Dice el maestro Joan Manuel, ese de la voz que tiembla en lugar de elevarse, que existe un tipo de proxeneta rara vez identificado y nunca perseguido.
Mercaderes de carne que no se estudian en los libros, que no figuran en los códigos penales, que no visten cueros pero si oros, que no venden sexo pero si pecado, que no comercian con cuerpos pero si con almas.
Son, según el poeta catalán, los macarras de la moral.
Y este tipo vagamente humano, unido a un ademán de conversación telefónica reciente y querida -ademán por las prisas y querida por el interlocutor- me ha llevado a una reflexión -ejercicio este de flexionarse dos veces arduo para alguien que, como yo, considera un paseo largo un deporte de riesgo-.
Estos mercaderes de la moral, como todo buhonero ambulante, pretenden entrar con el hombre y la mujer en una suerte de trueque, de cambalache acelerado, en el que ellos se llevan lo preciado, lo realmente valioso, y dejan a la otra parte sus cuentas multicolores y los ungüentos milagrosos que su alquimia ética ha creado para intercambiar por almas y vidas.
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Estos proxenetas de báculo y escapulario nos han dejado tres cosas, tres remedios milagrosos que solucionan todo mal, pretérito o futuro, y que nos mantienen en contacto continuo y perpetuo con ese arcano innombrable e innominado que algunos creen superior.
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Nos han dado La Fe.
Es este un glorioso crisol de sinrazones que nos permite ocultarnos de lo que sabemos para embelesarnos en lo que desconocemos, no porque nuestras capacidades no nos permitan conocerlo, sino simplemente porque no existe. Pero podemos creer en lo que no existe porque tenemos fe. La fantasía está prohibida, la inventiva se coloca en tela de juicio. Pero la fe... la fe es una ristra de perlas falsas que hicieron brillar ante nuestros ojos para regalárnosla a cambio de algo igualmente valioso.
Y nuestros antepasados cayeron en la trampa del trueque desigual y, como hicieran los indios americanos con los holandeses con Manhattan, les dieron algo realmente irremplazable a cambio de ese resplandeciente tesoro melifluo. Nuestros ancestros les otorgaron nuestra Gran Manzana a cambio de su baratija: La Razón. Los indios fueron más listos. Al menos ellos recibieron whisky.
Así que, en virtud de ese comercio de cambalache, los hombres ya no podían pensar, sólo creer.
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Y también nos dieron La Caridad. Y este producto milagroso lucía mucho más incluso que la fe. Ungüento embellecedor de almas que permitía a los que no eran sentirse como si lo fueran, a los que no hacían consolarse como si lo hicieran. Nos mostraron la mejor crema embellecedora del mundo antes de que el colágeno y el botox fueran siquiera el delirio de un loco. Mucho antes de que el Instituto Pons y demás corporaciones hicieran de la belleza de nuestros cuerpos un negocio, ellos, los buhoneros de guantes de tafetán rojo, oropeles e inciensos, nos descubrieron el negocio de embellecer las almas.
Pero, como todo negociador avezado, como todo parlanchín, como cualquier buhonero de carromato, exigieron algo a cambio. Algo pequeño, unas monedas que, rascadas del bolsillo de nobles y villanos, contribuyeran a su alimento y supervivencia. Y aquellos que, extasiados al verse falsamente bellos por dentro en el espejo de su propia ignorancia histórica -algo de lo que no eran culpables-, hurgaron en sus bolsas y talarís y encontraron algo inútil que dar a cambio y encontraron: La Justicia.
Ya no hacía falta bregar con la injusticia, luchar contra ella y contra los que la practicaban. Un par de gestos caritativos eran suficiente para que nuestra belleza interior volviera a brillar a la salida del templo. Intercambiaron algo que era una armadura de justicia para defenderse durante toda la existencia por un suntuoso abrigo de caridades que tan sólo vestían un par de veces por año.
.
Y por último, para completar el triduo de su oferta, nos mostraron La Esperanza..
Ese arte de esperar lo imposible que sólo es imposible porque nos paramos a esperarlo en lugar de contribuir a conseguirlo. Ese relumbrante acertijo cautivó a señores y siervos. A los primeros porque para ellos no existía nada que no tuvieran y por tanto la esperanza era algo que podían alquilar a sus aparceros para que siguieran conformándose con serlo. A los segundos porque, agotados del trabajo y el esfuerzo, les exoneraba de las responsabilidad de usar sus azadones para trillar vísceras aristocráticas y sus guadañas para segar cuellos reales en el intento de lograr lo que deseaban. Tenían demasiado trabajo. Era más cómodo esperar que las cosas cambiaran que hacerlas cambiar.
Una vez más los prelados del cambalache ético exigieron un pago por su descubrimiento y su regalo, pero nuestros ancestros pocas cosas tenían que no les hubieran dado ya a cambio de las otras pociones milagrosas y cristales pulidos que les habían vendido. Sin razón y sin justicia poco quedaba que te intercambiar. Así que, los santos buhoneros, los prestirigitadores de la extremaunción y los arlequines del misterio divino les permitieron amablemente firmar un pagaré. Nuestros antepasados les cambiaron su hermosa esperanza por nuestra futura revolución.
Y así la humanidad debía esperar que alguien que no existe lo cambie todo en lugar de privar de la existencia a aquellos que impiden que las cosas cambien.
.
Los macarras de la moral han vivido de este intercambio desequilibrado desde entonces y lo exhiben con orgullo.
Tal vez alguien recuerde alguna vez que cuando la bella Pandora abrió la caja de los males del mundo, la esperanza estaba en el fondo, como un mal más. Tal vez alguien descubra que se quedó en el fondo no porque Pandora cerrara la caja sino porque era absolutamente inútil. Incluso como mal.
Los demonios no tenemos esperanza. Tenemos ilusión, tenemos sueños, tenemos expectativas. pero no tenemos esperanza. Si algo es tan importante como para recurrir a la esperanza es mejor montar una revolución. El Gran Maestre de la Cofradía De Buhoneros de Baratijas Éticas -ese viejecito de las barbas- nos castigó por eso.
Mercaderes de carne que no se estudian en los libros, que no figuran en los códigos penales, que no visten cueros pero si oros, que no venden sexo pero si pecado, que no comercian con cuerpos pero si con almas.
Son, según el poeta catalán, los macarras de la moral.
Y este tipo vagamente humano, unido a un ademán de conversación telefónica reciente y querida -ademán por las prisas y querida por el interlocutor- me ha llevado a una reflexión -ejercicio este de flexionarse dos veces arduo para alguien que, como yo, considera un paseo largo un deporte de riesgo-.
Estos mercaderes de la moral, como todo buhonero ambulante, pretenden entrar con el hombre y la mujer en una suerte de trueque, de cambalache acelerado, en el que ellos se llevan lo preciado, lo realmente valioso, y dejan a la otra parte sus cuentas multicolores y los ungüentos milagrosos que su alquimia ética ha creado para intercambiar por almas y vidas.
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Estos proxenetas de báculo y escapulario nos han dejado tres cosas, tres remedios milagrosos que solucionan todo mal, pretérito o futuro, y que nos mantienen en contacto continuo y perpetuo con ese arcano innombrable e innominado que algunos creen superior.
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Nos han dado La Fe.
Es este un glorioso crisol de sinrazones que nos permite ocultarnos de lo que sabemos para embelesarnos en lo que desconocemos, no porque nuestras capacidades no nos permitan conocerlo, sino simplemente porque no existe. Pero podemos creer en lo que no existe porque tenemos fe. La fantasía está prohibida, la inventiva se coloca en tela de juicio. Pero la fe... la fe es una ristra de perlas falsas que hicieron brillar ante nuestros ojos para regalárnosla a cambio de algo igualmente valioso.
Y nuestros antepasados cayeron en la trampa del trueque desigual y, como hicieran los indios americanos con los holandeses con Manhattan, les dieron algo realmente irremplazable a cambio de ese resplandeciente tesoro melifluo. Nuestros ancestros les otorgaron nuestra Gran Manzana a cambio de su baratija: La Razón. Los indios fueron más listos. Al menos ellos recibieron whisky.
Así que, en virtud de ese comercio de cambalache, los hombres ya no podían pensar, sólo creer.
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Y también nos dieron La Caridad. Y este producto milagroso lucía mucho más incluso que la fe. Ungüento embellecedor de almas que permitía a los que no eran sentirse como si lo fueran, a los que no hacían consolarse como si lo hicieran. Nos mostraron la mejor crema embellecedora del mundo antes de que el colágeno y el botox fueran siquiera el delirio de un loco. Mucho antes de que el Instituto Pons y demás corporaciones hicieran de la belleza de nuestros cuerpos un negocio, ellos, los buhoneros de guantes de tafetán rojo, oropeles e inciensos, nos descubrieron el negocio de embellecer las almas.
Pero, como todo negociador avezado, como todo parlanchín, como cualquier buhonero de carromato, exigieron algo a cambio. Algo pequeño, unas monedas que, rascadas del bolsillo de nobles y villanos, contribuyeran a su alimento y supervivencia. Y aquellos que, extasiados al verse falsamente bellos por dentro en el espejo de su propia ignorancia histórica -algo de lo que no eran culpables-, hurgaron en sus bolsas y talarís y encontraron algo inútil que dar a cambio y encontraron: La Justicia.
Ya no hacía falta bregar con la injusticia, luchar contra ella y contra los que la practicaban. Un par de gestos caritativos eran suficiente para que nuestra belleza interior volviera a brillar a la salida del templo. Intercambiaron algo que era una armadura de justicia para defenderse durante toda la existencia por un suntuoso abrigo de caridades que tan sólo vestían un par de veces por año.
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Y por último, para completar el triduo de su oferta, nos mostraron La Esperanza..
Ese arte de esperar lo imposible que sólo es imposible porque nos paramos a esperarlo en lugar de contribuir a conseguirlo. Ese relumbrante acertijo cautivó a señores y siervos. A los primeros porque para ellos no existía nada que no tuvieran y por tanto la esperanza era algo que podían alquilar a sus aparceros para que siguieran conformándose con serlo. A los segundos porque, agotados del trabajo y el esfuerzo, les exoneraba de las responsabilidad de usar sus azadones para trillar vísceras aristocráticas y sus guadañas para segar cuellos reales en el intento de lograr lo que deseaban. Tenían demasiado trabajo. Era más cómodo esperar que las cosas cambiaran que hacerlas cambiar.
Una vez más los prelados del cambalache ético exigieron un pago por su descubrimiento y su regalo, pero nuestros ancestros pocas cosas tenían que no les hubieran dado ya a cambio de las otras pociones milagrosas y cristales pulidos que les habían vendido. Sin razón y sin justicia poco quedaba que te intercambiar. Así que, los santos buhoneros, los prestirigitadores de la extremaunción y los arlequines del misterio divino les permitieron amablemente firmar un pagaré. Nuestros antepasados les cambiaron su hermosa esperanza por nuestra futura revolución.
Y así la humanidad debía esperar que alguien que no existe lo cambie todo en lugar de privar de la existencia a aquellos que impiden que las cosas cambien.
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Los macarras de la moral han vivido de este intercambio desequilibrado desde entonces y lo exhiben con orgullo.
Tal vez alguien recuerde alguna vez que cuando la bella Pandora abrió la caja de los males del mundo, la esperanza estaba en el fondo, como un mal más. Tal vez alguien descubra que se quedó en el fondo no porque Pandora cerrara la caja sino porque era absolutamente inútil. Incluso como mal.
Los demonios no tenemos esperanza. Tenemos ilusión, tenemos sueños, tenemos expectativas. pero no tenemos esperanza. Si algo es tan importante como para recurrir a la esperanza es mejor montar una revolución. El Gran Maestre de la Cofradía De Buhoneros de Baratijas Éticas -ese viejecito de las barbas- nos castigó por eso.
1 comentario:
"Si no fueran tan dañinos nos darían lástima", Joan Manuel dixit... Y que es verdad.
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