lunes, abril 06, 2009

Que sí, que no. Falta la opinión del toro

Entre tanta polémica taurina sobre festejos y nos festejos me faltaba una línea de pensamiento que yo creía fundamental. Así que me puse al habla con el que yo creo más implicado en el asunto -milagros de Internet y de la imaginación literaria- y estó fue lo que me contestó:
Estoy muerto. O al menos debería estarlo.
Todos mis familiares han muerto. Hace miles de años que dejaron de vagar por el mundo, porque entonces vagaban por el mundo. Atravesaban continentes, viajaban incansables y recorrían todo el orbe en un año.
Me han dicho algunos, que han llegado con noticias del otro lado del gran lago de agua que no se puede beber, que a nuestros primos de esas tierras les ha pasado lo mismo. Que ya no queda ninguno, que apenas hay unos pocos y tampoco pueden viajar por donde quieren. Ellos creen que si, pero cuando menos se lo esperan aparece alguien o algo que les obliga a darse la vuelta y volver sobre sus pasos.
Pero en cualquier caso no les considero familia mía. Hace mucho tiempo que los abandonamos, que nos separamos de ellos para venir a estas tierras más pequeñas pero más ricas. Hace mucho tiempo que no sé nada de ellos. Ni de ellos ni de Padre.
Me han dicho también que una isla han revivido a Padre, al Uro. Y que Padre vuelve a estar feliz en los bosques. Me alegro por él. Se lo merece. Es muy viejo y tiene derecho a descansar algo después de todo lo que ha corrido y todo lo que ha batallado.
Pero Padre tampoco es mi familia. Es demasiado antiguo para serlo.

Y los que están en la tierra libre tampoco tienen mucho que ver conmigo. Ellos no han cambiado, siguen siendo lo que fuimos. Siguen corriendo, viviendo, comiendo y muriendo como lo hicimos hace miles de años. Ellos tampoco tienen nada que decirme. Yo no podría entenderles y ellos no podrían escucharme.
Me han llegado rumores que otros de los míos se han hecho proclamar dioses en las lejanas tierras cercanas al nacimiento del sol. No dejan que nadie les toque ni les mire siquiera. No dejan que nadie esté a su lado y campan a sus anchas rompiendo y destrozando lo que se les antoja. Esos si que , desde luego, nada tienen que ver conmigo.
Yo ni siquiera sé lo que significa ser un dios.
Así que estoy solo. Bebería estar muerto pero de momento estoy solo.
La tierra en la que vivía ya no existe. Ha sido sustituida por un terreno duro y firme en el que no crece nada. Las plantas de las que me alimentaba ya no existen. Hay otras, pero esas no. Al principio las nuevas me sentaban muy mal, pero me he acostumbrado a masticarlas mucho y muy despacio para poder comerlas. Ahora puedo digerirlas, pero no son las plantas con las que me alimentaba.
Los árboles bajo los que descansaba tampoco están. Los que les han sustituido, los pocos que les han sustituido, son mucho más rugosos y pequeños y te raspan la piel cuando te echas la siesta junto a ellos.
Yo, como todo lo que me rodeaba, debería estar muerto, pero no lo estoy. No lo estoy gracias a ellos.
Me han mantenido con vida y se lo agradezco. Me han buscado nuevos manjares para comer y nuevas tierras en las que vivir y les estoy agradecido por ello. Pero, sobre todo, han tenido la gentileza de acompañarme en este día. Eso no se lo podré agradecer nunca lo suficiente.
Durante mucho tiempo nos mantuvieron vivos. Nos trataban bien y algunos de ellos jugaban con nosotros para que nos entretuviéramos. Sus jóvenes, ataviados con unas curiosas telas de colores, saltaban sobre nosotros y hacían cabriolas a nuestro alrededor hasta que conseguían que nos divirtiéramos. Pero eso pasó. Los jóvenes suelen cambiar de gustos y de diversiones.
Ahora sólo vienen a acompañarnos en días como hoy. Pero aún así se lo agradecemos.
Los que vienen a verme son luminosos. Brillan hasta tal punto que apenas puedo diferenciar sus rostros. Sus cuerpos relucen cuando el sol les da de frente y sus caras están serias, como si estuvieran tristes.
Esos, los que relucen, son los que me acompañan todo el tiempo. Pero hay muchos más.
Si miró alrededor puedo ver infinidad de ellos. Todos han venido a verme. Todos están aquí por mi. Las hembras lucen algunos de sus mejores atavíos. Lo sé porque se los he visto en otras ocasiones importantes. Y lo hacen por mi.
De pronto veo a uno de ellos y un caballo. Los caballos no deberían estar aquí, así que intento apartarle, pero él se niega. Se mantiene firme y tozudo negándose a marcharse de este lugar. Y luego dicen de los míos. Los caballos si que son cabezotas.
Entonces siento el dolor. Un dolor fuerte, punzante. Algo me desgarra la piel desde arriba. Lo siento y doy gracias. Por fin ha comenzado. Por fin terminará.
Los que han venido a verme contienen el aliento y lanzan exclamaciones. Se preocupan por mi, debería decirles que no lo hagan. Levanto la mirada y veo como muchos de ellos tienen trozos de tela blancos en las manos; de esos pequeños trozos de tela que usan para limpiarse las légrimas.
Nosotros cuando algo nos duele alzamos la cabeza y gritamos, pero ellos dejan escapar pequeñas gotas de rocío de su cuerpo. Es hermoso. Es triste. Le llaman llanto.
Y ahora muchos de ellos han sacado sus pañuelos porque están tristes por mi. Los relucientes me muestran telas de colores felices para apartarme del caballo, para apartarme de mi dolor y yo les sigo porque se que eso es lo que quieren.
Los dolores siguen llegando desde sitios que no veo y los que están conmigo siguen sufriendo por mi. Siguen gritando y suspirando de alivio cada vez que uno de los relucientes, de los que brillan, usa su tela para apartarme del dolor. Creo que no deberían hacerlo yo estoy haciendo lo que debí hacer hace mucho tiempo. Lo que todos los míos han hecho. Lo que todo mi mundo ha hecho.
Y entonces llega el momento. Siento como un dolor, frío como el acero, atraviesa mi cuerpo. No podré recuperarme de él. La sangre comienza a manar por mi boca. En un último intento los buenos brillantes quieren también apartarme de ese dolor. Todos a la vez giran en torno mío. Pero no pueden hacer nada. Caigo y creo que ya no volveré a levantarme.
Veo borroso, quizás sea porque ya debería estar muerto, pero consigo escuchar como todos los que han ido a acompañarme en este trance se levantan y claman por mi. Juntan sus manos haciendo un ruido que ellos llaman aplauso para homenajearme en mi hora final, para reconocer que estoy camino del lugar en el que hace mucho tiempo debería estar. Vuelven a sacar los pañuelos. Lloran por mi , porque les dejo. No se porqué me quieren tanto.
Una vez escuché que a muchos de los suyos les hacen lo mismo. Una vez escuché la historia que uno de ellos contaba sobre un hombre al que le hicieron lo mismo que a mi. Le golpearon, le clavaron cosas en el cuerpo y luego le acompañaron mientras moría en un poste o algo así. Fueron muchos a verle y otros muchos aún lo recuerdan. Debían quererle mucho.
Mientras veo entre las tinieblas de mi propia sangre al último brillante acercarse a mi para intentar evitarme el último dolor que me sacude la cerviz, comienzo a contemplar a los míos por fin de nuevo juntos en el mundo que vivió cuando nosotros vivíamos. Ya no importa el dolor ahora estoy como debería haber estado hace 10.000 años. Ahora estoy muerto.
Pese a ello, no puedo evitar pensar en que curiosos animales son los humanos. Me han mantenido vivo tanto tiempo para no dejarme morir en soledad.
Que detalle ¿no?.

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