Los golpes siguen llegando.
La exclusión sanitaria de los inmigrantes sin papeles que residen en España sigue dejando un reguero de casos y cosas que nos arroja directamente al barbarie.
Desde el africano muerto de una pulmonía mal tratada o no tratada -que nunca se supo ni se sabrá del todo- hasta la anciana con un órgano trasplantado a la que luego se le cobran revisiones, medicamentos antirechazo y seguimientos clínicos; desde los ilegales rechazados en centros de salud hasta la inmigrante a la que se venda de urgencia y cura de urgencia una quemadura y luego se le cobra por las curas sucesivas.
Y ya ni siquiera están a salvo de la quema, de la exclusión, aquellos que acudan a la atención sanitaria dentro de las excepciones fijadas por la norma. De esos tres principios decorativos de la atención de urgencia, los partos y los niños, que lo único que buscan es evitar la dantesca imagen de mujeres extranjeras dando a luz en las puertas de los hospitales o de personas de otras tierras muriendo de dolor sin recibir atención sanitaria.
La Fundación Jiménez Díaz de Madrid, uno de esos centros sanitarios de la red pública que están bajo la tan alabada y supuestamente eficiente gestión privada, ha cobrado a un residente paraguayo 390 euros por atenderle de urgencia. Está prohibido pero lo han hecho; el hombre llegaba como quien dice con la vesícula en la mano pero lo han hecho. Es una atrocidad pero lo han hecho.
Y eso ya es de por sí un síntoma de lo que está pasando y de lo que va a pasar.
La exclusión del os inmigrantes es el punto más álgido del proceso privatizador que los actuales inquilinos de Moncloa han puesto en marcha con nuestra salud y es uno de los ámbitos en los que más se están demostrando sus inconsistencias.
Las empresas gestoras, acuciadas por unos números de beneficios que no les salen, cargan los costes sobre los pacientes, se saltan las normas subcontratando servicios que no pueden subcontratar, incluso servicios clínicos enteros, y cargan la necesidad de beneficios sobre los pacientes.
Y como se supone que los pacientes que menos importan son los ilegales, los que no pueden reclamar porque si recurren a alguien serán expulsados o deportados, pues con ellos lo hacen incluso de manera ilegal. Como el estraperlista de posguerra que cargaba los precios del chocolate porque sabía que era la única fuente y nadie podía reclamar a las autoridades, como el camello de esquina y poblado que corta la droga sabiendo que nadie puede quejarse porque está comprando algo ilegal. Como el coyote que cobra 1.000 dólares por cruzar la frontera a un espalda mojada.
El decreto de exclusión de los inmigrantes de la sanidad convierte a las empresas en traficantes de salud que se aprovechan de aquellos que no tienen opción de protestar, que obtienen beneficios ilegales de los que no están en condiciones de enfrentarse a esa irregularidad o ese abuso.
Empiezan por ellos pero cuando lo necesiten para sus cuentas de resultados y sus repartos de dividendos continuarán con todos los demás.
Y lo justifican por "un error administrativo" -¡Bendito error administrativo que cubre todas las vergüenzas y tapa todas las carencias!-. Y eso vuelve a dejar todo el proceso privatizador, todas sus motivaciones, todas sus excusas, al descubierto, en fuera de juego.
¿No se supone que se ha optado por la gestión privada porque es más eficaz?, ¿no se intenta vender que dejar nuestra salud en manos de los ejecutivos del negocio sanitario es sinónimo de acierto y pulcritud?
Pues un error administrativo tiene que castigarse, tiene que multarse, tiene que vigilarse. Están cobrando miles de millones por no tener errores administrativos, por ser mejores que gestores que los públicos.
Y no me suena que ningún gestor público de un hospital haya querido nunca cobrarle nunca a nadie la atención de urgencia en contra de la ley.
De modo que gestión irregular o gestión incompetente. Tanto da una explicación o la otra. Ninguna de las dos salva los muebles de la privatización sanitaria.
Eso en lo que respecta a los socios económicos de este gobierno, a las empresas que se han hecho con el control de la sanidad pública. Pero el Gobierno también se lleva lo suyo.
Porque este paciente y su vesícula llegan a la Jiménez Díaz como muestra de lo inútil y absurda que es la estrategia de nuestros gobiernos.
Ambos, vesícula y hombre, llegan así a las urgencias hospitalarias porque han sido rechazados en seis centros de salud durante un año; llegan en situación de emergencia porque el sistema no ha querido -o no ha podido por la prohibición gubernamental- ocuparse de su salud en los estadios en los que era más sencillo y seguramente más barato hacerlo que la hospitalización de urgencias.
Todo lo ahorrado en ese paciente se gasta al final en su tratamiento hospitalario de urgencias o incluso más con lo que esa decisión supuestamente de austeridad de dejar a los sin papeles fuera de la atención médica normalizada pierde todo su sentido, se queda sin explicación.
A menos claro está que los que hacen las cuentas de nuestra sanidad cuenten con que los inmigrantes ilegales sin tratamiento mueran de sus dolencias antes de precisar atención sanitaria de urgencia. El más puro malthusianismo social, vamos.
Es muy posible que no sea ese el objetivo. Pero, sea cual sea, se le parece mucho.
Un gobierno maltusiano y unos gestores hospitalarios que actúan como coyotes fronterizos. Curiosa hermandad para el desastre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario