Existen ocasiones en el que el recuerdo se convierte en un método de aprendizaje. Como si aquello que sabemos fuera lo único que podemos aprender sobre aquello que creemos desconocer.
Y es que el olvido es la más cruel forma de ignorancia pues, pese a que somos incapaces de saber lo que no recordamos, tenemos una tenue noción de que hubo un tiempo en el que sabíamos algo que ahora hemos olvidado.
Y nos abandonamos al recuerdo porque el recuerdo es hermoso. El recuerdo nos lleva allí donde estuvimos y queremos recordar ese momento. Queremos que el esfuerzo y la concentración nos devuelvan el aroma de lo que sabemos que conocimos; el impulso que una vez tuvimos y que nuestra mente y nuestro cuerpo ha olvidado -o ha creído olvidar- en el fragor del esfuerzo por olvidarlo.
Pero no dejamos de desconocer lo que no recordamos, aunque nos sintamos absurdamente obtusos por ello; aunque nos encontremos descorazonadoramente desorientados por no descubrir el motivo por el cual olvidamos lo inolvidable. No equivocamos el destino, tan sólo nos empeñamos en alcanzarlo por el mismo camino que hemos olvidado.
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Aprendamos pues lo que hemos olvidado como si nunca lo hubieramos conocido. Como si realmente hubieramos olvidado que lo hemos olvidado.
Balbuceemos lo que en otro tiempo recitamos de corrido; tarareemos con desafinada asonancia aquello que otrora entonamos en perfecta armonía; garabeteemos sobre un papel manchado las frases que en otro tiempo caligrafiamos con perfectas cursales sobre el más delicado de los papeles de seda; ejecutemos con torpeza infinita, extremidades quebradas y lumbalgias reticentes las danzas y los rítmos que en ocasiones pretéritas interpretamos con el sosiego de la desgana y el conocimiento o con el arrebato de la pasión y el descubrimiento.
Y disfrutemos con ello. Seamos los infantes que se enrrocan en la vocal aprendida y la repiten con orgullo hasta la saciedad como si eso fuera lo único que estuvieran destinados a aprender en sus éfimeros días.
Regocijémonos, orgullosos de nuestros garabatos como obras de arte completas y totales, sin descubrir siquiera que hay formas más completa de arte o posibilidad de ejecutarlo de otra manera. Seamos el niño que corre desaforado en busca de un crítico benigno de su artística obra, ignorando, en el orgullo de su obra acabada, que es tan sólo es esbozo de una obra completa.
Entonemos nuestros desafinados cantos sin letra o partitura, olvidando por siempre que olvidamos un canto más completo y complejo. Cantemos en la ducha sin temor a descubrir que faltan notas o palabras en el canto entonado.
Y sorprendámonos, maravillémonos, disfrutemos del nuevo proceso de aprendizaje que se nos ha concedido, como si nunca antes hubieramos sabido lo que hemos olvidado.
Puestos a olvidar, olvidemos que hemos olvidado y así no recordaremos que hubo una vez que disfrutamos aprendiendo y volveremos a sentir la felicidad de ese aprendizaje como si nunca antes se hubiera aprendido.
Y sólo cuando hayamos perdido el recuerdo de que no recordamos; sólo cuando descubramos cada momento, cada conocimiento, cada movimiento como nuevo; sólo cuando nos alegremos y nos regodeemos en lo que encontremos en el proceso, podremos aprender de nuevo.
Y en ese instante, cuando la sonrisa del aprendizaje nos desborde, recordaremos que en realidad no hemos olvidado. Sabremos que aprender es recordar lo que ya se sabía y la felicidad tenida cuando se aprendió por primera vez.
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