El cambio solamente es posible en los momentos en los que es necesario. No sirve de nada decir que se va a cambiar, no sirve decir se ha cambiado. Solamente sirve cambiar. Cambiar en la bonanza es sencillo, es fácil, solamente requiere algún ajuste de actitud, algún pequeño sacrificio que llega sin esfuerzo. pero la demostración del cambio, no de la voluntad de cambio, no de la esperanza del cambio, llega únicamente cuando es necesario, cuando la situación nos obliga a tomar decisiones a tirar de recursos.
Es entonces cuando nuestras elecciones, nuestras decisiones y nuestras acciones demuestran nuestro cambio. Es entonces cuando cambiamos. Aunque no lo hayamos dicho, aunque no lo hayamos prometido.
Y todo este prefacio, que pareciera destinado a un libro de auto ayuda o a una terapia de pareja, solo viene al caso por una circunstancia, por uno de esos mensajes subliminales que nos envían en estos días la prensa y los informativos a todos aquellos que estamos acostumbrados a leerlos y tratar de interpretarlos: Europa no ha cambiado, no sabe hacerlo; Estados Unidos no ha cambiado, no halla el modo de hacerlo; nuestro Occidente Atlántico no ha cambiado, no puede hacerlo. Nosotros no hemos cambiado, no queremos hacerlo.
Hemos tenido la oportunidad de hacerlo, pero no lo hemos hecho. Estamos teniendo la obligación de hacerlo, pero somos incapaces de asumirlo. Por más que lo dijéramos en los atriles electorales de Chicago, por más que lo firmáramos a los pies de las murallas de Maastrich, ahora tenemos la necesidad de cambiar y no sabemos como hacerlo. No queremos hacerlo.
Porque la realidad se empeña en ser cruel con nosotros. Cruel como lo es para la mayoría de los seres atlánticos aquel que nos dice la verdad sin importarle nuestros sentires, sensibilidades o padeceres; cruel como lo es el amigo o el amante que nos dice que lo estamos haciendo mal, que estamos siendo injustos, que no podemos ser como hemos decidido ser. Cruel como solo puede serlo la realidad y sólo puede serlo para nosotros, los adalides occidentales de la percepción por encima de todo.
La historia está siendo cruel con Europa porque le ha puesto en bandeja la oportunidad de cambiar. Porque ha sacado a la luz que el Viejo Continente -hoy más viejo que nunca- está incapacitado para mutar, para reconstruirse, para reinventarse. Para en definitiva hacer el cambio que se supone que había firmado hacer hace muchos años.
Eso significa Schengen.
Ya tuvimos la oportunidad, quizás era menos evidente, pero ya la tuvimos. La historia nos mando el primer aviso cuando el sistema económico que parecía vencedor, que parecía inalterable se vino abajo, se derrumbó con estrépito, obligándonos a hacer algo. Obligándonos a cambiar.
Y en esa ocasión pareció, solamente pareció, que habíamos cambiado. O al menos que estábamos haciéndolo. Irlanda cayó y fuimos en su ayuda, Grecia cayó y la apoyamos, Portugal cayó y la sostuvimos. Parecía que habíamos aprendido a actuar coordinadamente, a considerarnos un todo aunque algunos protestaran, a no eludir las responsabilidades de unos con otros, aunque muchos siguieran anclados en su nacionalismo egoísta de andar por casa y por urnas provinciales.
No tocamos el sistema, no lo cambiamos, no modificamos algo que ya había muerto, eso es cierto. Nos limitamos a insuflar dinero donde hacía falta, a salvar los bancos, a poner algún que otro control ya seguir adelante. Pero por lo menos parecía que algo había cambiado.
Por lo que se ve no fue lo suficiente para la realidad y para la historia que seguían con la mosca tras la oreja con respecto a ese cambio anunciado desde el principio del milenio que se suponía que iba a unificar Europa y hacernos a todos partícipes de un mundo más coordinado, más solidario.
Así que, como los dioses olímpicos ancestrales o como el karma oriental de las modas modernas, la historia y la realidad nos mandan otra prueba en forma de tunecinos, libios, argelinos, marroquíes, turcos, egipcios y toda una serie de seres venidos de tierras en guerra y en conflicto, que se acercan al patio de nuestra casa para huir de situaciones de las que, por desidia, interés o voluntad directa, el Occidente Atlántico es como poco parcialmente culpable.
Llaman a nuestra puerta y nos gritan: ¡Cambiad!
Y nosotros, agotados por el ciclopeo esfuerzo de simular que hemos cambiado, derrengados por el titánico trabajo de prometer que íbamos a cambiar, ya no podemos hacerlo.
Cuando Europa necesita una solución solidaria, coordinada y global no para sí misma, sino para el resto del mundo, su incapacidad de cambio se hace patética y dolorosamente palpable.
Podíamos haber diseñado una forma de acogerlos, podíamos haber acelerado -incluso militarmente, no seamos hipócritas- el fin de sus conflictos, podíamos hasta haber cerrado nuestras fronteras externas -algo nada solidario, por cierto, pero innegablemente coordinado y global-, pero en lugar de eso nos limitamos a demostrar que no hemos cambiado.
Anulamos el espacio Schengen, nos cargamos la libre circulación de ciudadanos. Damos un siglo marcha atrás y nos enrocamos en el sueño de aislamiento seguro que nos ha hecho ser los artífices de dos guerras mundiales y ni se sabe cuantos conflictos locales, civiles, estatales e intracontinentales.
Creemos que podemos recuperar la opción de las aduanas y los controles fronterizos pese a que llevamos un cuarto de siglo afirmando haber hecho la elección de lo contrario. Ignoramos que, una vez que se hace una elección desaparecen, por pura coherencia, las oportunidades de vuelta a las otras opciones.
En lugar de afrontar la necesidad de cambio recurrimos a lo que somos, a lo que siempre hemos sido y anulamos lo único que nos hacía diferentes. Nos desdecimos y queremos volver al principio, pese a todos los eslóganes de cambio, pese a todos los discursos grandilocuentes de transformación, pese a toda la mutación anunciada, prometida y fingida.
Somos un grupo de tribus que sólo pelean juntas si les viene bien, que sólo caminan juntas si eso llena sus silos de grano y sus odres de vino, somos una caterva que cuando no hay enemigo común se dedican a buscarse las cosquillas a solventar los problemas por su cuenta, a proteger sus tierras y solamente sus tierras de los peligros y los problemas sin importarles las de los demás y mirando a otro lado cuando alguien pide ayuda o atención.
Somos los mismos que peleaban por el Helesponto entre ellos, que se enfrentaron por Alsacia y Lorena, que batallaron por las misiones guaraníes, que guerrearon por la cuenca del Rurh, por la marca hispánica, por las colonias indias o por la sabana africana.
No somos Europa porque nunca lo hemos sido. Somos las ciudades mesopotámicas, las polis helenas. Somos las Tribus Godas
Pese a que juramos que habíamos cambiado, que eramos e íbamos a ser diferentes, cuando ha llegado el momento no hemos sabido cambiar. No hemos sabido dejar de ser nosotros mismos.
Como no dejamos de serlo cuando alguien nos deja claro que, por más que nos venga bien, no podemos ser como hemos decidido ser, como no dejamos de serlo cuando los crueles adalides de la realidad -cada vez menos en esta sociedad nuestra- nos lanzan en brazos de nuestros defectos, nuestras incoherencias, nuestros egoísmos o nuestras necedades.
Nuestro continente, sus gobernantes y sus votantes, como nosotros mismos, se tapa los oídos y cierra los ojos a la realidad de lo que debería ser para conformarse con la percepción de lo que le viene bien ser. Un clásico.
¡Que cruel es la realidad con nosotros!, ¿por qué nos fuerza a estos esfuerzos? ¡Malhadada historia que deja al descubierto que no somos lo que decimos ser y nunca lo seremos!
Pero si la historia y la realidad están siendo crueles con Europa, con Estados Unidos, el otro eje vertical del Occidente Atlántico, están siendo realmente perversas.
Pero, como dirían los cuentacuentos infantiles: eso tendrá que ser contado en otra ocasión. Por ahora nos quedamos con el llanto europeo:
Y dos palabras lo demuestran, nos lo arrojan a la cara. Dos palabras que, en principio, mada tienen que ver. Dos palabras Schengen y Osama que hoy, para nosotros son una sola cosa, son sinónimos perfectos de un mismo síntoma mortal en nuestra civilización atlántica: inmutabilidad, incapacidad para el cambio. Dos palabras crueles.
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