A todos los que en el correr del tiempo y de los siglos se marcharon engañados allende sus hogares creyendo que su lucha y su muerte salvaría a sus niños; a los que resignados y exhaustos doblaron su espinazo, destrozaron sus manos, masticaron sus miedos y mataron sus deseos por alimentar las vidas y los sueños de todos sus pequeños.
A aquellos que callaron y aguantaron por darles un presente, a aquellos que gritaron, sangraron y murieron por querer legarles un futuro.
A los que quisieron enseñar a la carne nacida de su sangre todo lo que sabían, aunque fueran errores, a aquellos que callaron los fracasos de sus retoños, airearon sus gestas, besaron sus mejillas, palmearon con fuerza sus espaldas y les alzaron en alto con abrazos de oso, alabaron sus logros, festejaron sus risas, arroparon sus cuerpos, aplacaron sus llantos.
A los que quisieron hacerles fuertes para que no sufrieran, sabios para que no temieran, firmes para que no dudaran, valientes para que no cayeran; a los que fracasaron para que ellos triunfaran, murieron para que ellas vivieran, se negaron para que sus hijos pudieran afirmarse, se quedaron para que sus hijas se pudieran marchar.
A los que sonrieron al hacerlo porque en nada les pesaba intentarlo, a los que lloraron a oscuras y en silencio porque el peso del mundo caía sobre ellos por no saber hacerlo; a los que se alejaron, marchándose a otras tierras para buscarles alimento y cuando regresaron ya no les conocían.
A los que se perdieron once horas al día de sus vidas por buscarles sustento, a los que se conformaron con ser los últimos en saber de sus novios y novias, de sus sueños y vidas, de sus llantos y risas porque el mundo exigía que ellos fueran quienes renunciaran a sustentar su alma para buscar el alimento que necesita el cuerpo.
A los que les enseñaron a cazar, a luchar, a construir, a negociar o a crear porque era lo único que la vida a ellos les había enseñado y no tenían otra cosa que darles, a los que se negaron a llorar frente a ellas por no hacerles sufrir, a los que cuando había poco se lo negaban a sí mismos para dárselo a ellos, a los que cuando había mucho erraron por exceso intentando que lo tuvieran todo.
A los que solo pudieron ser los padres que siempre ansiaron ser cuando la suerte les concedió el poder ser abuelos.
A los que supieron besarles, abrazarles, acariciarles y entregarles amor y los que lo intentaron, pero no pudieron o supieron pasar de gestos torpes, de miradas calladas, de lágrimas vertidas hacia dentro o palabras cansadas. A los que los amaron por contener retazos del ser al que más habían amado en sus vidas pese a dejar de amarle, por ser nuevos, distintos, por crecer y aprender, por nacer y vivir. A los que hicieron de ellas el centro de sus vidas, de ellos el fiel de sus balanzas, pero no supieron decirlo porque ni la vida ni el mundo ni la historia les enseñaron las palabras, los ritos ni los gestos.
A los que apretaron los dientes enfrente de sus tumbas al regreso de mil guerras ganadas o perdidas, a los que gritaron su rabia en la boca de millares de minas desplomadas, en las lindes de millares de campos arrasados, en la cabecera de millares de lechos de partos malhadados, en la puerta de millares de edificios ardientes. A los que se ahogaron en alcohol y dolor por no saber perderlos o hubieron de conformarse con el vacío orgullo de mostrar sus medallas y fotos y repetirle al mundo que habían sido héroes o heroínas.
A todos ellos, gracias.
Gracias por ser los padres que el mundo os dejo ser, aunque no lo pudierais ser de otra manera.
Gracias por intentarlo, aunque algunos de vosotros perdierais el intento en el fracaso. Gracias por parir a vuestros vástagos al mundo, aunque no les trajerais a la vida. Gracias por aceptar el embarazo vitalicio que supone contener hasta al día de tu muerte a una hija o un hijo en lo más profundo de tu alma y tu vida.
Gracias por vuestros sacrificios y por vuestros triunfos, por vuestra sangre y por vuestra lucha, por vuestros aciertos, por vuestros errores, por vuestros fracasos, por vuestra humillación y vuestra dignidad.
Gracias porque cada una esas cosas nos permite a los padres de hoy, que antes fuimos hijos, poder hacer aquello que un padre siempre ha querido hacer.
Jugar con ellas, cuidar de ellos en su hogar, contemplar, disfrutar y compartir sus progresos, consolar, sufrir y llorar sus decepciones, enseñarles a pensar por su cuenta, alejarles del miedo y la desidia, abrazarles, besarles, estrecharles cerca del corazón, escucharles y hablarles, mimarles y enseñarles. Y dejarles marchar cuando al fin hace falta.
En cualquier vacío o paraíso que eligierais para morar tras la muerte, esbozar una sonrisa y alzar la cabeza con orgullo. Fuisteis los mejores padres que pudisteis o supisteis, que la realidad y la historia os permitieron ser. Y no os preocupéis por lo que oigáis ahora en este mundo. Para un hijo o una hija eso resulta más que suficiente.
Tranquilos, todos los infiernos de la nada, el olvido y la muerte, arden tan solo reservados para los que ni siquiera quisieron intentarlo.
Mis hijos, yo, el presente, el mundo y el futuro os dan las gracias, padres de tiempos anteriores, aunque ahora alguien quiera reescribir la historia en vuestra contra.
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