Cuando sale a la calle, el humo alto hace que tosa una vez más. En la ciudad ya no hay niebla. El humo alto ha tomado su lugar. No hay espacio en el cielo para el aire ¡Como para esperar que lo hubiera para la niebla! Muchos dicen, en los informativos y los documentales, que el tráfico terminaría devorando la tierra. Lo cierto es que ya ha tomado y digerido el cielo.
- Mierda – y la afirmación se hace eterna por lo repetida. Por la constancia en el fallo de la caja de cambios, por la ingratitud reiterada y ubicua del tráfico, por la imposibilidad de escapatoria del atasco.
La máquina vuelve a estar en su sitio. Las sirenas la anuncian, las luces la anticipan. No debería estar allí. Las emisoras anuncian que no está allí, la lógica debería impedir que estuviera allí, las cámaras de la DGT niegan que esté allí. Pero sigue en su sitio, escupiendo grava y alquitrán, tiñendo del negro luto de su contenido la calzada que debería asfaltar en la oscuridad de la noche y no en el tórrido calor de la hora punta. Está allí. Ese ya es su sitio. La reiteración le ha concedido carta de naturaleza. La alquitranadota tiene su nuevo feudo.
Siente como las luces se quedan un instante paradas, el tiempo que un suspiro tarda en formase, el tiempo que su escote tarda en hincharse antes de exhalarlo ante la atenta mirada del conductor tuneado que le ha tocado de compañero en esa danza aciaga de adelantamientos al ralentí. Las sirenas del monstruo del alquitrán dudan un instante, como el politono de un móvil con poca batería, como la primera entrando por trigésimo cuarta vez en la última media hora.
Pasa junto a la máquina y un operario la saluda. Siempre son los mismos. Siempre llegan de lejos, siempre soportan el calor que otros no aguantan. Manejan las señales con la desgana de aquellos que hacen algo que no quieren hacer –no es culpa nuestra – parecen decir sin hablar- somos unos mandados. Todos negros, todos rubios, todos los mismos. Todos de lejos. Son rostros diferentes, pero son los mismos.
- Siempre es lo mismo si no cambia –le grita uno de ellos, las rastas atadas a la espalda, la sonrisa careada en sus dientes negros, como la piel, como la magia- Siempre es lo mismo ¿Otra vía?
No entiende la pregunta y acelera. Acelera. La carretera ya lo permite. El atasco desaparece cuando el monstruo alquitranador queda a tras. Y ella acelera. Huyendo del lugar, huyendo del calor, huyendo de la desazón que le han producido las palabras del operario, huyendo de la complicidad de su sonrisa. Huyendo de su vida.
Conduce mirando al frente, a las intermitentes líneas que dan la posibilidad a los velocistas suicidas de poner a prueba su pacto diario con la muerte, a las rectas continuas que mantienen a los conductores a salvo de aquellos que compiten al volante con su propia ignorancia, con su secular inconsciencia.
No mira a los laterales, no aparta la vista del frente hasta que le llega un olor familiar, un olor añorado y perpetuo. Un olor que no debería estar allí.
La humedad la hace romper a sudar y la sal la obliga a estornudar justo cuando gira la cabeza. Cree que no está viendo lo que ve y parpadea dos veces. Suena un claxon.
La línea del mar sigue allí, las rompientes siguen allí. El ruido, la humedad, la sal, siguen allí. No deberían estar pero permanecen allí. La costa se marca en el lateral de la carretera como la hombrera de su camiseta lo hace sobre su brazo.
Decide tomar la primera salida de la autopista. Ni siquiera se fija en la indicación. No tiene sentido dar pábulo a las indicaciones cuando el mar no está en su sitio.
El desvío la lleva hasta la playa. No la sorprende. Si ha aparecido el mar de repente será para que alguien vaya a verlo, a sentirlo. Ya no tiene que añorarlo. Lo tiene delante.
Ni siquiera se molesta en ponerse las sandalias. Salta del coche descalza y pisa la arena, la arena de su mar, su arena.
Y pasea por ella como si no estuviera sorprendida, como si nunca se hubiera marchado, como si recurriera a la letanía de lo cotidiano en lugar de a la plegaria de lo insólito.
Nunca se ha marchado. Está donde debe estar.
Comienza a jugar con el llavero, haciendo que se balancee de un lado a otro entre sus dedos. No es su llavero. Se da cuenta y sonríe. Mira al horizonte y ve las escalinatas. La piedra que da acceso al paseo. Un paseo marítimo que siempre ha estado ahí pero al que ha vuelto tras atisbar la sonrisa de un negro.
Sube descalza los escalones y se detiene para alzar la cabeza. De nuevo su torcida sonrisa sacude su rostro. La sonrisa de asombro y de enojo con un destino que no se explica en su suerte y que no se disculpaba en su desdicha.
Sin apartar los ojos del ático se dirige al portal. Luego mira las llaves y un sexto sentido le dice que funcionarán. Que es el lote completo. La primera que elige abre el portal. Mira los buzones. Su nombre está escrito en el lacado negro que decora el cajetín del Ático C.
Y allí sube. En ascensor. Nada de deshacerse en eternos escalones, nada de regodearse cada día en su desdicha de cubrir los últimos metros hacia el descanso en empinados peldaños que desafían a sus ya desafiantes tacones. Otra llave del llavero que no es el suyo gira en la cerradura y entra.
Y lo ve. Impoluto e imaginado. Cómo sería si existiera, como lo desea ahora que existe. El amplio salón, el televisor de plasma, el sofá y la chaiselonge; las estanterías con sus libros. Todos sus libros. Nunca mas dividir su cultura, dividir su literatura, dividir sus pertenencias. Nunca más dividir su vida.
Y sabe que ha llegado a casa. A esa casa que el destino ha negado a su existencia. Descubre que el péndulo del equilibrio y la corrección ha girado con ella de repente, arrastrándola a la vida que quería. A otra vía. A su vida.
Sin cuestionarse nada, sin hallarse en conflicto, se ducha y se tira en el sofá. Entonces ve la hora. Son las cuatro y veinte. Ya está duchada y preparada para vivir y son las cuatro y veinte.
Mientras multidifunden a Grey y su anatomía y al médico que sueña con morir, especula un instante con lo sucedido. En alguna ocasión ha oído hablar de las ondas de corrección quánticas o algo por el estilo. Alguien le ha contado que los accidentes con el espacio tiempo quántico generan drásticos cambios que nadie, salvo los afectados, percibe. Sí, alguien se lo ha explicado porque aparece en una novela o algo así. Él se lo ha explicado ¿Quién salvo él habla con ella de esas cosas?
Descuelga y marca.
- Telefónica le informa de que el numero que usted ha marcado no existe –las voces pregrabadas nunca cambian. Ni siquiera en las correcciones cuánticas-
Coge el móvil. El número no está en las últimas llamadas. Es raro. Lo busca en la agenda. No aparece. Borrado por el capricho de los quantos, por la magia inefable de un demonio perverso disfrazado de rastafari con casco de obrero. Pero ella está dispuesta a vencer. Se encamina hacia el despacho. No sabe donde está, pero tiene que haber uno. En su nueva vida tiene que haber despacho.
Es amplio y el ordenador es moderno. Se sienta ante él y lo enciende. No suena. La física del espacio tiempo también ha mejorado el sistema de ventilación de la máquina. Se conecta a La Red y no puede evitar la tentación.
La página de su banco se abre, saludándola por su nombre con esa naturalidad de un amigo que está a tu lado y a quien soportas por obligación. Pide su saldo y sus movimientos. Aparecen más ceros a la derecha de los que esperaba. Cientos de movimientos, todos favorables. El 19 de marzo, el 24 de julio, el 15 de agosto, el 11 de abril. Es como si todo lo deseado le hubiera tocado. La física cuántica, la bendita física cuántica, ha cambiado su suerte de forma absolutamente radical. El último mensaje recibido de la entidad financiera avisa de la cancelación definitiva de la hipoteca. Así debe ser, dice su sonrisa. Pero no esta en Internet para eso.
Teclea el nombre en Internet. Aparecen los artículos, aparecen los relatos, incluso los eróticos, aparecen los cuentos, aparecen los diseños. Todo está ahí. No será difícil hacer una leve corrección. Enmendarle la plana a los pliegues espaciotemporales.
Entonces se detiene ¿Qué decirle a alguien que será un desconocido? ¿Qué explicarle a alguien que no la conocerá, que no la creerá? A lo mejor no merece la pena. Pero sigue buscando.
Las páginas amarillas no le dan su teléfono pero descubre algo que no debería estar. Un enlace a un diario en el que nunca trabajó, en el que nunca escribió. Pincha sobre él.
El grafico se despliega a una velocidad difusa entre la impaciencia y la sorpresa. Se compone empezando por una banda negra que rodea un espacio en blanco. Luego las letras, también negras. Hormigas difuminadas sobre un fondo blanco, mientras el gráfico va ganando definición. Las primeras son las últimas: RIP
Las letras siguen difuminadas, pero ella percibe que ya no es culpa de la lentitud en su definición. Es la patina de agua salada que se asoma a sus ojos.
“muerto en trágico accidente de tráfico con su esposa y sus hijos el día 26 de noviembre de 1999. Sus amigos y compañeros no le olvidan. Descanse en paz”, puede leerse tras el nombre, escrito en notables mayúsculas, en cuerpo 18. No llora. El mar ya pone la sal y el agua en el ambiente.
Deja el ordenador encendido y abandona el despacho, abandona el ático, abandona la playa. Se sube de nuevo al coche y conduce por la misma autopista en sentido contrario.
Busca un atasco, busca una alquitranadota que hace su trabajo cuando debería dejar paso a aquellos que buscan el reposo de sus hogares tras el trabajo.
La encuentra, custodiada y flanqueada por los obreros. Siempre los mismos, siempre diferentes. El rastafari sonríe de nuevo y ella para el coche en el arcén. Con su sonrisa negra y mellada el operario se acerca. Ella baja la ventanilla.
- ¿Qué es lo que sabes de física cuántica? – le pregunta el negro a quemarropa-.
- Voy a volver –dice ella sin responder a la pregunta-.
- Yo la inventé –afirma el rastafari ignorando la afirmación-
- Vuelvo – dice ella subiendo la ventanilla y acelerando-.
Y acelera. La carretera le permite acelerar y lo hace, dejando de nuevo atrás el monstruo que enluta la calzada con su alquitrán. Acelera en la dirección opuesta a la que la lleva a la playa, el ático. A su vida soñada.
- Una vez extendida una capa, ya no puede quitarse. Se seca rápido –masculla el operario mientras mira el alquitrán caer sobre la autopista. Luego se encoge de hombros- ¿Otra vía? Otra vida.
Abre y cierra los ojos mientras conduce; aparta los ojos del lateral y los fija durante minutos en el frente de la carretera; parpadea rápido y luego gira la cabeza de forma brusca. Repite la operación tantas veces como la esperanza se lo permite. La línea del horizonte marino sigue a su derecha.
El mar ya no es lo suficientemente salado para retener sus lágrimas. Otra vida.
- Mierda – y la afirmación se hace eterna por lo repetida. Por la constancia en el fallo de la caja de cambios, por la ingratitud reiterada y ubicua del tráfico, por la imposibilidad de escapatoria del atasco.
La máquina vuelve a estar en su sitio. Las sirenas la anuncian, las luces la anticipan. No debería estar allí. Las emisoras anuncian que no está allí, la lógica debería impedir que estuviera allí, las cámaras de la DGT niegan que esté allí. Pero sigue en su sitio, escupiendo grava y alquitrán, tiñendo del negro luto de su contenido la calzada que debería asfaltar en la oscuridad de la noche y no en el tórrido calor de la hora punta. Está allí. Ese ya es su sitio. La reiteración le ha concedido carta de naturaleza. La alquitranadota tiene su nuevo feudo.
Siente como las luces se quedan un instante paradas, el tiempo que un suspiro tarda en formase, el tiempo que su escote tarda en hincharse antes de exhalarlo ante la atenta mirada del conductor tuneado que le ha tocado de compañero en esa danza aciaga de adelantamientos al ralentí. Las sirenas del monstruo del alquitrán dudan un instante, como el politono de un móvil con poca batería, como la primera entrando por trigésimo cuarta vez en la última media hora.
Pasa junto a la máquina y un operario la saluda. Siempre son los mismos. Siempre llegan de lejos, siempre soportan el calor que otros no aguantan. Manejan las señales con la desgana de aquellos que hacen algo que no quieren hacer –no es culpa nuestra – parecen decir sin hablar- somos unos mandados. Todos negros, todos rubios, todos los mismos. Todos de lejos. Son rostros diferentes, pero son los mismos.
- Siempre es lo mismo si no cambia –le grita uno de ellos, las rastas atadas a la espalda, la sonrisa careada en sus dientes negros, como la piel, como la magia- Siempre es lo mismo ¿Otra vía?
No entiende la pregunta y acelera. Acelera. La carretera ya lo permite. El atasco desaparece cuando el monstruo alquitranador queda a tras. Y ella acelera. Huyendo del lugar, huyendo del calor, huyendo de la desazón que le han producido las palabras del operario, huyendo de la complicidad de su sonrisa. Huyendo de su vida.
Conduce mirando al frente, a las intermitentes líneas que dan la posibilidad a los velocistas suicidas de poner a prueba su pacto diario con la muerte, a las rectas continuas que mantienen a los conductores a salvo de aquellos que compiten al volante con su propia ignorancia, con su secular inconsciencia.
No mira a los laterales, no aparta la vista del frente hasta que le llega un olor familiar, un olor añorado y perpetuo. Un olor que no debería estar allí.
La humedad la hace romper a sudar y la sal la obliga a estornudar justo cuando gira la cabeza. Cree que no está viendo lo que ve y parpadea dos veces. Suena un claxon.
La línea del mar sigue allí, las rompientes siguen allí. El ruido, la humedad, la sal, siguen allí. No deberían estar pero permanecen allí. La costa se marca en el lateral de la carretera como la hombrera de su camiseta lo hace sobre su brazo.
Decide tomar la primera salida de la autopista. Ni siquiera se fija en la indicación. No tiene sentido dar pábulo a las indicaciones cuando el mar no está en su sitio.
El desvío la lleva hasta la playa. No la sorprende. Si ha aparecido el mar de repente será para que alguien vaya a verlo, a sentirlo. Ya no tiene que añorarlo. Lo tiene delante.
Ni siquiera se molesta en ponerse las sandalias. Salta del coche descalza y pisa la arena, la arena de su mar, su arena.
Y pasea por ella como si no estuviera sorprendida, como si nunca se hubiera marchado, como si recurriera a la letanía de lo cotidiano en lugar de a la plegaria de lo insólito.
Nunca se ha marchado. Está donde debe estar.
Comienza a jugar con el llavero, haciendo que se balancee de un lado a otro entre sus dedos. No es su llavero. Se da cuenta y sonríe. Mira al horizonte y ve las escalinatas. La piedra que da acceso al paseo. Un paseo marítimo que siempre ha estado ahí pero al que ha vuelto tras atisbar la sonrisa de un negro.
Sube descalza los escalones y se detiene para alzar la cabeza. De nuevo su torcida sonrisa sacude su rostro. La sonrisa de asombro y de enojo con un destino que no se explica en su suerte y que no se disculpaba en su desdicha.
Sin apartar los ojos del ático se dirige al portal. Luego mira las llaves y un sexto sentido le dice que funcionarán. Que es el lote completo. La primera que elige abre el portal. Mira los buzones. Su nombre está escrito en el lacado negro que decora el cajetín del Ático C.
Y allí sube. En ascensor. Nada de deshacerse en eternos escalones, nada de regodearse cada día en su desdicha de cubrir los últimos metros hacia el descanso en empinados peldaños que desafían a sus ya desafiantes tacones. Otra llave del llavero que no es el suyo gira en la cerradura y entra.
Y lo ve. Impoluto e imaginado. Cómo sería si existiera, como lo desea ahora que existe. El amplio salón, el televisor de plasma, el sofá y la chaiselonge; las estanterías con sus libros. Todos sus libros. Nunca mas dividir su cultura, dividir su literatura, dividir sus pertenencias. Nunca más dividir su vida.
Y sabe que ha llegado a casa. A esa casa que el destino ha negado a su existencia. Descubre que el péndulo del equilibrio y la corrección ha girado con ella de repente, arrastrándola a la vida que quería. A otra vía. A su vida.
Sin cuestionarse nada, sin hallarse en conflicto, se ducha y se tira en el sofá. Entonces ve la hora. Son las cuatro y veinte. Ya está duchada y preparada para vivir y son las cuatro y veinte.
Mientras multidifunden a Grey y su anatomía y al médico que sueña con morir, especula un instante con lo sucedido. En alguna ocasión ha oído hablar de las ondas de corrección quánticas o algo por el estilo. Alguien le ha contado que los accidentes con el espacio tiempo quántico generan drásticos cambios que nadie, salvo los afectados, percibe. Sí, alguien se lo ha explicado porque aparece en una novela o algo así. Él se lo ha explicado ¿Quién salvo él habla con ella de esas cosas?
Descuelga y marca.
- Telefónica le informa de que el numero que usted ha marcado no existe –las voces pregrabadas nunca cambian. Ni siquiera en las correcciones cuánticas-
Coge el móvil. El número no está en las últimas llamadas. Es raro. Lo busca en la agenda. No aparece. Borrado por el capricho de los quantos, por la magia inefable de un demonio perverso disfrazado de rastafari con casco de obrero. Pero ella está dispuesta a vencer. Se encamina hacia el despacho. No sabe donde está, pero tiene que haber uno. En su nueva vida tiene que haber despacho.
Es amplio y el ordenador es moderno. Se sienta ante él y lo enciende. No suena. La física del espacio tiempo también ha mejorado el sistema de ventilación de la máquina. Se conecta a La Red y no puede evitar la tentación.
La página de su banco se abre, saludándola por su nombre con esa naturalidad de un amigo que está a tu lado y a quien soportas por obligación. Pide su saldo y sus movimientos. Aparecen más ceros a la derecha de los que esperaba. Cientos de movimientos, todos favorables. El 19 de marzo, el 24 de julio, el 15 de agosto, el 11 de abril. Es como si todo lo deseado le hubiera tocado. La física cuántica, la bendita física cuántica, ha cambiado su suerte de forma absolutamente radical. El último mensaje recibido de la entidad financiera avisa de la cancelación definitiva de la hipoteca. Así debe ser, dice su sonrisa. Pero no esta en Internet para eso.
Teclea el nombre en Internet. Aparecen los artículos, aparecen los relatos, incluso los eróticos, aparecen los cuentos, aparecen los diseños. Todo está ahí. No será difícil hacer una leve corrección. Enmendarle la plana a los pliegues espaciotemporales.
Entonces se detiene ¿Qué decirle a alguien que será un desconocido? ¿Qué explicarle a alguien que no la conocerá, que no la creerá? A lo mejor no merece la pena. Pero sigue buscando.
Las páginas amarillas no le dan su teléfono pero descubre algo que no debería estar. Un enlace a un diario en el que nunca trabajó, en el que nunca escribió. Pincha sobre él.
El grafico se despliega a una velocidad difusa entre la impaciencia y la sorpresa. Se compone empezando por una banda negra que rodea un espacio en blanco. Luego las letras, también negras. Hormigas difuminadas sobre un fondo blanco, mientras el gráfico va ganando definición. Las primeras son las últimas: RIP
Las letras siguen difuminadas, pero ella percibe que ya no es culpa de la lentitud en su definición. Es la patina de agua salada que se asoma a sus ojos.
“muerto en trágico accidente de tráfico con su esposa y sus hijos el día 26 de noviembre de 1999. Sus amigos y compañeros no le olvidan. Descanse en paz”, puede leerse tras el nombre, escrito en notables mayúsculas, en cuerpo 18. No llora. El mar ya pone la sal y el agua en el ambiente.
Deja el ordenador encendido y abandona el despacho, abandona el ático, abandona la playa. Se sube de nuevo al coche y conduce por la misma autopista en sentido contrario.
Busca un atasco, busca una alquitranadota que hace su trabajo cuando debería dejar paso a aquellos que buscan el reposo de sus hogares tras el trabajo.
La encuentra, custodiada y flanqueada por los obreros. Siempre los mismos, siempre diferentes. El rastafari sonríe de nuevo y ella para el coche en el arcén. Con su sonrisa negra y mellada el operario se acerca. Ella baja la ventanilla.
- ¿Qué es lo que sabes de física cuántica? – le pregunta el negro a quemarropa-.
- Voy a volver –dice ella sin responder a la pregunta-.
- Yo la inventé –afirma el rastafari ignorando la afirmación-
- Vuelvo – dice ella subiendo la ventanilla y acelerando-.
Y acelera. La carretera le permite acelerar y lo hace, dejando de nuevo atrás el monstruo que enluta la calzada con su alquitrán. Acelera en la dirección opuesta a la que la lleva a la playa, el ático. A su vida soñada.
- Una vez extendida una capa, ya no puede quitarse. Se seca rápido –masculla el operario mientras mira el alquitrán caer sobre la autopista. Luego se encoge de hombros- ¿Otra vía? Otra vida.
Abre y cierra los ojos mientras conduce; aparta los ojos del lateral y los fija durante minutos en el frente de la carretera; parpadea rápido y luego gira la cabeza de forma brusca. Repite la operación tantas veces como la esperanza se lo permite. La línea del horizonte marino sigue a su derecha.
El mar ya no es lo suficientemente salado para retener sus lágrimas. Otra vida.
Podrá acostumbrarse. En realidad, ¿ya lo ha hecho?
Octubre 2008
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