Mientras los comedores escolares languidecen y acaban desiertos por falta de pago, mientras hay colegios a los que las lluvias se llevan casi enteros porque sus barracones, que eran para unos meses, van ya para un lustro, mientras los alumnos universitarios desaparecen de los campus virtuales por millares, expulsados por la falta de pago que impone la crisis, la ausencia de becas y el descenso de recursos económicos de sus progenitores, el ministro de Educación, el desafiante e impertérrito José Ignacio Wert, aprueba por fin su famosa Ley de Educación.
Inasequible al desaliento en servir a sus intereses ideológicos, impermeable a las críticas y rechazos expresados por toda la comunidad educativa, Wert saca adelante una ley que se antoja mas cercana a la de Moyano, allá por los tiempos de Alfonso XII, que a cualquiera que prevalezca en nuestro entorno.
Se podría contestar uno por uno a los puntos de esta ley, se podrían presentar todas las estimaciones y estadísticas que demostraran el desastre que supone -de hecho, se han cansado de hacerlo y no ha servido de nada-, pero no sería de utilidad. Wert no ha escuchado y no escuchará. No puede y no quiere hacerlo.
Porque esta ley educativa es un cuerpo extraño en una sociedad moderna, es como un ovni que haya posado sus letales tres patas sobre el suelo de nuestro país y dispare desde las alturas a diestro y siniestro.
Porque ese trípode que sustenta el ovni es el auténtico amo y señor de la Ley Wert. Puede que el ministro la pilote, pero sus dueños son otros.
El primero de los amos y soportes de la Ley educativa es la empresa.
Pero no nos engañemos, no la empresa moderna, no la empresa inteligente, sino la más rancia y arcaica, heredada del caciquismo y el señoritismo de antaño, encumbrada a la presencia social por los nada desdeñables ejemplos de los que comandan la CEOE.
Esos empresarios que miran a otro lado cuando la realidad les demuestra que las corporaciones que más dinero ganan son las que mejor pagan a sus empleados, las que más dinero invierten en la preparación de los mismos, las que más parte de sus beneficios destinan a investigación y desarrollo.
Esos empresarios que solamente desean seguir pudiendo gastar a amos llenas en fiestas y lujos, que sus trabajadores trabajen todas las horas que ellos demanden, que cobren el mínimo posible. Aquellos que pretenden contratar profesionales por el precio de un pinche de cocina y al pinche de cocina hacerle trabajar gratis.
Eso son los que necesitan que la mitad de la juventud española sea arrojada del sistema educativo a las primeras de cambio, que se les envíe a una formación profesional sin expectativas de futuro, que se les transforme en operarios prácticamente siervos, que solamente conocen las cuatro reglas y la lectura básica y que no pueden aspirar a trabajar por mas de setecientos euros mensuales.
Esa es la primera pata del objeto volante no identificado que se apoya sobre nuestra sociedad en forma de reforma educativa del ministro Wert.
La segunda es el negocio. El sagrado y sacrosanto negocio.
Pero no de los que han hecho de la calidad educativa su negocio. No de los que ganan millones y prestigio a fuerza de mantener sus criterios de selección en niveles de excelencia, como las míticas universidades estadounidenses de Harvard o Yale; no los que no prometen regalar lo que la naturaleza no da, como la decana salmantina de nuestras universidades; no aquellos que no dejan escapar a un genio por dinero y que son capaces de pagar hasta la última moneda de sus gastos con tal de que estudie entre sus muros.
Sino los otros negociantes de la educación Los que necesitan una educación pública destruida para que la privada (o concertada) sea la única opción, aquellos que cobran por materiales que no dan, por el transporte, por el uniforme, por todo lo que se les ocurre y tan solo aceptan a los alumnos que no suponen un problema, que no les obligan a invertir más en profesores de apoyo o de desdoble, en especialistas docentes. Los que necesitan que no haya enseñanza pública para poder bajar aún más el caché salarial de sus profesores. Para tratar como pinches de cocina a aquellos que son uno de los colectivos profesionales más necesarios para una sociedad.
Y justo al lado de ese brazo del trípode se sitúa el tercero, el que completa el precario equilibrio que mantiene este aparato alienígena pilotado por Wert que acaba de invadirnos.
Aquella pata con la que topara el bueno de Alonso Quijano y con la que, por más que intentemos esquivarla, terminamos siempre tropezando en estas tierras: la iglesia católica.
Pero no la iglesia católica de los teólogos que hablan de fe sentida y no enseñada, no la de aquellos padres que hablan del ejemplo como motor de la enseñanza de la fe o del templo como núcleo central de la experiencia religiosa. Ni siquiera la de la pura doctrina vaticana que defiende desde hace siglos que la catequesis -la catequesis, no la asignatura de religión- es la piedra angular de la educación de los nuevos cristianos
Sino la iglesia de La Conferencia Episcopal, la que mide la fe en número y no en calidad de fieles, la que se felicita de la inclusión de la religión como asignatura de media porque la decisión hace frente a "las dificultades legislativas y administrativas, la indiferencia e infravaloración por parte de padres y alumnos, y hasta el menosprecio que la enseñanza religiosa experimenta entre los conocimientos científicos y sociales", ignorando la mayor de que la religión no es ni ha sido nunca, ni para propios ni para extraños, una ciencia social. No puede serlo. Hasta Tomás de Aquino sabía eso. Por no Hablar de San Agustín de Hipona.
La iglesia que se atreve a decir que "la enseñanza religiosa escolar está al servicio de la evangelización", ignorando los principios fundamentales del Estado en el que viven y lo más grave de la religión que dicen defender. Ignorando las palabras de aquel al que llaman mesías que les conminó en varias ocasiones a predicar con el ejemplo y dejar que la gente -en especial los niños- se acercaran a ellos, no a imponerles su visión del mundo cuando no están en edad ni en condiciones intelectuales de asimilarla ni de rebatirla.
Esos son los tres brazos del trípode en el que se asienta la reforma educativa que pilota Wert, los tres amos, las tres razas alienígenas que invaden nuestra sociedad.
Tres razas extrañas que ya no tienen cabida en nuestros tiempos, que fueron expulsadas una por una de los ejes del poder a lo largo de la historia y que ahora se han unido de nuevo para intentar recuperar lo que la historia les arrebató para dárselo a sus legítimos propietarios: o sea nosotros.
Así que, por mas Consejos de Ministros que la aprueben, por mas mayorías absolutas que la refrenden, por más revistas patronales que la apoyen y cartas pastorales que la bendigan, solo nos queda una cosa por hacer y seguir haciendo.
Lo que se hace contra cualquier invasión alienígena. Luchar, aunque pensemos que no podemos ganar, aunque temamos que no sea suficiente.
Porque no podemos convencerlos. Los alienígenas no entienden nuestro lenguaje, no entienden nuestros principios. No entienden nuestra libertad. No entienden nada salvo que demostremos ser más fuertes que ellos y más libres que lo que ellos quieren que seamos.
1 comentario:
Muy acertado artículo. Gracias mil.
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