Haití muere. Es una afirmación tan obvia y reiterada que no merecería un post. Una encendida elegía quizás, un lacrimógeno epitafio probablemente, pero no un post. Un post es demasiado banal para hablar de estas cosas.
Pero la épica de las elegías y la tristeza de los epitaficos no son lo adecuado para, esta, la enesima ocasión en la que Haiti muere y sigue muriendo. La banalidad de un post nos permite ir más allá, nos posibilita decir aquello que callamos cada vez que un Haití, una Somalia o una Eritrea mueren ante nuestro cansados ojos y ante nuestras humedas lágrimas -a aquellos que se las provoquen-.
Pero la épica de las elegías y la tristeza de los epitaficos no son lo adecuado para, esta, la enesima ocasión en la que Haiti muere y sigue muriendo. La banalidad de un post nos permite ir más allá, nos posibilita decir aquello que callamos cada vez que un Haití, una Somalia o una Eritrea mueren ante nuestro cansados ojos y ante nuestras humedas lágrimas -a aquellos que se las provoquen-.
Un post es lo suficientemente banal para hablar de responsabilidades, de elusiones, de ciencias y de conciencias. Un post es tan banal como es cualquier cosa que podamos decir sobre la millonesima muerte de Haití. Es tan banal como nuestras lágrimas.
A Haití le está mantando el cólera, una enferdad que olvidamos porque nosotros no corremos el riesgo de padecerla, antes lo mató un terremoto y antes una casi infinita sucesiones de desastres naturales y humanos entre los que se incluyen, genocidios, tifones, guerras civiles, huracanes y hasta el nada desdeñable honor de experimentar en sus carnes y sus playas una larga ocupación y una efímera, pero con cobertura televisiva completa, invasión de Marines -¡uuuuaaaa!-.
No es por restarle importancia a la Vibrio cholerae, ni a la tectónica de placas, ni a las microgénesis explosivas, ni siquiera a los infantes de marina estadounidenses -¡Semper Fi!-, pero todo eso sería irrevelevante -y en muchos casos inexistente- si nosotros, los que contemplamos las imagenes de su cíclica agonía y muerte, no hubieramos decidido que mueriera.
Rectifico. Otros, hace mucho tiempo, decidieron que Haití muriera. Nosotros sólo hemos decidido dejar que siga haciéndolo.
Los hidalgos venidos a menos que pusieron su pie en Haíti hace siglos no podían saber que había un motivo para que esa isla no estuviera apenas habitada así que, como les hacía falta mano de obra, la llenaron de esclavos traídos de otras tierras para aprovechar aquello que podía ofrecerles.
Los navegantes y reyes no podían saber que la geografía es sabia y que tenía que haber algún motivo oculto bajo la tierra para que la humanidad no hubiera prosperado en esas latitudes. Es posible que si lo hubieran sabido les hubiera dado igual, pero no podían saberlo. Ellos fueron los que comenzaron a matar a Haití.
Los gobiernos coloniales y descoloniales -si se me permite la expresión- que abandonaron a aquellos que llevaron a la isla a su suerte cuando el gasto de proteger y transportar los recursos que se producían fue mayor que los beneficios que generaban, quizás supieran que con eso condenaban a la miseria a una población que no había pedido ir a esas tierras y esos mares y que había sido puesta en el filo de la navaja de la supervivencia greográfica, metereológica y geológica. Es posible que alguno tuviera una remota intuición de que eso podía ocurrir, pero no se les puede pedir que les importara. Ellos siguieron apuñalando Haití por la espalda.
Pero nosotros ¿qué excusa tenemos nosotros?
Nosotros tenemos la historia y la geografía para saberlo, la metereología y la geología para reconocerlo y lo hemos ignorado.
Hemos permitido que un líder antiproclamado convirtiese el vudú y los sacrificios de pollos en una forma de gobierno porque no había nada que nos importara en esas tierras; permitimos que alguien escenificara una invasión sólo para subir sus niveles de popularidad porque no teníamos planeado ir de vacaciones a sus playas.
Hemos permitido que año tras año y década tras década líderes mesiánicos y gobiernos títeres se gastaran en armas dinero que no tenían y guerdaran en cuentas suizas fondos que nos les pertenecían.
Ahora Haití no tiene canalizaciones y el cólera la mata. Ahora Haití no tiene estructuras ni edificios que soporten un terremoto y muere cada vez que la tierra tiembla. Ahora Haití no tiene una sociedad estable y organizada y, cada vez que arrecia el hambre, sus propios odios y sus propios machetes la matan.
Y nosotros no somos culpables ¿o sí?
Sabemos como se solucionaría, sabemos que puede hacerse, pero no lo hacemos. Sabemos que toda solución a esos problemas sería tan radical, tan absolutamente brutal que exigiría empezar desde el principio. Pero no desde el principio para Haití, sino desde el principio para todos.
Cualquier solución definitiva para esos problemas nos exigiría renunciar a tantas cosas que, aunque a diferencia de nuestros ancestros, nosotros sabemos, fingimos que lo desconocemos. Y además disfrazamos nuestra fingida ignorancia de solidaridad ocasional y luego renunciamos hasta a eso, cuando nuestros periódicos nos informan de que los señores de la guerra de turno se apropian impunemente de esa ayuda.
Aunque los profetas de la economía de recursos -una idea tan bella como irrealizable- piensen de otra manera, sabemos que tenemos que renunciar a demasiadas cosas que consideramos imprescindibles para que pueblos como Haití dispusieran de elementos que son objetivamente esenciales. Sabemos que a lo peor tendríamos que renunciar a las calefacciones, a los numerosos pares de zapatos e incluso hasta a las tres comidas al día para que los que no lo tienen tuvieran agua corriente o una comida al día. Lo sabemos pero lo negamos.
Nuestra tradición judeocristiana nos hace fácil pretender que los recursos del planeta se pueden multiplicar como los panes y los peces de la fábula milagrosa de Nazaret y nos negamos a ver que la única posibilidad es repartirlos.
Todos estamos de acuerdo en que Haití, Somalia o Maymar tengan el mismo nivel que el más modesto de nosotros. Todos sabemos que eso es imposible y que la única posibilidad es que nosotros - también los más modestos de nosotros- bajemos nuestro nivel de vida para que el resto del mundo pueda acceder simplemente al concepto de nivel de vida. Así que todos nos mentimos y dejamos que Haití muera.
La Vibrio cholerae y su cólera, Colón y su descubrimiento, Theodore Roosvelt y su ocupación, Papa Doc y su vudú, el general Abrahams y su intervención militar, Wegener y su tectónica de placas, Aristide y su teología de La Liberación y Beaufort y su escala de huracanes nos dan las excusas perfectas para poder mirarnos al espejo de los informativos de televisión y seguir haciéndonos creer que no somos responsables de la muerte de Haití.
Y podemos estar tránquilos. Tenemos razón. No podemos ser responsables de la muerte de Haití.
Por eso un post tiene el rango de banalidad necesario para abordar este asunto. Es banal hablar de algo cuando aquello de lo que se habla ya está muerto.
Y Haití ya está muerto. Han de cambiar demasiadas cosas para que esa y otras muchas tierras puedan resucitar. Y no vamos a cambiarlas.
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