Entre los últimos edificios en pie de la zona de negocios del Embudo, el aire fluctuaba frío como un catafalco de Sensei Okaido.
Myrll se ajustó los cuellos de pelo sintético de camello de su cazadora. Era una prenda sacada de los almacenes de tácticas por alguno de los traficantes de productos de lujo. Múltiples bolsillos, múltiples cartucheras. Más cartucheras que bolsillos. La piel marrón olía a auténtica gracias a los injertos olfativos con los que había sido tratada en las fábricas de la mancomunidad manchega, que sólo trabajaba para el ejército del Conglomerado Occidental. Olía a auténtica pero no lo era. Muchos novillos habían sudado y muerto en los laboratorios de los investigadores nivel siete de Sofía y Vladivostok para sintetizar el aroma.
- Odio el hielo –
La voz se desintegró con la última parte de la frase como la imagen de un presentador de la Infored al acabar un boletín. Myrll se volvió hacia el eco del hombre hablando en un común con un acento sureño, indeterminado. Podría ser italiano o portugués. Incluso español.
Era un comentario propio de cualquiera, de algún miembro del zoológico humano que poblaba el Eje madrileño. Podría referirse a hielo que trasportaba el aire o a los sucios cubos que se servían en los tenderetes del Embudo Municipal, abiertos veinticuatro horas y atendidos por maquinas de telemando robotizadas u hologramas de chicas con rostro japonés y pechos de Los Ángeles. Podría referirse a cualquier hielo. Incluso al hielo de Myrll.
- Hubiera sido más fácil cargar un Windows de preguerra en ese cacharro que intentar reconstruirlo para albergar soft genético de tercera ola – concluyó la voz recostada sobre la barra de piedra y plástico ceroso de color amarillo del tenderete – Total, el viejo no sabe por donde le da el aire cuando le sacan de su corcex.
El interlocutor asintió mientras vaciaba su cilindro de Gascola rosada de una sola inspiración y sin apartar la vista del pecoso escote que nunca se sometería a las leyes de la gravedad de la japonesa simulada, que ya le servía otra.
Jerga de operarios. Era ese hielo. El reconocimiento de la referencia tranquilizó a Myrll y le hizo hundir un poco más los hombros antes de continuar andando. El frío aire no había dejado de cortarle la cara. Escondió su boca de labios delgados bajo el cuello de la cazadora táctica y tan sólo dejó sus ojos, verdes y esquivos, a la vista de los que cabalgaban o corrían por las atestadas calles del Embudo.
Buscó un mentolado en uno de los bolsillos de rodilla de sus pantalones. El polímero sintiente con el que estaban fabricados reaccionó a la baja temperatura de su delgada mano y Myrll sintió el templado roce de la tela intentar calentar sus gélidos dedos. Se lo pensó mejor y cogió una serotirita, le retiró la protección de seguridad que advertía sobre lo adictivo del consumo de sustancias biológicas sintéticas y la aplicó a su ancha nariz. La pequeña banda se hizo transparente al contacto con la piel. Intimidad para la adicción. Quince segundos después habría desaparecido absorbida por la piel mientras el neurotransmisor sintetizado por la CrioCo. comenzaba su viaje hacia el cerebro de Myrll.
Myrll se ajustó los cuellos de pelo sintético de camello de su cazadora. Era una prenda sacada de los almacenes de tácticas por alguno de los traficantes de productos de lujo. Múltiples bolsillos, múltiples cartucheras. Más cartucheras que bolsillos. La piel marrón olía a auténtica gracias a los injertos olfativos con los que había sido tratada en las fábricas de la mancomunidad manchega, que sólo trabajaba para el ejército del Conglomerado Occidental. Olía a auténtica pero no lo era. Muchos novillos habían sudado y muerto en los laboratorios de los investigadores nivel siete de Sofía y Vladivostok para sintetizar el aroma.
- Odio el hielo –
La voz se desintegró con la última parte de la frase como la imagen de un presentador de la Infored al acabar un boletín. Myrll se volvió hacia el eco del hombre hablando en un común con un acento sureño, indeterminado. Podría ser italiano o portugués. Incluso español.
Era un comentario propio de cualquiera, de algún miembro del zoológico humano que poblaba el Eje madrileño. Podría referirse a hielo que trasportaba el aire o a los sucios cubos que se servían en los tenderetes del Embudo Municipal, abiertos veinticuatro horas y atendidos por maquinas de telemando robotizadas u hologramas de chicas con rostro japonés y pechos de Los Ángeles. Podría referirse a cualquier hielo. Incluso al hielo de Myrll.
- Hubiera sido más fácil cargar un Windows de preguerra en ese cacharro que intentar reconstruirlo para albergar soft genético de tercera ola – concluyó la voz recostada sobre la barra de piedra y plástico ceroso de color amarillo del tenderete – Total, el viejo no sabe por donde le da el aire cuando le sacan de su corcex.
El interlocutor asintió mientras vaciaba su cilindro de Gascola rosada de una sola inspiración y sin apartar la vista del pecoso escote que nunca se sometería a las leyes de la gravedad de la japonesa simulada, que ya le servía otra.
Jerga de operarios. Era ese hielo. El reconocimiento de la referencia tranquilizó a Myrll y le hizo hundir un poco más los hombros antes de continuar andando. El frío aire no había dejado de cortarle la cara. Escondió su boca de labios delgados bajo el cuello de la cazadora táctica y tan sólo dejó sus ojos, verdes y esquivos, a la vista de los que cabalgaban o corrían por las atestadas calles del Embudo.
Buscó un mentolado en uno de los bolsillos de rodilla de sus pantalones. El polímero sintiente con el que estaban fabricados reaccionó a la baja temperatura de su delgada mano y Myrll sintió el templado roce de la tela intentar calentar sus gélidos dedos. Se lo pensó mejor y cogió una serotirita, le retiró la protección de seguridad que advertía sobre lo adictivo del consumo de sustancias biológicas sintéticas y la aplicó a su ancha nariz. La pequeña banda se hizo transparente al contacto con la piel. Intimidad para la adicción. Quince segundos después habría desaparecido absorbida por la piel mientras el neurotransmisor sintetizado por la CrioCo. comenzaba su viaje hacia el cerebro de Myrll.
Me ha dado por recuperar mi instinto cyberpunk. Si logro acabarlo sereis los primeros en saberlo.
1 comentario:
Mola
Reconozco que a ratos este texto me hace sentir como en el momento del "Análisis diferencial" habitual de los capítulos de House. Lo leo (Veo) y pienso "No entiendo ni la mitad de las cosas que dicen, pero me entretiene y... me lo creo"
Y creerse lo ciberpunk no es fácil.
Si no lo continuas... también seremos los primeros en saberlo.
Un besote.
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