Vaya por delante que no es, ni de lejos, lo más importante, lo más destacable ni lo más perversamente retorcido, de la ya en trámite Ley Wert de Educación, pero hay ocasiones en que hay que apartarse un momento del furioso golpear del oleaje para poder contemplar la mar de fondo de las grandes tempestades.
Y en esta ley furiosa, vengativa, fanática e injusta, la marejada es sin duda la implantación de la asignatura de religión como obligatoria e incluida en la media académica. Un punto que pese a su intrascendencia temporal, ya que durará lo que dure el actual poder omnímodo del Partido Popular, merece un sucinto comentario. Tan breve como es la amplitud de miras que aquellos que la han forzado.
Aunque es injusto e inapropiado que el dogma de la Trinidad se coloque al mismo nivel que el Teorema de Pitágoras o que la transustanciación tenga el mismo valor docente que la formulación química de óxidos o el conocimiento y desarrollo de las motivaciones sociales del Trienio Liberal, hay que decir una cosa.
La visión de túnel del Gobierno y de la Conferencia Episcopal Española nos está haciendo un favor. Nos lo está poniendo fácil a todos aquellos que pensamos que la educación y la enseñanza deben servir para afilar los mecanismos de pensamiento del ser humano, no para decirle lo que tiene que pensar.
Nos está haciendo un favor porque se está metiendo en un callejón sin salida, en un laberinto del que le resultará imposible salir. Porque están conduciendo a su dios por un camino que solamente le convertirá en un concepto odiado o en un concepto olvidado.
Es un error que ya han cometido antes, pero se ve que no aprenden de sus propios errores porque siempre tienen a su dios para echarle la culpa de ellos.
Ahora hay que aprobar religión y hay que aprobarla con nota si no queremos que la mitología judaica nos impida alcanzar la nota que precisamos para estudiar física cuántica, antropología, derecho o cualquier otra materia universitaria.
Los obispos -quizás porque no tienen hijos- y el ínclito Wert -quizás porque nunca se ha preocupado de los suyos- desconocen lo que eso supone para la mente de un estudiante.
Si los profesores de religión ponen de verdad empeño y denuedo en enseñar los dogmas de fe, si se ponen duros y tiran de fortaleza teológica y de rigor en las calificaciones, tendrán que suspender, tendrán que obligar a los alumnos a estudiar una materia que ellos sabrán que no les va a servir para nada, superado el trámite de su estudio. Una materia que no volverán a encontrarse en ningún estudio universitario -salvo la teología, claro está-. Y la odiarán por eso.
La odiarán por restarles tiempo para estudiar las otras materias por, siendo inservible para su futuro académico, detraerles décimas e incluso puntos en su media académica.
Asociarán el crucifijo de la clase con el reloj que, junto a él, marca el lento paso del tiempo en una clase inútil para su futuro académico. No verán la hora de deshacerse de ambos.
¿De verdad creen que convertirán en católicos devotos a aquellos que ven que esa efímera e inútil asignatura les obliga a más esfuerzo?, ¿en serio están convencidos que harán prender la llama de la fe en lo invisiblemente divino entre aquellos que contemplan como son obligados a estudiar algo que se agota en sí mismo, que no tiene ningún aprovechamiento en su vida docente posterior?
Yo no odio las matemáticas porque un grupo de matemáticos embozados me atacaran sexualmente en mitad de la noche en mi infancia, sino porque me vi obligado a estudiarlas cuando ya había decidido que ese no era el camino de conocimiento que había elegido para mi vida y mi mente. El estudiante odia toda asignatura difícil que considera inútil. La odia y se aleja de ella en cuanto puede. Un alejamiento que dura para el resto de sus vidas.
Pero claro eso es un conocimiento docente y pedagógico que implica saber qué es la Educación y la Enseñanza y no confundirlo con el adoctrinamiento y la evangelización. Y eso es algo que desconocen tanto Wert como sus eminencias episcopales.
Y luego tienen otro camino. El camino de la intrascendencia. La opción de convertir a su dios y los dogmas que se supone que emanan de él en un conocimiento intrascendentemente amable. En una María, vamos.
Porque ¡no quiera su dios que un alumno se vea imposibilitado de pasar de curso o de ciclo porque ha suspendido religión y a sus descreídos padres les de por llevar el proceso a cualquiera de esos tribunales europeos que no entienden de nacional catolicismo y de tradición católica y les mande con una sentencia el garito al traste!
De modo que será cuestión de aprobarla pase lo que pase, de hacer que realmente no influya en la media académica de las otras asignaturas, aunque el alumno en cuestión confunda al patriarca Abraham con un cantante de raegetton y la virginal María con Madonna. Vamos, lo que se estilaba en nuestra generación.
Y entonces su dios y sus dogmas serán un conocimiento olvidado porque los alumnos no repararán en ello más de lo necesario para salir del paso, no entrarán en contacto con la invisible inmanencia de su dios más que la noche antes del examen y la media hora anterior a la prueba de evaluación en el patio de recreo o en el metro camino del centro de enseñanza.
Así que, como dice el columnista, en un intento de salvar la autoestima de su dios, los obispos y los genoveses que están tras la Ley Wert y la enseñanza de la religión solo conseguirán con el tiempo convertir el concepto de su dios en algo odiado u olvidado.
Y ya les ha pasado tantas veces que resulta imposible comprender como no aprenden.
Los ideólogos de la Revolución Francesa, en su rama más anticlerical y antirreligiosa provenían de instituciones de enseñanza religiosa -entonces no había otras-. Los más radicales de los ilustrados de los tiempos de Jovellanos y Mendizabal habían estudiado en colegios religiosos; los más iconoclastas y furiosos anticlericales de la Segunda República Española, habían recibido formación en colegios de jesuitas o de salesianos. La generación del Baby Boom franquista se educó con una religión obligatoria y son la generación de las uniones de hecho, de los divorcios, del laicismo, del sexo ocasional, del feminismo, de la naturalidad en la tendencia sexual y de todo lo que la jerarquía romana considera abominable.
Aprender religión es el principal camino que ha llevado a lo largo de la historia a perder la fe o a no encontrarla siquiera.
Una ideología, sea cual sea, no puede enseñarse, no puede calificarse, no puede evaluarse, tiene que descubrirse e integrarse dentro de los principios de la persona. Pero claro eso significa confiar más en lo cualitativo que en lo cuantitativo, eso significaría que la Conferencia Episcopal Española prefiriera tener 300.000 católicos auténticos que 30 millones de católicos nominales. Eso significaría que Rouco Varela y Wert confiaran realmente en la fortaleza de sus principios, sus doctrinas y su ideología religiosa y en la capacidad de esta para convencer por si misma. Y, claro, no lo hacen. Quizás sea esa la sustancia última del problema.
En cualquier caso, tal vez al final tengamos que darles las gracias por condenar para siempre a su dios al odio o al olvido por esmerarse tanto en que sea enseñado en los colegios.
Aunque, ni de lejos, eso signifique que estemos por la labor de permitir que lo hagan.
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