Corría el verano de 1536 y la ciudad de Roma agonizaba de calor. En una taberna cercana a la vía Appia un pintor, solamente conocido por su nombre, también ardía. La temperatura exterior era la menor de sus causas de ardor. La desesperación, la indignación y el Chianti, en el que había gastado hasta el último de los 30 ducados que el Santo Padre le había pagado antes de despedirle, eran los principales motivos de su acaloramiento.
Julio II, el papa que nació para rey, había echado una sola ojeada al trabajo de Buonarotti a medio terminar, apenas esbozado, y había decidido rescindir su contrato. Miguel Ángel se ahogaba en la desesperación mientras Julio II paseaba por su inacabada Capilla Sixtina acompañado de Brunellesci, glorioso arquitecto y poco más que mediocre pintor.
El acompañante del santo padre contempló los esbozos medio borrados y atisbó la mirada de desasosiego de Julio II antes de afirmar que él, al menos en lo que veía, no encontraba nada erróneo. “Erróneo no. Estaba muerto”, contestó el Papa Julio.
Y el prelado que ansiaba ser emperador recurrió a Brunellesci, que no llegó a atreverse a hacer un solo trazo; contrató a Pinturicchio, que resultó demasiado formal; pago a Sandro Botticelli, que se le antojo exento de grandeza; hizo llamar de su retiro a Cosimo Rosselli, que volvió a su retiro algo más rico pero carente de la gloria que finalizar la obra le hubiera otorgado.
Pero Julio, el Papa Julio, necesitaba tiempo para sus guerras y sus barraganas y precisaba atención para sus tratados y sus alcobas. No podía permitirse el lujo de seguir jugando al gato y al ratón con su grandeza y su posteridad. Así que volvió a llamar a su arquitecto jefe y Brunellesci volvió a decir lo mismo.
Julio se fue a su enésima guerra y un pintor conocido solamente por su nombre de pila volvió a encargarse de decorar la capilla que habría de llevar a la historia y la grandeza al más secular de los, ya de por si, seculares papas de su época.
Cuando, a la vuelta de su derrota, Julio II contempló la capilla ya acabada, por un momento pensó que su pintor sin apellido le había tomado el pelo. Ni una sola de las figuras había cambiado de posición, ni un sólo cuadro había abandonado los techos, ni una sola escena había sido movida o alterada.
Cuando estaba a punto de desenvainar su espada y hacer correr la sangre allí mismo, en suelo sagrado, observó el rostro del Creador pintado en lo más alto del techo y por un momento creyó ver que no aprobaría su acto. Si Dios seguía vivo pese a él, a sus pecados, a sus barraganas piamontesas y a sus guerras, por fin se había mudado a la Capilla Sixtina.
Julio colmó a Buonarotti de agasajos y tiempo después murió, lentamente y a lo grande como ocurre todo en la iglesia romana. Su secretario dijo en el conclave que su último pensamiento fue para la gran capilla que había decorado el pintor Buonarotti: “Resulta increíble como puede pasarse de la muerte a la vida sin cambiar una sola forma”.
Nicola Burgadi, camarlengo vaticano, había asentido a estas palabras y había decidido guardarse para si las verdaderas últimas palabras del pontífice guerrero: “Parece que el amor a Cristo inspiró menos pasión que el odio a su Vicario”. Y el más apasionado de los herederos de Pedro inició su ampuloso pero directo camino hacia el infierno.
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