Mientras por estos andurriales nos enfangamos en torcer y retorcer programas electorales para que no parezcan decir aquello que todos sabemos que dicen, mientras empezamos a vislumbrar que eso de la primavera árabe está empezando a producir resultados que no son los que nos gustan, porque nada de lo que a nosotros nos guste le vendrá bien al resto del mundo, se ha producido un hecho -un incidente, que se diría ahora- ante el cual, aunque no nos pasa desapercibido, corremos el riesgo de no percibir la verdad que con él ha sido expuesta.
Los griegos, un griego en particular, Papandreu, decide lo que hasta ahora no había decidido nadie -porque, para nosotros, los islandeses no son nadie- en esto de la crisis económica que nos está desmoronando.
Quizás por pura desesperación, quizás porque quiere tener una excusa para no pasar a la historia como el causante del colapso griego o quizás porque, de repente, se le han activado las reminiscencias genéticas del pueblo creador del sufragio y la democracia, decide que sea el pueblo griego el que elija si quiere ser salvado o si quiere ver La Hélade arder en el apocalipsis de un liberal capitalismo que otros inventaron.
Y ese simple hecho, esa pírrica victoria de una democracia que se ve abocada a elegir entre la muerte y la nada de un sistema económico que ya ha causado estragos en otros sitios y en otros tiempos, hunde los mercados, dispara las deudas nacionales, hace sonar las alarmas, pone en marcha presiones extranjeras de una embergadura tal que pareciera que Papandreu ha decidido anexionarse Malta, Chipre e incluso las legendarias Iliria y Macedonia.
Los mercados se colapsan, los expertos se asustan, los países presionan, los poderosos amenazan y casi parece que el primer ministro griego hubiera decidido declarar la cuarta guerra médica.
Nos dirán que es porque el euro se tambalea, nos contarán que es porque hay países -Francia y Alemania, siempre son Francia y Alemania- que no están dispuestos a arriesgar su dinero en balde, nos explicarán que la economía necesita un clima de confianza y estabilidad para recuperarse, nos dirán que es porque el sistema económico no puede soportar la posibilidad de que Grecia no sea rescatada, afirmarán que es por el bien de la Unión Europea y de su futuro.
Pero todas esas verdades parciales, todas esas afirmaciones ciertas si se observa la realidad solamente a través de una cara del prisma, escasamente sirven para ocultar otra verdad, para alejarnos de aquello que se descubre sin dificultad cuando se contempla la situación sin prisma preconcebido alguno.
Solamente sirven para disimular un hecho que dejó de percibirse cuando, con la caída del muro de Berlín, con la Perestroika de Gorvachev y con el liberal comunismo de China, pareció que habíamos vencido económicamente a aquellos que habían apostado por otro sistema.
Todas esas explicaciones solamente ocultan el hecho de que el capitalismo, los mercados y el liberalismo no son compatibles a nivel alguno con la democracia.
Los mercados, y el liberalismo sólo pueden sobrevivir como sistema económico si funcionan como una dictadura, como una tiranía de sabios que imponen lo que hay que hacer y lo único que se hace en cada momento. Y el miedo al referéndum griego es la demostración palpable de ello.
Alemania y Francia de repente se vuelven despóticas, económicamente tiránicas, y se apresuran en afirmar que el rescate es "la única forma posible de salvar Grecia y el Euro". Saben que es mentira, saben que hay otros sistemas económicos que se pueden aplicar, saben que cuando hablan del euro hablan de otra cosa, que cuando apelan a Grecia hablan del mercado y la deuda griega, no de la población, de sus parados y de sus ciudadanos. Lo saben. Pero lo callan para que parezca otra cosa.
Cuando cayó el comunismo, un sistema al que occidente estaba enfrentado -nadie sabe muy bien por qué motivo-, las cosas parecieron quedar claras. Es un hecho que el llamado comunismo real no creía ni siquiera aparentemente en la democracia y entonces, como en otras cosas era el opuesto absoluto a nuestro sistema económico, se antojó, por comparación, que el liberal capitalismo sí creía en ese sistema político.
Y ahora, cuando acuciados por la necesidad de decisiones que otros no toman por nosotros, nos acordamos de que el poder reside en nosotros es cuando esa creencia comparativa del democratismo de nuestro sistema económico se desvanece como la cortina de humo que siempre fue, que nunca dejó de ser.
Ahora es cuando nos damos cuenta de que los mercados no solamente no son democráticos, sino que no existen.
Nos hemos acostumbrado a esa referencia intangible, a ese nuevo olimpo inalcanzable e invisible, que es el concepto de "los mercados". Cuando nos hablan de ellos casi se nos forma la imagen de ciencia ficción de entidades incomprensibles pensando y tomando decisiones por si mismas, sin colaboración del intelecto humano.
La dinámica comunicativa del sistema económico que ahora se tambalea hasta llegar a un palmo del suelo ha transformado los mercados en el nuevo remedo mágico de los espíritus, que castigan o recompensan según su criterio sobrehumano a los humanos que son capaces de descifrar su arcano lenguaje. Incluso parecen esa inteligencia artificial de Skynet que piensa más allá de nosotros.
Pero eso es tan falso como que los mercados pueden convivir con la democracia. Porque los mercados simplemente están compuestos por las personas menos demócratas de la historia de la humanidad.
Los accionistas, los inversionistas, los brokers son las inteligencias que mueven los mercados. Seres humanos que han optado exclusivamente por el beneficio a cualquier precio, de cualquier manera, a costa de lo que sea necesario.
Manipuladores e intercambiadores de dinero virtual que no pueden permitir que las acciones de la economía estén regidas por lo que demandan aquellos que no tienen como prioridad única sus cuentas de resultados, sus balances de beneficios y sus cuentas corrientes encriptadas en Las Islas Caimán o en Luxemburgo.
Los mercados no pueden tolerar que la decisión del rescate griego repose sobre los hombros de los propios griegos porque entonces es posible que las caprichosas deidades olímpicas dicten a la conciencia helena que no quieren ser salvados y entonces no habrá inyección financiera y los réditos de sus inversiones en deuda pública se reduciran a cero, y los juegos bursátiles con la economía y las empresas griegas les colocarán en insalvables y eternos números rojos.
Puede que, en el más apocalíptico e improbable de los casos, esa decisión reduzca Grecia a una economía de subsistencia en la que, como sus antepasados, solamente tengan cabras, queso, vino, pan y aceitunas para alimentarse. Pero Grecia y los griegos tendrán al menos eso. Los mercados -es decir las personas sin escrúpulos que los manejan- no tendrán nada salvo deudas porque hace tiempo que dejaron de saber cultivar, pastorear y ordeñar.
Y El liberalismo está exactamente en la misma posición.
Durante siglos ha mantenido o intentado mantener la ficción de que era un sistema económico que era perfectamente compatible con la democracia y durante todos esos siglos ha conseguido que la democracia jamás afectara al sistema económico.
Ha impuesto cuotas de desregulación y de iniciativa privada que ningún ciudadano que realmente crea en el gobierno del pueblo en beneficio del pueblo -o sea en la democracia- puede tolerar.
El liberalismo no tiene ningún problema con que el pueblo elija a sus gobernantes. No lo tiene mientras esos gobernantes decidan el color del uniforme de la polícia, la fecha de comienzo de la liga de futbol o la letra definitiva del himno nacional. Pero no puede tolerar la democracia economica.
Los hijos de John Stuart no pueden consentir que la voluntad del pueblo marque los criterios en los que se debe basar la actividad económica.
Y por eso ahora, cuando la desesperación de Papandreu le lleva a recurrir al pueblo heleno como hoplos tras el cual protegerse del ataque de la crisis, el liberalismo y sus garantes caen de hinojos y le rezan a San Adam Smith para que no consienta que los griegos tengan el poder de decidir sobre su propia economía.
No vaya a ser -el divino Stuart Mill no lo quiera- que ellos prefieran un sistema en el que los beneficios empresariales se controlan y se reparten en el que la deuda pública se emite con intereses controlados que no ahoguen al Estado, en el que los impuestos beneficien a los trabajadores y graven a los inversores, en el que el gasto público se encamine a las necesidades reales de la ciudadanía y no al mantenimiento de los beneficios de unas empresas u otras.
No vaya a ser que por fin se den cuenta que un sistema económioa que se basa en la ley de la jungla de la competencia salvaje y descontrolada no tiene nada que ver con la democracia, ni con la protección que está se supone que tiene que garantizar a los que la han elegido como forma de gobierno
Porque la democracia se inventó para minimizar la lucha salvaje por la supervivencia y el darwinismo social que acarrea la prevalencia del económicamente más apto. Y eso, exactamente eso, es lo que imponen y quiere seguir imponiendo el liberalismo y el neoliberalismo.
Así que, por mas cortinas de humo y teorías que se hayan construído y formulado, una cosa y otra no tienen nada que ver. Nunca tuvieron nada que ver.
Y ni siquiera merece la pena afirmar que el capitalismo es esencialmente contrario a la democracia.
El capitalismo nunca ha tenido nada democrático porque el dinero no es democratico, porque el capital nunca va a consentir una decisión en la que participen todos aquellos que lo han generado de forma equitativa y en grado de igualdad.
Hará conscesiones como un déspota benébolo, permitirá controles como un tirano concienciado. Pero su alma económica -curioso concepto que sería divertido desarrollar- siempre tiene claro que el dinero es suyo y tiene derecho a hacer con él lo que quiera.
Y por eso se desgarra cuando un político, uno de esos políticos que ellos manejan con sus prestamos, sus contratos, sus donaciones, decide quitarles el poder de decisión sobre la economía y dárselo a aquellos que son la principal contribución a la generación de capital y los que menos beneficios obtienen de él.
El capital -entendido este como el dinero y sus poseedores, no como el concepto perverso e inmutable del maxismo- ha hecho todo lo posible para que la democracia no exista. Para mantener su ficción sin que se note que es simplemente eso, una ficción.
Más alla de las teorías conspiranoicas tan de moda en muchos campos, más allá de los mitos del Club Bilderberg y de la siempre atrayente leyenda de la masonaría capitalista, está demostrado que el capital controla las elecciones en todos los países, manejando las campañas; está demostrado que el complejo militar industrial dicta la política de defensa estadounidense, que las multinacionales marcan la política energética de prácticamente todos los países industrializados, que las grandes corporaciones influyen y direccionan la política tecnológica, sanitaria e incluso educativa de las naciones occidentales.
No les hace falta conspirar masónicamente con una copa de coñac en una mano y un puro en la otra, no les es necesario establecer organizaciones de acción directa que entierren a Hoffa en cemento, rompan las huelgas en Italia o coloquen y apoyen dictadores en uno u otro país -aunque también lo han hecho-.
El capitalismo no es democratico ni puede serlo porque simplemente se ha asegurado que la dirección de uno u otro voto no sea relevante y que cualquiera de los elegidos haga lo que ellos y su dinero han impuesto que debe hacerse.
Y por eso tiemblan, se exaltan, tiran de influencia y de presión cuando un individuo que se suponía que formaba parte de su entramado amenaza con dar la decisión del futuro económico de un país a los habitantes de ese estado.
No quiera el dios ignoto del capitalismo que se acostumbren y luego decidan que su política enérgetica cambia, que su política de defensa cambia, que el capital no tiene porque estar, una vez amortizado, recibiendo muchos más beneficios que el trabajo que lo genera, que los contratos con las multinacionales que crean empleo no por ello deben marcar la política de un país en ese sector.
De modo que las tres fuerzas más antidemocraticas que ha generado la historia de Occidente desde los tiempos en los que San Pedro recorrió Roma se sienten ahora amenazas por un simple y directo ejercicio de democracia como es un referéndum. Temen que todos descubramos que ellas nada tienen que ver con la democracia.
Y eso es algo que deberiamos saber desde hace tiempo, pero que nos hemos negado a reconocer porque nos venía bien, porque parecía que nos daba dinero y estabilidad, porque nos permitía no preocuparnos de la economía.
Podemos echarle la culpa a los bancos, a las entidades que escrutan la deuda pública, a los inversores o las grandes corporaciones, pero lo cierto es que hemos sido nosotros los que, anclados en los beneficios individuales, en las necesidades egoistas, no nos hemos preocupado de ver y combatir lo que estaban haciendo con el poder que la sangre y la lucha de otros nos concedieron hace muchas generaciones.
Y de eso no podemos echarle la culpa al capitalismo, al liberalismo ni a los mercados. La culpa de eso solamente la tiene el espejo que refleja nuestra imagen de egosimo radical e incurable.
Puede que la historia sea cíclica de verdad y de nuevo surja en Grecia una forma diferente de concebir el gobierno, una forma en que por fin, después de siglos de colapsos y falsas apariencias, la democracia económica exista. Y puede que hasta se exporte.
Pero no conviene que pongamos mucha esperanza en ello. Es más que posible que prefiramos extingirnos como sistema y como civilización antes que asumir la responsabilidad que la democracia pone sobre nuestros hombros.
Es más que posible que prefiramos seguir disfrutando del cine, de la videoconsola y de la basura televisiva antes que aceptar el hecho de que el poder de la decisión democrática implica el deber del esfuerzo que supone que esa decisión debe ser reflexionada y tomada con conocimiento de causa.
Es más que posible que prefiramos seguir disfrutando del cine, de la videoconsola y de la basura televisiva antes que aceptar el hecho de que el poder de la decisión democrática implica el deber del esfuerzo que supone que esa decisión debe ser reflexionada y tomada con conocimiento de causa.
Me temo quie el capitalismo, el liberalismo y los mercados pueden estar tranquilos. Siglos de manipulación por su parte y de desidia por la nuestra han conseguido que no estemos dispuestos a asumir esa carga aunque sea en beneficio nuestro.
Seguiremos prefiriendo nuestras copas, nuestras compras y nuestros polvos a dedicar parte de nuestro tiempo a saber algo de la economía sobre la que tenemos que decidir.
Somos así y encima creemos que tenemos derecho a serlo. Por eso estamos muertos.
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