Siguió andando hasta abandonar el meollo del Embudo, giró a la izquierda y percibió el cambio. Los edificios se agrandaban a lo ancho y sobre todo a lo alto.
Sin llegar a la fálica verticalidad del Núcleo Corporativo o a la inmensidad horizontal de las arcologías cerradas del Espacio Vital del Eje Castellano del Conglomerado, las masas de ladrillo, plástico, acero y polímeros alcanzaban unas dimensiones imposibles en las calles que acababa de abandonar, atiborradas de espacios individuales convertidos en familiares y grupales a fuerza de ladrillo de baja calidad, poliplásticos y arcos láser de corta densidad de los constructores ilegales.
Oficialmente, figuraba en los mapas como Nueva Cruz Metropolitana del Municipio Madrileño pero no era eso. Era otra cosa, era una zona de transición entre lo que quedaba de antes de las Guerras Árabes y lo que surgió después del colapso americano de final de siglo. Un espacio tirado a escuadra y cartabón por arquitectos municipales, pagados con fondos corporativos de las logias y los zaibatsu, que querían ocultar las inmensas cicatrices del Estallido, la Guerra de la Pena, como se la conocía en El Embudo.
Myrll se detuvo un instante ante un escaparate de metacrilato reflexivo azul que le devolvió su imagen. Un hombre de altura media y gordura madura incipiente pero aún en forma. Un rostro chato y musculoso. Unos ojos verdes como de implante multicromático pero naturales.
Se sonrío a si mismo y una mujer aceleró el paso cuando estaba a punto de detenerse al escaparte junto a él. Dejó de observarse y se dio cuenta que era una tienda de ropa interior femenina. La mujer había creído recibir una sonrisa indirecta a través del espejado azul blindado del escaparate.
Myrll la siguió con la vista y vio su trasero desaparecer tras una esquina. Ropa ajustada, simulando los viejos juegos espaciales de vidiotas, monos de materiales pseudo adhesivos que se convertían en piel al contacto con las feromonas femeninas. Efecto arrollador. Salvo por el vello púbico, idénticos a la desnudez. Un desperdicio, ya casi nadie se dejaba crecer el vello púbico. Pasarían de moda dentro de una semana, volverían a estar en el candelero dentro de dos meses. Un desperdicio de ropa y de cuerpo, dadas las circunstancias.
Consultó su reloj. Un modelo compacto híbrido militar de consola. Quince minutos. Suficiente para algo rápido con aquellas curvas relucientes. La serotirita comenzaba a pensar por él.
Casi sentía sus sinapsis conectarse al ciclo de placer sintetizado por la CrioCo. No le gustaba estar en ese estado de vinculación al placer mientras trabajaba. Otros lo hacían. El placer sexual les embargaba mientras mataban o mientras construían, incluso mientras grababan desde sus implantes. Pero Myrll no.
Su recurso a los impulsos naturales en una era de genética y biotecnología artificial era considerado, a veces, casi preocupante por los examinadores de la Infored que le analizaban periódicamente para renovar su permiso y su carta blanca de contrato. Pero se negaba a sentir placer operando para su empleador, aunque este pudiera proporcionárselo o hacer la vista gorda si lo conseguía por su cuenta.
Todavía no había llegado a eso. No quería ser como los operativos del ECO, el Ejercito del Conglomerado Occidental; los ninjas corporativos o los asassini clericales, vinculados al hecho del placer para sus acciones y sus conciencias. El se vinculaba a la necesidad. Para eso tenía su contrato.
Los pensamientos de la mente de Myrll desaparecieron de su cerebro como restos de programación borrados por un software depurador automático, cuando la joven aparcacoches del Ferdinan´s le abrió la puerta. Siguió la longitud de sus delgadas piernas hasta su exigua falda de cuero mimético y se instaló un instante en sus caderas profundas y rítmicas, antes de saltar hasta su escote firme y real, aunque tan artificial como el de las simulaciones del Embudo.
Aunque la serotirita no estuviera desplazando sus pensamientos a su entrepierna, las feromonas con las que estaba rociada la aparcacoches hubieran conseguido el mismo efecto. La chica recibiría probablemente un sobresueldo ridículo por perfumarse así. El sexo siempre sería un reclamo.
Por eso no se pegaba hormoparches cuando trabajaba. Placer y sexo eran para Myrll prácticamente sinónimos. Comida era necesidad, azul en su cerebro; bebida eran negocios, rojo sobre blanco. Muerte era necesidad, negro sobre negro brillante. Pero el sexo era placer, arco iris cromático sobre gris plata luminoso.
Pero ahora no trabajaba. Sólo esperaba.
Fernando le había colocado la Birra Blue sobre la barra antes incluso de que sus ojos se apartarán del escote de la aparcacoches.
- Impresionante perfume- saludó Myrll al barman, sacudiendo la cabeza en dirección a la chica, que seguía insinuante con la sonrisa puesta junto a la puerta
- Trabaja por las noches –comentó el barman desde su barba mal cortada y su sonrisa de dientes de acetileno endurecido- Ahora puede buscarte un hueco, pero será rápido. Por las tardes es mía – y la sonrisa barbuda se ensanchó-.
Myrll dio un largo sorbo de su Birra Blue sin apartar la mirada de Fernando, como si sopesara la posibilidad de un servicio rápido de la aparcacoches. El barman se agitó algo molesto y pasó la bayeta de tela antiestática por entre los codos de su cliente, apoyados en la barra de falsa madera veteada como una vieja mina de cobre de los vids del mercado negro.
Myrll sonrió ante la impaciencia del hombre. Su corcex era una banda de caucho negro alrededor de la base de su cráneo. Lo rascaba a golpes intermitentes de sus dedos, tan redondeados como su cara.
- Decídete –espetó a Myrll con un deje del Embudo que pretendía ser casual y desinteresado – Si la usas ahora será más caro.
- ¿Celos, Fernando? –Myrll arrastró su respuesta junto con su sonrisa hasta volver a hundir ambas en el cilindro de su bebida
- Al carajo, Myrll – y su implante de voz se acopló en graves. Era un falló común en las voces de implantes no corporativos. Los graves salían falsos y reverberantes – Si te lo hace ahora, pierdo Seguridad. Hay que pagarlo.
La serotirita comenzaba a perderse en su cerebro y recuperaba el pensamiento del fondo de sus gónadas. Analizó la oferta de Fernando. Seguridad, placer y dinero en una sola. Algo típico del Limbo. La Nueva Cruz Metropolitana era el Limbo, así la llamaban. Donde estaban los que no habían dejado de ser y los que todavía no habían llegado a ser. El Limbo.
La chica tenia la palidez enfermiza del Embudo. Bella y enfermiza. Había vendido todo por abandonar la amalgama de edificios, hedores y horizontes bajos y vacíos, pero la palidez de la alimentación irregular de sintéticos y complejos de hormonas la había seguido hasta el Limbo.
Contempló sus ranuras de corcex alineadas como falsas branquias de tiburón a lo largo de su nuca. El pañuelo con el arcaico logo en cobre y madera del Ferdinan´s apenas las cubría. Una estaba ocupada.
Desde lejos, Myrll atisbó el núcleo biosoft azul oscuro translucido en el corcex de baja resolución. Poca velocidad de carga. Una hora perdida para cambiar de esquema. Soft pirata de seguridad extraído para el comercio bajo por algún programador sin escrúpulos, loco o sin el suficiente miedo a los operativos de su compañía.
Software ninja a medio terminar, probablemente, pero que permitía reducir, matar e incluso resucitar a cualquier matón que pudiera alterar el placido negocio del propietario del local y de la chica. Ni una sola posibilidad de que fuera de origen militar. Ni los bionarcos de las mansiones cercanas al Núcleo Corporativo podían permitirse eso. Quizás ni en el Espacio Vital podían preemitírselo. Quien sabía lo que se usaba en el Edén.
Sin llegar a la fálica verticalidad del Núcleo Corporativo o a la inmensidad horizontal de las arcologías cerradas del Espacio Vital del Eje Castellano del Conglomerado, las masas de ladrillo, plástico, acero y polímeros alcanzaban unas dimensiones imposibles en las calles que acababa de abandonar, atiborradas de espacios individuales convertidos en familiares y grupales a fuerza de ladrillo de baja calidad, poliplásticos y arcos láser de corta densidad de los constructores ilegales.
Oficialmente, figuraba en los mapas como Nueva Cruz Metropolitana del Municipio Madrileño pero no era eso. Era otra cosa, era una zona de transición entre lo que quedaba de antes de las Guerras Árabes y lo que surgió después del colapso americano de final de siglo. Un espacio tirado a escuadra y cartabón por arquitectos municipales, pagados con fondos corporativos de las logias y los zaibatsu, que querían ocultar las inmensas cicatrices del Estallido, la Guerra de la Pena, como se la conocía en El Embudo.
Myrll se detuvo un instante ante un escaparate de metacrilato reflexivo azul que le devolvió su imagen. Un hombre de altura media y gordura madura incipiente pero aún en forma. Un rostro chato y musculoso. Unos ojos verdes como de implante multicromático pero naturales.
Se sonrío a si mismo y una mujer aceleró el paso cuando estaba a punto de detenerse al escaparte junto a él. Dejó de observarse y se dio cuenta que era una tienda de ropa interior femenina. La mujer había creído recibir una sonrisa indirecta a través del espejado azul blindado del escaparate.
Myrll la siguió con la vista y vio su trasero desaparecer tras una esquina. Ropa ajustada, simulando los viejos juegos espaciales de vidiotas, monos de materiales pseudo adhesivos que se convertían en piel al contacto con las feromonas femeninas. Efecto arrollador. Salvo por el vello púbico, idénticos a la desnudez. Un desperdicio, ya casi nadie se dejaba crecer el vello púbico. Pasarían de moda dentro de una semana, volverían a estar en el candelero dentro de dos meses. Un desperdicio de ropa y de cuerpo, dadas las circunstancias.
Consultó su reloj. Un modelo compacto híbrido militar de consola. Quince minutos. Suficiente para algo rápido con aquellas curvas relucientes. La serotirita comenzaba a pensar por él.
Casi sentía sus sinapsis conectarse al ciclo de placer sintetizado por la CrioCo. No le gustaba estar en ese estado de vinculación al placer mientras trabajaba. Otros lo hacían. El placer sexual les embargaba mientras mataban o mientras construían, incluso mientras grababan desde sus implantes. Pero Myrll no.
Su recurso a los impulsos naturales en una era de genética y biotecnología artificial era considerado, a veces, casi preocupante por los examinadores de la Infored que le analizaban periódicamente para renovar su permiso y su carta blanca de contrato. Pero se negaba a sentir placer operando para su empleador, aunque este pudiera proporcionárselo o hacer la vista gorda si lo conseguía por su cuenta.
Todavía no había llegado a eso. No quería ser como los operativos del ECO, el Ejercito del Conglomerado Occidental; los ninjas corporativos o los asassini clericales, vinculados al hecho del placer para sus acciones y sus conciencias. El se vinculaba a la necesidad. Para eso tenía su contrato.
Los pensamientos de la mente de Myrll desaparecieron de su cerebro como restos de programación borrados por un software depurador automático, cuando la joven aparcacoches del Ferdinan´s le abrió la puerta. Siguió la longitud de sus delgadas piernas hasta su exigua falda de cuero mimético y se instaló un instante en sus caderas profundas y rítmicas, antes de saltar hasta su escote firme y real, aunque tan artificial como el de las simulaciones del Embudo.
Aunque la serotirita no estuviera desplazando sus pensamientos a su entrepierna, las feromonas con las que estaba rociada la aparcacoches hubieran conseguido el mismo efecto. La chica recibiría probablemente un sobresueldo ridículo por perfumarse así. El sexo siempre sería un reclamo.
Por eso no se pegaba hormoparches cuando trabajaba. Placer y sexo eran para Myrll prácticamente sinónimos. Comida era necesidad, azul en su cerebro; bebida eran negocios, rojo sobre blanco. Muerte era necesidad, negro sobre negro brillante. Pero el sexo era placer, arco iris cromático sobre gris plata luminoso.
Pero ahora no trabajaba. Sólo esperaba.
Fernando le había colocado la Birra Blue sobre la barra antes incluso de que sus ojos se apartarán del escote de la aparcacoches.
- Impresionante perfume- saludó Myrll al barman, sacudiendo la cabeza en dirección a la chica, que seguía insinuante con la sonrisa puesta junto a la puerta
- Trabaja por las noches –comentó el barman desde su barba mal cortada y su sonrisa de dientes de acetileno endurecido- Ahora puede buscarte un hueco, pero será rápido. Por las tardes es mía – y la sonrisa barbuda se ensanchó-.
Myrll dio un largo sorbo de su Birra Blue sin apartar la mirada de Fernando, como si sopesara la posibilidad de un servicio rápido de la aparcacoches. El barman se agitó algo molesto y pasó la bayeta de tela antiestática por entre los codos de su cliente, apoyados en la barra de falsa madera veteada como una vieja mina de cobre de los vids del mercado negro.
Myrll sonrió ante la impaciencia del hombre. Su corcex era una banda de caucho negro alrededor de la base de su cráneo. Lo rascaba a golpes intermitentes de sus dedos, tan redondeados como su cara.
- Decídete –espetó a Myrll con un deje del Embudo que pretendía ser casual y desinteresado – Si la usas ahora será más caro.
- ¿Celos, Fernando? –Myrll arrastró su respuesta junto con su sonrisa hasta volver a hundir ambas en el cilindro de su bebida
- Al carajo, Myrll – y su implante de voz se acopló en graves. Era un falló común en las voces de implantes no corporativos. Los graves salían falsos y reverberantes – Si te lo hace ahora, pierdo Seguridad. Hay que pagarlo.
La serotirita comenzaba a perderse en su cerebro y recuperaba el pensamiento del fondo de sus gónadas. Analizó la oferta de Fernando. Seguridad, placer y dinero en una sola. Algo típico del Limbo. La Nueva Cruz Metropolitana era el Limbo, así la llamaban. Donde estaban los que no habían dejado de ser y los que todavía no habían llegado a ser. El Limbo.
La chica tenia la palidez enfermiza del Embudo. Bella y enfermiza. Había vendido todo por abandonar la amalgama de edificios, hedores y horizontes bajos y vacíos, pero la palidez de la alimentación irregular de sintéticos y complejos de hormonas la había seguido hasta el Limbo.
Contempló sus ranuras de corcex alineadas como falsas branquias de tiburón a lo largo de su nuca. El pañuelo con el arcaico logo en cobre y madera del Ferdinan´s apenas las cubría. Una estaba ocupada.
Desde lejos, Myrll atisbó el núcleo biosoft azul oscuro translucido en el corcex de baja resolución. Poca velocidad de carga. Una hora perdida para cambiar de esquema. Soft pirata de seguridad extraído para el comercio bajo por algún programador sin escrúpulos, loco o sin el suficiente miedo a los operativos de su compañía.
Software ninja a medio terminar, probablemente, pero que permitía reducir, matar e incluso resucitar a cualquier matón que pudiera alterar el placido negocio del propietario del local y de la chica. Ni una sola posibilidad de que fuera de origen militar. Ni los bionarcos de las mansiones cercanas al Núcleo Corporativo podían permitirse eso. Quizás ni en el Espacio Vital podían preemitírselo. Quien sabía lo que se usaba en el Edén.
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