Por qué fuiste a Split es una pregunta que se contesta con tres respuestas posibles. Quizás te condujo a ella la huída y el deseo de olvidar; muy problamente la necesidad de orden neuronal y de diversión; con toda seguridad tus hormonas.
¿Qué haces en Split un sábado por la noche? Para responder a eso es suficiente el recurso a tus hormonas.
Resulta sorprendente despertarte una mañana en una ciudad de la que sólo recuerdas la guerra. La guerra en los telediarios, la guerra en los aeropuertos. La guerra, en fin.
Pero las mañanas de domingo son mañanas de domingo con campanas llamando a misa en todas las ciudades en las que hay campanarios y llamadas a ese acto de hipocresía común y convencional que es una misa. Así que despertar en Split, Croacia, no es muy diferente de hacerlo en otro sitio. Despertar en domingo es agradable, despertar a las siete y media es casi un sacrilegio.
Tras una noche de sábado dedicada a lo que las estadísticas dicen que se dedican las noches de sábado cuando tienes oportunidades de dedicarte a ello, te giras y contemplas el descanso reparador de aquella que viaja contigo. Reparador para ella pero, dada su briosa juventud, también reparador para ti.
Te descubres buscando leche en una cocina desconocida y sonries. Garabateas una nota, deslizas tus labios por un rostro dormido y sales a hacer lo que se hace cualquier mañana de domingo en cualquier sitio: comprar la prensa y desayunar.
En el primer quiosco renuncias a la prensa. Tu serbo-croata no pasa de un saludo marginal y no tienes el cuerpo para emplear la mente en la lectura de prensa en la lengua de la Pérfida Albión. Así que buscas el desayuno. El desayuno es algo universal.
La brisa que acompaña al mar en cualquier parte te golpea el rostro y asciendes por una calle llamada Dioklecijanova.
Te suena el nombre impronunciable y te sorprende de que te suene algo que no sabes leer. Los ojos buscan un lugar, un sitio en el que la civilización se haga desayuno y encuentran un pulcro recinto blanco y plateado, cargado de banderas en sus cornisas con ese típico instinto multinacional de los hoteles. Demasiado aséptico, demasiado plural.
Sigues caminando y recuerdas de qué recuerdas el inpronunciable nombre de Dioklecijanova. Un viaje, una final de baloncesto. La intratable Yugoplastika enfrentada al no menos intratable Barcelona. Hasta recuerdas el hotel y el resultado. Eso fue antes de la guerra.
Y los ves al final de la calle. El final que es el principio. En Split todas las vías acaban en el mar. Los ves con su gorra ladeada, sus mangas arremangadas hasta el punto de hacer saltar las venas de sus biceps, sus tatuajes verdes. Pueden llevar las gorras de la IFOR, pero los conoces. En la puerta del consulado español en Split, con la mala leche y el valor que se les supone, están los tercios. Sin carnero y sin novia cadáver, pero están los tercios.
Te acercas y sonríes en español y ellos señalan hacian dentro. La oficina de atención permanente esta abierta 24 horas. Segunda planta ¿cómo explicar a La Legión que buscas un bar?
Aún tus hormonas no te llaman a la lucha y tu estómago sí, así que subes las escaleras de un palacio que con toda seguridad fue habitado por nobles, principes u obispos o quizás por todos ellos y buscas al inquilino de la planta segunda.
El hombre está aburrido y te lanza la habitual parrafada previniéndote contra ladrones, mafias y estafadores, toma los datos de tu pasaporte. Tú le escuchas porque es un trámite que hay que cumplir y las campanas siguen llamando a misa.
Demasiado pequeño para un inquilinato en tan magno recinto, el hombrecillo, de nombre Diego y de procedencia extremeña, se encoge de hombros cuando le preguntas cómo es su vida en Split. Habla de tranquilidad, de interinidad y de esas cosas en las que se suele basar la vida del funcionario y luego dice: "Aquí la cosa está bien. La gente no suele pensar mucho".
Quizás por la sorpresa de la afirmación, quizás porque tú estómago comienza a enseñarte nociones avanzadas de serbo-croata vulgar, decides proponerle acompañarte en tu desayuno. El hombre, Diego, mira su reloj y vuelve a encogerse de hombros.
Al salir de su palacio en inquilinato, habla con los tercios de la IFOR y estos asienten. Luego estira el brazo y señala tras el edificio.
Girar la esquina es volver al horror. Una plaza cerrada por dos lados, el tercero en ruínas, un crater del tamaño de un pozo decora el pavimento central. El cuarto edificio esta plagado de ventanas, ventanas redondas abiertas a sangre en el muro de piedra. Disparos de obus o de tanque, Tienen que serlo.
Una bomba, una explosión, mata un edificio desde dentro, pero los disparos sencillamente lo hieren, lo abren para dejar que se desangre hasta que el último grano de arena cae de él, hasta que la última gota de su savia se derrama.
Bajo el edificio hay un bar, un café. El palacio de las mil ventanas, te traduce Diego con una sonrisa el letrero amarillo y azul.
Dentro está la civilización. Split es un lugar donde todavía persiste la civilización. Está permitido fumar, está permitido tocar, está permitido saludar cuando se entra. El Palacio es un lugar muy civilizado.
Y alli, mientras te pueblan la mesa con desayuno suficiente para todos los tercios que custodian el consulado, comprendes el sentido de la frase de Diego. EL camarero os habla en español y tú, acometido en el ánimo por la imagen de las ruinas, le comentas que allí debio pasarse mal. El hombre se sorprende como si no entendiera y tú lo repites muy despacio, con esa cortes displicencia del español hacia el extranjero que tiene la desgracia de desconocer el castellano. El se encoge de hombros.
¡Ahhh, la guerra! Bueno, eso ya pasó.
Un camarero de Split construye la mejor Ley de Memoria Historica, Diego vuelve a su Trabajo y tú enciendes un cigarrillo mientras apuras el desayuno esperando que una llamada telefónica te recuerde que en tus homornas son el principal motivo por el que te hallas en esa ciudad.
Split, Croacia, no es un buen lugar para vivir. Es un buen lugar para estar vivo.
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