Los obispos y sus éticos tendrán que esperar. Aznar ha entrado en escena y eso sólo siginifica que todá lógica, toda fe, toda actividad humana en general tendrán que esperar. Cuando Aznar habla incluso los cañones callán. Hasta su rugido es menos aterrador que las palabras de aquel que fuera un nadie intentando ser alguien en la historia.
El amo de la paranoía, el líder biblico del "él que no está conmigo está contra mi", vuelve a la palestra, a la primera línea -como si alguien le quisiera allí- para avisarnos de que el Gobierno socialista está llevándonos a la misma situación que nos condujo a lo peor de nuestra historia hace 70 años.
El amo de la paranoía, el líder biblico del "él que no está conmigo está contra mi", vuelve a la palestra, a la primera línea -como si alguien le quisiera allí- para avisarnos de que el Gobierno socialista está llevándonos a la misma situación que nos condujo a lo peor de nuestra historia hace 70 años.
La mayória de los analistas, de los periodistas, de aquellos que han oído y escuchado su discurso creen -por una de las sencillas cuatro reglas de la arítmetica - que se refiere a la Guerra Civil. Al fin y al cabo eso es lo que ocurría en España en 1937.
Pero se equivocan. Aznar dice que se equivocan y tiene razón.
Aznar ha fallado por poco. Como en la cuenta de armamento de destrucción masiva en Irak; como en el parte de efectivos utilizados en la reconquista, la de Peregil, claro. Como erró por la mínima en las cuentas de los siglos que duró la presencia musulmana en España; como falló en el cálculo de las copas de vino que debía ingerir antes de un discurso o en los kilómetros por hora a los que debía conducir su coche.
Aznar ha errado por unos años. Él no se refería a la Guerra Civil. Se refería a unos años antes.
Hablaba de ese periodo horrible de la historia de nuestro país en el que la bandera dejó de ser excusa para no hacer justicia; ese negro pasado en el que se alcanzó el sufragio universal y secreto para evitar el caciquismo y la compra de votos. Tenía en mente esos años oscuros en los que los se gobernaba de espaldas a los presbisterios, al concordato y a la palabra otorgada y revelada en los púlpitos.
Aznar teme que volvamos a esos años de sufrimiento y desazón en los que la literatura, la pintura y el teatro eran más considerados que las oposiciones a notarías y la condición de rentista. Él, que no pasó a la historia pese a intentarlo, teme volver a los tiempos en los que se podía gobernar por coaliciones, desplazando del poder a los que habían gobernado siempre. El presidente del atentado fallido siente un pánico atroz a regresar a los terribles momentos en los que aquellos que habían hecho de la capa del gobierno su sayo personal se veían obligados a debatir y a convencer a los que ejercían el poder: los votantes.
Aznar percibe aterrado la posibilidad que retornar a esa era de oprobio y desolación en la que el sentimiento nacional dependía de la decisión de los habitantes de un territorio. No de un castillo, un león, unas barras rojas y unas cadenas; donde la convivencia y el gobierno dependia de los gobernados y no de una reina fanática del potro y el rosario y de un rey putero como todo buen rey.
Teme el retorno a un momento aciago de la historia en el que la educación erá pública, en el que el ejército no tenía voz en el gobierno, en el que la fuerza dependía de los sufragios, en el que los homosexuales caminaban por la calle y publicaban posía, en los que las mujeres y los hombres se divorciaban cuando dejaban de estar a gusto juntos. En los que no había rey ni derecho divino. En los que la bandera no era bicolor.
Aznar intenta evitar que volvamos a esos tiempos de barbarie y penumbra y acusa al gobierno socialista de arrastrarnos a ellos. No se equivoca Aznar al profetizar, en su bola de brumas etílicas y delirios académicos, que el gobierno socialista nos conduce a un esquema en el que una parte de España, de su España -porque España sigue siendo suya, como la Botella y el PP-, no acepte y se enfrente a la otra hasta llegar a una guerra civil.
Aznar no se equivoca al decirlo. Él lo sabe bien.
Con el mismo bigote, con la misma actitud, con el mismo mesianismo salvador que otros bajitos pretéritos, él dirige esa España.
Mañana es día de reflexión y yo soy como la DGT.
Hacedlo porque es necesario, hacedlo por responsabilidad o por vergüenza torera. Hacedlo porque no conciliáis el sueño con la tormenta o porque el cocido no os deja dormir la siesta.
Hacedlo porque vuestros hijos no os dan bola o porque vuestra pareja está de puente. Hacedlo para ligar o para que no os intenten ligar en los bares, hacedlo porque el Madrid va primero o porque el Barça está empatado a puntos.
Hacedlo por darme la razón o por llevarme la contraria, hacedlo porque no queréis pensar en la hipoteca o porque no podéis pagarla. Hacedlo por lo que más queraís o por lo que más odiéis. Pero hacedlo.
Mañana es día de reflexión. Hacedlo. Por favor.
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