Ayer hablé por teléfono. No es algo que sea digno de mención. Yo, como todos, lo hago todos los días varias veces. Pero la conversación me dio pie a pensar en algo -¿Por qué será que mantengo ese nefasto vicio del pensamiento abstracto?-.
Alguien, un amigo, me llamó para anunciarme que tiraba la toalla. Que se había cansado de intentar mantener una situación familiar insostenible y que, por tanto, renunciaba a ella. Se trataba a algo parecido al típico folletín televisivo revivido por esa serie costumbrista y anodina llamada Mujeres Desesperadas, que recupera para audiencias costumbristas y anodinas situaciones que ya eran antiguas en las novelas por entregas de tiempos de La Regenta.
Su madre y su mujer -porque él es de los que tienen mujer, no pareja, ni compañera, ni "chica"- eran incapaces de vivir juntas, se hacían la vida imposible y el había decidido que ya no aguantaba más. Así que, desalentado y deprimido, abandonaba a una y otra. Pero lo que me hizo pensar no fue la situación. Fue la reacción.
Mi amigo se quejaba amargamente de que nadie había valorado todo lo que había hecho para que las cosas funcionaran.
¿Cómo si a alguien le importara?
El esfuerzo no es algo que se valore per se. Estamos tan acostumbrados a intentar lograr nuestros objetivos sin emplear el repelente concepto de esfuerzo que, cuando lo usamos, a despecho de nuestros propios impulsos, creemos que merecemos por ello una medalla; que todos deben parar un momento y aplaudirnos. Que el mundo debe hacer la ola a nuestro paso.
Es una cuestión de hipocresía, de falsa solidaridad.
Lo que no parecía entender mi amigo es que él no se esforzaba por su madre y por su mujer. Él se esforzaba por si mismo. Era una situación que nadie salvo él quería; en la que nadie salvo él estaba cómodo. Su esfuerzo era tan egoista que sólo buscaba su propio beneficio, ignorando que los demás involucrados en su pequeño drama doméstico no estaban por la labor; no tenían interés alguno en que esa situación se mantuviera y se hiciera factible.
Su mujer no necesita para nada a la suegra y la suegra no requiere para nada a la nuera ¿Alguna vez le ha importado que es lo que quieren ellas?
La verdad es que no. Enrocado en su decisión de hacer posible una situación que sólo su mente y su deseo necesitan, ha gastado su esfuerzo, su vitalidad y su capacidad en intentar forzar algo que dos personas de tres no deseaban. Como si la mayoría no tuviera la capacidad de decisión en las cuestiones sentimentales y domésticas.
En fin, somos tan egoístas que trabajamos por nuestro propio beneficio afectivo y encima exigimos que los demás nos lo valoren aún cuando a ellos no les reporta beneficio alguno, sino frustraciones y quebraderos de cabeza.
Nuestro trabajo, nuestra energía, se centra en no renunciar a nada. Puede que el esfuerzo nos resulte algo indeseable. Pero la elección es un anatema.
Madre o mujer; marido o amante; dignidad o seguridad... Es una cuestión de elección. Simplemente. El esfuerzo es para cuando la elección se ha hecho.
Pero mi amigo negó la elección y realizó un esfuerzo egoista -aunque posiblemente bienintencionado- para no privarse de nada.
Y ahora, tras el esfuerzo baldío, tras el trabajo perdido y el cansancio acumulado, se parapeta tras las acusaciones de ingratitud y lo abandona todo recurriendo al último reino absoluto del egoismo, al último territorio en el que la elección se omite por herética: la soledad.
¿Cuantos de nosostros y cuantas veces hacemos eso?
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