Entre tantas fundaciones y refundaciones del capitalismo, entre tantas definiciones y redefiniciones del liberalismo, se nos está escapando algo.
Estamos dejando de percibir -o simplemente nos empeñamos en no percibir- otras refundaciones y redefiniciones que, como nos descuidemos, terminarán siendo más importantes para el mundo que todos los replanteamientos que se ha hecho el G-20.
Mientras Obama pide a gritos -bueno en voz alta, que él es nuy educado y no grita- una nueva visión del mundo, los hay que están enmpeñarnos en resucitar una que ni siquiera debéría verse con los ojos cerrados en una pesadilla.
Mientras Obama pide a gritos -bueno en voz alta, que él es nuy educado y no grita- una nueva visión del mundo, los hay que están enmpeñarnos en resucitar una que ni siquiera debéría verse con los ojos cerrados en una pesadilla.
Mientras aquí se reinventa el laicismo y se recompone el teismo por medio de autobuses, en Italia redescubren la segregación en el transporte público, en un giro al pasado que nos arroja a los discursos en blanco y negro - no podía ser de otro modo- del Duche y a las bancadas separadas que hasta ayer eran sólo un recuerdo borroso de Sowetto o Lousiana.
Mientras discutimos en bares y programas matutinos si un hombre puede ser madre y si tiene derecho a serlo, para no ofender a esas doñas de feminismo en boca y Chanel en cuerpo y alma, que creen que la maternidad es un reducto inalienable de su poder social, Irán redescubre el linchamiento por sodomia -tan medievales son que aún usan ese término- y la lapidación por lesbianismo -para eso no existe término medieval alguno-.
Mientras nos preocupamos por redibujar las líneas que marcan el comienzo de la vida y el principio de la muerte, Israel redescubre el camino más corto matando a madre e hijo con un sólo disparo y refunda el progromo, haciéndolo infinito, inacabable, convirtiéndolo en capítulos lentos de un culebrón de sangre y sufrimiento.
Mientras los políticos patrios redefinen la forma de eludir la justicia con querellas, protestas, con falsas comisiones y con aforamientos, Allende los mares reinventan la forma de encancelar opositores varios, por traiciones melifuas y causas demoradas sin juicio y sin sentencia.
Vamos, que mientras los líderes mundiales redefinen el mundo, ese mundo es empeña en volverse fascista sin que nadie lo pare.
Dicen que es por la crisis. Pero no es por la crisis. No es tan sólo por eso.
Es porque nosotros, occidentales rancios que nos consideramos herederos eternos del imperio que en un tiempo fue eterno, hacemos lo de siempre.
Cuando las cosas se oscurecen, se hacen complicadas y se vienen abajo, miramos hacia nuestras fronteras buscando un enemigo a quien culpar de todo y siempre lo encontramos. Siempre quedan los bárbaros.
Y el bárbaro latino -o sea el extranjero, hoy llamado inmigrante- se vuelve el objetivo, el culpable de todo, el que nos roba el pan y nos quita la tierra. En ello nos enrrocamos y a ello nos ponemos.
Francia los censa, España los repatria, Inglaterra los limita, Italia los segrega, Austria los expulsa, Polonía los prohibe e Israel simplemente los mata. Aunque tengamos claro que nunca han sido ellos los culpables de esto.
Fingimos olvidar que no fueron los que llegan de lejos quienes se endeudaron por encima del sueldo de tres vidas para comprar viviendas que luego no puedieron vender por el triple del precio, cuando el aire de egoismo y avaricia que llenaba la burbuja se escapó por los agujeros financieros de las inmobiliarias.
Nos negamos a seguir recordando que no fueron los bárbaros los que hicieron elevarse los precios con la falsa demanda que nuestro tórrido placer por andar la última originó en las curvas occidentales de inflación, al necesitar, como el sediento el agua, un coche cada año, un movil cada més y un bolso cada día.
Queremos ignorar que no fue el extranjero el que nos obligó a desarrollar un modelo energético basado en combustibles fósiles que nunca hemos tenido y que son limitados y en una tecnología que se construye con componentes extraidos de minas que no están dentro de nuestras fronteras imperiales, sino precisamente, en tierras de los bárbaros.
Olvidamos el hecho de que los ejecutivos de contratos blindados, los que reciben primas que luego no devuelven, los que meten la mano en la caja de empresas y escapan corriendo hacia Suiza, Monaco o las Islas Caimán nunca han sido extranjeros. Siempre son de los nuestros, de esos que han nacido y crecido muy dentro del imperio que hoy se hace pedazos.
En resumen, olvidamos que hemos sido nosotros los que hemos destruido el sistema, los que lo hemos llevado hasta un extremo de avaricia e irresponsabilidad que raya en lo infinito, los que hemos apostado a la ruleta rusa y hemos concluido ese juego con un sordo disparo en la sien de nuestras propias casas, de nuestros propios bancos, de nuestras propias vidas.
No ha sido el extranjero, el bárbaro, el que llega de fuera. Si hoy estamos en crisis, si hoy todo parece derrumbarse, el culpable está dentro y nunca ha estado allende las fronteras.
Pero eso no se dice y ya ha pasado antes. Hace setenta años.
Quizás, todos aquellos que están redibujando todo a paso acelerado, deberían olvidarse de redefinir capital, liberalismo, sexualidad, vitalidad o morbilidad y dedicar más tiempo a fijarse en este pequeño punto que pasa inadvertido entre tantos discursos.
No sea que cuando acaben de definir todo lo que a ellos les parece importante, se giren hacia las sociedades y los pueblos sobre los que gobiernan y se den cuenta tarde de que, mientras ellos se ocupaban de darle nuevo rostro a nuestra economía, el monstruo del fascismo ya ha sido revivido y no puede matarse.
También eso habrá ocurrido antes. Hace setenta años
Y , como todo lo otro, tampoco habrá ocurrido por culpa de los bárbaros
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