellos y se despidieron de sus esposas, mucho más salvajes que ellos. Tomaron sus mortíferas hojas curvas, pese a que disponían de salvoconductos garantizados por el dictador que les hubieran permitido trasladar en caravana todos sus asentamientos de un lugar a otro del imperio y, sin que sirviera de precedente, olvidaron sus rezos, olvidaron a su dios y se lanzaron a la lucha.
Y mientras los corceles piafaban nerviosos esperando la arremetida del enemigo entre el polvo y bajo el sol, un niño bramó por encima del trueno de los viejos dioses ¿Cuándo comenzó a ser tirano?
Nadie respondió. Los guerreros de las tierras baldías y el desierto ardiente aceptan a sus niños en sus batallas pero rara vez les dan acceso a su pasado.
Los oscuros señores del sur disponían de miles de hombres y decenas de miles de mujeres que vender en los zocos de esclavos de la costa, tenían garantizado por promesa de sangre del tirano el comercio de esclavos. Podían vender a buen precio todo el oro y las gemas que la sangre, el sudor y el látigo podían proveer al tesoro del gobernante, pero pese a ello se pintaron la cara, se tatuaron el cuerpo, se mancharon los dientes y caminaron hacía el campo de batalla.
Afilaron sus azagayas, cargaron con los tótemes de sus antepasados y entonaron sus cánticos, bailaron sus danzas e hicieron sus sacrificios. Podrían haber seguido cazando fieras para los circos, reses para los banquetes y hombres para las galeras, pero se pusieron en marcha y acabaron con las atalayas y las plazas fuertes que encontraron.
Y mientras hacían sonar sus pies golpeando contra el suelo como si esperaran conseguir que la tierra se abriera y se tragara al enemigo, un niño, subido a los hombros de más alto de los más altos guerreros negros del sur preguntó ¿Cómo se hizo tirano?
Nadie respondió. Los hombres negros del sur convocan a sus hijos a las armas pero no le informan sobre como enfrentarse al enemigo. Para eso están los espíritus.
Los primitivos hombres del oeste no tenían nada. Nadie había firmado tratado, acuerdo, convenio o paz con ellos. No tenían nada que el tirano necesitase y él no tenía nada que ellos quisieran. Los bisontes seguirían allí hasta el fin de los días, el alcohol y las joyas no les servían de nada. No había motivo para el trueque ni causa para el peyote sagrado de la hermandad.
Pese a ello o quizás por ello, se tocaron con sus plumas, bendijeron a sus caballos con su propia sangre, tomaron sus arcos y cabalgaron junto con sus mujeres, sus ancianos y sus niños a una batalla que no debería ser la suya, que no debería ser la de nadie. Ninguno de los niños preguntó nada. Los guerreros del oeste nacen guerreros. Por eso guardan las preguntas para los momentos adecuados.
Y así se estableció una de las líneas de batalla..
La otra la creó el tirano. Viéndose amenazado convocó a todo lo que tenía a mano. Sus huestes fueron todo lo numerosas que su dinero pudo conseguir y poseía un tesoro inmenso; todo lo obedientes que el miedo pudo lograr y su capacidad de destilar terror era casi infinita; todo lo mortales que podía hacerlas el odio, y su odio era mil veces la multiplicación de su oro y su miedo sumados.
Pero, aún así, contempló las filas de aquellos que habían dejado de tolerarle, que habían dejado de temerle, que habían dejado de adorarle y temió no poder con ellos. Así que convocó a todos los demás.
A todos aquellos a los que incluso el tirano temía.
Aquellos que disfrutaban con la muerte, que sólo podían verse vivos en el espejo de la muerte y el dolor reflejados en los ojos de los cadáveres, acudieron a su llamada. Aquellos que habían hecho una profesión rentable de transformar el mundo en cenizas, que medían su efectividad por el número de bajas, respondieron entusiastas a su convocatoria.
Y los fanáticos, ellos también se congregaron bajo su estandarte. Los fanáticos siempre necesitan una causa y un estandarte, aunque estos cambien.
Y con esas fuerzas, cohesionadas por el terror, disciplinadas por el miedo y motivadas por la enfermedad de la avaricia y el poder y la expectativa de la sangre, presentó batalla.
..La batalla fue corta. Intensa, sangrienta y demoledora, pero corta.
Los hombres del norte no reconocieron a su enemigo y en mitad del combate sólo pudieron reconocerse a si mismos y volvieron a ser lo que eran, a dedicarse a la rapiña y el pillaje. De no contestar a la pregunta de quién era el tirano habían dejado de saberlo.
Las tribus de pastores reconocieron al enemigo pero olvidaron porqué lo era. Formaron un círculo defensivo en torno al lugar en el que reposaba su dios y desguarnecieron su flanco de ataque. Al ver que la batalla marchaba mal recordaron lo que eran y volvieron a serlo. Intentaron comprar a los mercenarios y estos tomaron su dinero y les seccionaron la garganta; intentaron convencer a los fanáticos y estos les mataron y quemaron sus cuerpos. Los pastores macilentos sucumbieron a millares sin saber cual era el motivo de la lucha. Habían esperado que su dios les dijera porque el enemigo era un tirano y su dios seguía mudo.
Los Jinetes del desierto cargaron con la furia salvaje de sus monturas y sus aceros y, durante un instante, pareció que la batalla cambiaría de signo. Pero nadie entre ellos sabía cuando había empezado el tirano a serlo y por ello eran incapaces de saber cuanto tiempo seguiría siéndolo. Sus brazos se cansaron, sus caballos se agotaron y cayeron uno tras otro entre sudor y estertores de agonía.
Y en el cansancio y la derrota se enfrentaron a los fanáticos, envainaron sus cimitarras y cayeron de hinojos acordándose de sus rezos olvidados y su dios abandonado. Le pidieron que les diera la fuerza para vencer a los fanáticos y sus dios les concedió su ruego. Les hizo tan fanáticos como sus enemigos. Por negarse a recordar el principio de la tiranía fueron incapaces de predecir su final.
Los hombres del sur también cayeron. Uno a uno, en silencio, los altos hombres negros fueron masacrados por los mercenarios y los asesinos, fueron diezmados por los hombres que sabían hacer su trabajo. Muchos de ellos ni siquiera utilizaron sus azagayas, otros alzaron sus escudos pero dejaron resquicios por los cuales se deslizaron hasta sus entrañas las armas de sus enemigos. La organización de las falanges del tirano desarzonó el griterío del frente de los hombres del sur.
Antes de comenzar a luchar habían olvidado como había llegado el tirano a serlo y por eso fueron incapaces de aprender como tenía que dejar de serlo.Y los guerreros del Oeste, que no habían conocido al tirano, que no habían olvidado respuesta alguna porque no habían hecho pregunta ninguna, simplemente se sentaron en el campo, fumaron el peyote de la paz, intercambiaron regalos, aceptaron las cuentas y el oro del tirano y bebieron su licor. Quien no hace preguntas no obtiene respuestas.
Al final de la jornada cinco niños quedaban en el campo de batalla.
Los fanáticos quisieron quemarlos vivos pero el tirano no lo permitió. El poderoso quiso encarcelarlos de por vida para evitar el miedo, su miedo, pero los asesinos y los mercenarios no lo permitieron.
Hasta los asesinos tienen más honor que los fanáticos y los tiranos...
Y el tirano siguió siéndolo.
Siguió en la cumbre de su poder hasta que el terror dejó de ser un arma, hasta que la fuerza dejó de ser la ley. En todos los años que pasaron durmió entre sudor y sobresaltos acordándose de los cinco llorosos niños de pie sobre la desolación y las cenizas en las que se asentaba su poder.Y luego desapareció.
Fingió transformarse, fingió hacerse benévolo, intentó aparentar que no ejercía el poder sino el gobierno y dejó que otros mas queridos por la gente, ejercieran ocasionalmente el gobierno mientras el guardaba el poder.
Visitaba frecuentemente el campo en el que derrotara a los últimos hombres libres de sus dominios, ni buenos ni malos, solamente libres. Y un día fue rodeado por cinco hombres y un niño que lo acorralaron en silencio.
El primero llevaba en la cabeza el casco cornudo y coronado que designa al paladín y rey de los hombres del norte.- El que se oculta bajo el manto de la fuerza para ejercer un mando que no es suyo ni es de nadie, sino de todos –dijo el hombre que, otrora niño, preguntara entre la bruma ¿quien?-.
El segundo abrazaba un candelabro de oro que iluminaba los templos de los pastores de cabras y no lucía corona. Su dios lo prohibía- Porque no sabe conversar ni acordar. Porque no permite que otras gentes hagan otras cosas, crean otras cosas o defiendan otras cosas. – afirmo aquel que en una infancia manchada de sangre y sufrimiento había preguntado ¿por qué?-.
El tercero iba completamente vestido de negro, del turbante a las botas y en su frente brillaba en plata el símbolo de aquel al que consideraba su dios. Esta vez sí le había traído consigo. Los califas siempre llevan a su dios con ellos.- Cuando olvidamos quiénes somos, que somos lo qué somos porque hemos elegido serlo y que los demás son lo que son porque han elegido serlo. Cuando creímos que nuestra felicidad estaba más allá del sufrimiento de los otros – aseveró aquel que entre el polvo de los cascos de los caballos de los jinetes del desierto preguntara en su infancia ¿cuándo?-.
El cuarto lucía en su índiga piel las pinturas doradas y blancas de aquel que conduce las tribus del sur. Su azagaya era triple y su escudo reflejaba la sangre y el mar. En su cinturón los tótem chocaban entre si convocando a los espíritus de los antepasados.- Engañando y dividiendo, matando y masacrando, esclavizando, encerrando los cuerpos en mazmorras y los corazones en el terror – recitó aquel que, sobre los hombros del más alto de los altos guerreros del sur preguntó, mientras el suelo tronaba bajo los pies de la horda, ¿cómo? -.
El quinto hombre, emplumado y a caballo, no dijo nada. Tan sólo sujetó más fuerte la mano del pequeño que le acompañaba..
Entonces el tirano tembló. Supo que los secretos de su poder habían sido descubiertos, supo que ahora podían enfrentarle con la estrategia adecuada, aunque él era incapaz de anticipar cual sería esa estrategia. Los que sólo aceptan sus pensamientos son incapaces de anticipar los de los otros.
Buscó desasosegado, miró al norte pero no diviso las naves dragón, miró al sur pero no percibió los cánticos de la descalza infantería negra; se giró hacia es este pero no distinguió la plata y el plomo del arca de los pastores de cabras; sus ojos se centraron en el desierto profundo y no contempló las nubes de polvo de la caballería nómada y salvaje; se volvió hacia el oeste y no pudo ver el colorido desfile de los guerreros cazadores de las tribus de los lagos y las praderas.Y por un momento se relajó.
Sólo por un momento.- No vendrán –dijo el rey del norte-.- Ya no son necesarios – dijo el Rey pastor-.- Luchamos una vez porque no sabíamos nada. Pero ahora sabemos –dijo el cacique de los hombres negros-- Ahora te conocemos. No podrás volver –dijo el califa-.- Pero nadie pudo contaros mi secreto, todos murieron…. –Más el tirano se interrumpió y comprendió que hay cosas que no deben ser contadas, que no pueden ser contadas, que han de ser vividas. Que se aprenden por el roce de la piel con el dolor.
Los cuatro hombres que habían sido niños se retiraron. Los cuatro reyes que habían preguntado y lo eran por hacerlo se marcharon a vivir con sus pueblos, que lo eran por haber encontrado las respuestas.
El tirano se quedó sólo, enfrentado al jefe de las tribus del oeste que le miró con una conmiseración sólo propia de aquel que no ha llegado a odiar.- Sólo muere lo que olvidas – dijo y pasó frente al tirano llevando a su hijo de la mano-.
Luego, el que fuera el poder y la gloria, se giró y comenzó a andar cansadamente hacia esa frontera de niebla y viento que algunos llaman La Nada y otros conocen como la historia. Mientras avanzaba resignado escuchó una voz infantil que se dirigía a él- Señor –gritó el niño del oeste que había nacido guerrero y jinete-, ¿Qué es un tirano?
Y comprendió, aunque tarde, que siempre tiene que haber alguien que recuerde para que otros no se vean obligados a aprender.