Por más que hayamos estudiado, por mas que hayamos evolucionado o creído evolucionar, por más que hayamos guardado reseñas y anales, historias y crónicas, vestigios y documentos, cuando llega el momento de la decisión siempre hacemos lo mismo.
Plegamos el tiempo, miramos atrás, observamos lo ocurrido y hacemos exactamente lo mismo que hemos hecho antes. Morimos de idéntica manera.
No sabemos ser cuánticos. Ignoramos o pretendemos ignorar el hecho de que para conseguir un futuro distinto es necesario tomar decisiones distintas.
Y eso es lo que les está pasando a los egregios líderes europeos auto nombrados, en virtud de su Producto Interior Bruto, como apoderados del futuro del continente. Sarkozy y Merkel, Merkey y Sarkozy, contemplan el problema, estudian las respuestas y hacen lo que ya se ha hecho, lo que ya se intentó, lo que ya fracasó.
Buscan una solución y encuentran a Teodosio.
Porque la propuesta del eje franco alemán de crear un núcleo duro del euro para soltar el lastre de los países europeos que no pueden seguir el ritmo no es más que una revisión ornamental en el espejo de aquella vieja decisión del fracasado emperador que, acuciado por la necesidad de no perderlo todo, llegó a la conclusión de que lo mejor era salvar algo. Es el remedo moderno de la división del Imperio Romano.
Teodosio -léase Merkel y Sarkozy-, agobiado por la presión de las tribus bárbaras que ya no se conformaban con las migajas -léase países emergentes- e incapaz de conseguir el grano y la comida necesaria para alimentar al imperio -léase incapaz de frenar la especulación y de obtener el dinero para mantener el Estado del Bienestar-, decidió sacrificar una parte del imperio, la más débil, la oriental -léase los países que no formarían el núcleo duro del euro- en la esperanza de que eso permitiera sobrevivir a Roma y su imperio occidental -es decir, la vieja Europa de siempre, formada por los países de siempre-.
Así que Sarkozy y Merkel no han dicho nada nuevo, no han ideado nada nuevo con lo que, por pura lógica cuántica, no conseguirán nada nuevo. El imperio occidental se derrumbará, incluso antes que el oriental. Que se lo pregunten sino a Arcadio y Honorio.
Y nosotros nos acercamos a esta noticia con miedo, con pavor, como lo hicieran los galos o los hispanos, cuando se anuncio a los cuatro vientos la división del imperio. Nos crispamos por miedo a quedarnos fuera, a ser abandonados a nuestros recursos, a tener que enfrentar a las tribus fronterizas sin la ayuda de las míticas e invencibles legiones de Roma.
Y respiramos aliviados cuando vemos que nuestra nota de selectividad nos permite pasar el corte aunque sea por los pelos, nos posibilita mantenernos en el centro de la élite económica europea.
Entonces, de repente, como el escolar cruel que se mofa del suspenso ajeno un instante después de haber tenido el corazón en un puño temiendo el propio, experimentamos un ataque de amnesia instantáneo y olvidamos que, un segundo antes, nos parecía injusto que esa división se produjera y nos dejara fuera.
De repente, asentimos complacientes y aseveramos que es injusto que tengamos que tirar de todos esos ilirios, macedonios, sirios -uy perdón, se me fue la pinza con el símil. Quería decir rumanos, búlgaros, eslovacos, eslovenos, checos, polacos...- que nos están quitando la posibilidad de seguir siendo un imperio -de nuevo mil perdones, quise decir una unión económica y monetaria- floreciente y estable.
De nuevo, como hiciera Teodosio, como hicieran el senado y el pueblo romano -el inolvidable SPQR-, sacrificamos el futuro en un baldío intento de mantener un presente que solamente se soporta en las reminiscencias de un pasado glorioso.
Repetimos el pasado en un convencimiento infantil de que no es lo mismo, de que a nosotros no nos va a pasar lo que les ocurrió a los chicos del Lacio, de que el pasado no se repetirá porque a nosotros no nos viene bien que se repita.
Y somos capaces de creernos esa respuesta infantil por dos motivos, dos motivos que parecen que no tienen nada que ver con esto ni entre sí.
Nos creemos lo increíble pese a que la historia ya ha demostrado que es imposible porque no nos hacemos las preguntas adecuadas y porque ignoramos la existencia de Plank.
Creemos que puede salir bien -de hecho Sarkozy asegura que es la "única manera posible"- porque no nos hacemos las preguntas que tenemos que hacernos.
Nos preguntamos cuántos puestos de trabajo recuperaremos si no existe la libre circulación de ciudadanos con todos esos países pero no ¿cuanto tardarán esos países en caer de nuevo en la órbita económica de Rusia y ahora probablemente de China que no tendrán, por otro lado, problema alguno en asumirlos, porque ellos no están obsesionados con el déficit, con la deuda soberana ni con la moneda común?
Nos preguntamos cuántas ayudas europeas recuperaremos si ya no es necesario repartirlas con los países de la segunda velocidad que se encontrarán fuera del euro pero no ¿cuanto tiempo tardarán todos esos países en cerrar sus mercados para protegerse también de nosotros, que les hemos dejado a su suerte?, ¿cuanto tardarán nuestros tradicionales clientes en volverse a ellos, que podrán ofrecerles lo mismo que nosotros a menor precio porque no estarán sometidos a nuestras leyes de protección laboral y regulación empresarial?
Y así indefinidamente. Miramos lo que estamos ganando ahora -o lo que podemos ganar- sin pensar en lo que vamos a perder en un futuro próximo.
Y por eso pondremos la misma cara de tontos que quiero suponer que puso Rómulo Augusto cuando, pese a la sabia decisión de su abuelo de quebrar el imperio, Genserico le saludó con la mano desde las murallas de la ardiente Roma mientras, esos sus hermanos del imperio oriental, miraban a otro lado e incluso sonreían.
Y, aparte de ese problema de interrogaciones erróneas que se anclan en el presente sin poder proyectarse en el futuro, está el asunto de Plank.
Nos negamos a aceptar que nuestro universo es cuántico, no es lineal. Nos negamos a aceptar que en la misma encrucijada que experimentó el decadente imperio romano, la única forma de dar el salto cuántico a una realidad diferente en el tiempo y a una conclusión distinta a la suya es tomar una decisión diferente.
Aunque sabemos cual es. Y lo sabemos porque es la única que no se ha tomado y que ni siquiera nadie se ha planteado tomar.
En condiciones normales aquí debería acabar este post, pero como ahora parece que está de moda que el ciudadano que se queja de que las cosas no se hacen bien esté obligado a especificar que es lo quiere que se haga y como debe hacerse -es decir que le hagan a los políticos su trabajo-, seguiré un poco más.
Y la solución supone, como diría Cicerón, como ya dijo hasta desgañitarse Séneca, hacer del mundo Roma, hacer de todos romanos. Es decir, para entendernos, la unión política y legal.
La única solución es ser un único país y lo es incluso en este sistema que se desmorona. Porque la solidaridad regional se puede imponer por ley entre regiones de un mismo estado, algo que no se puede hacer entre países, porque un solo país tiene una sola deuda que no se ve en esencia afectada por los problemas regionales - La deuda soberana de Estados Unidos no se quiebra por una mala cosecha de maíz en Idaho o por una debacle de las empresas virtuales en Sillycon Valley-, porque la implantación de la misma legislación y regulación empresarial hace que se organice la movilidad laboral y se reduzca la emigración en unos flujos naturales continuos en lugar de en estallidos masivos incontrolables.
Así que lo que pidieron Séneca y Cicerón, sus propuestas que fueron ignoradas, son la elección cuántica que nos permitiría cambiar el universo de nuestro propio fracaso por algo más parecido a la supervivencia justa que todos merecemos. Y cuando digo todos quiero decir todos, incluidos los eslovacos y los abisinios -si es que aún queda alguno-.
Y ya puestos seguimos con los países emergentes, con los no emergentes y con los pobres y nos ponemos en camino de un gobierno mundial.
Pero claro eso solo sería posible si nos importara menos poder ganar la Eurocopa, tener un himno sin letra, considerarnos herederos de un imperio en el que no se ponía el sol, hacer chistes sobre franceses, contemplarnos en una lista de países desarrollados o industrializados o defender las bondades de nuestra dieta que el futuro a largo plazo de nuestros descendientes.
Sinceramente, yo prefiero empezar a pasarlo algo peor y renunciar a un concepto como el de nación que ya era obsoleto en el momento de su creación que saber que mis descendientes en la tercera o cuarta generación abrirán una mañana la puerta de sus occidentales casas y sentirán el frío acero de un machete africano en su garganta por el simple y evitable hecho de que nosotros no hicimos bien nuestro trabajo.
Y aquel que crea que eso no puede ocurrir o que no tiene que ver con lo que está pasando ahora es que no ha entendido nada ni del pasado ni del presente.
Eso ya ha ocurrido. El mundo no cambia si no se toman decisiones diferentes. La física de Plank da constancia de ello.
Y sino que se lo pregunten a Rómulo Augusto.
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