Es posible que muchos digan que una cosa no tiene que ver con la otra; que hilo muy fino.
Pero, como Ariadna, para mi, hilar es simplemente desentramar la maraña que hace que las diferentes hebras de una misma madeja parezcan diferentes ovillos.
Todo esto viene al caso porque una vez más me veo en la obligación de pensar que tenemos los políticos a que nos merecemos. Es más, yo apuraría todavía un poco -ya que estamos hilando fino-: tenemos la derecha que nos merecemos.
Rajoy, Mariano Rajoy, abandona su vestimenta de guiñol de quien le mueve y se disfraza de político responsable. Exige al Gobierno que extreme las precauciones contra el terrorismo yihadista -aunque el sigue llamándolo islamista- y que se lo tome en serio. Sería una advertencia coherente y acertada si no viniera de quien viene.
Si él, como ministro del Interior, y su sucesor Acebes se hubieran advertido a si mismos de que se tomaran en serio el terrorismo yijadista nos habríamos ahorrado un buen puñado de muertes y de dolor. Pero no. Unos individuos del movimiento Salafista de Liberación hacen volar la Casa de España en Casablanca y ellos dicen que es algo "circunstancial", que no tiene que ver con la presencia de España en la Guerra de Irak. Y luego llega Atocha, llega el tristemente famoso 11-M, y dicen que no podían preverlo, que no había indicios de actividad yihadista en España.
Sorprendería si nuestra sociedad fuera otra, si nuestra cultura fuera otra. Pero no lo es. Somos maestros en el arte farisaico de ver la mota en el ojo ageno y no la viga en el propio.
En todos los ámbitos de la vida, desde lo social hasta lo personal, ignoramos las advertencias, los consejos, los indicios, incluso las evidencias más radicales y evidentes. Nos amparamos en nuestros presupuestos y luego, cuando ocurre lo que los demás nos estaban diciendo que iba a ocurrir, nos limitamos a encogernos de hombros y a decir que no podíamos preverlo.
Incluso con la mejor de las voluntades -algo que no se le presupone, en este caso, a Rajoy y Acebes y en pocas ocasiones a cualquier otro político-, nos empeñamos en imaginar que nuestra voluntad es capaz de alterar la realidad, de hacer que ocurra lo que no está ocurriendo. Buscamos las voces y los gestos que refuerzan nuestra posición, nuestra creencia o nuestro deseo y nos parapetamos tras miles de trincheras que nos permiten mantenernos inmóviles y que parecen demostrarnos que, pese a todas las evidencias de nuestra equivocación, esta no se está produciendo.
Lo hacemos en las expresiones sociales: nadie va a la huelga, nadie participa en las reivindicaciones por justas que sean, pero cuando nos damos cuenta de que eso es un error, de que eso no nos permite avanzar, nos limitamos a encogernos de hombros y decir que "nadie hace nada" o que "eso no sirve de nada" o incluso que "yo tengo que mirar por mi y no por los demás ¡Para eso están los sindicatos!"
Lo hacemos en las relaciones personales, cuando nos empeñamos en buscar fórmulas de solución que sólo nos benefician a nosotros, sin contar con el perjuicio que le podemos hacer al otro integrante de la relación -ya sea padre, madre, amante o amigo- . Y luego, cuando vemos que eso destruye más que crea, disgrega más que une, perjudica más que ayuda, volvemos a recurrir al beatífico encogimiento de hombros y afrimarmos que "no podíamos saberlo" o que "no podiamos hacer otra cosa".
Incluso lo hacemos en el ámbito personal. Ponemos nuestras expectativas en condiciones y situaciones que no dependen de nosotros, que exceden a nuestras capacidades o a nuestros actos, incluso que están por encima del esfuerzo o el sacrificio que es evidente que requerieren. Y, cuando nos damos cuenta que no las alcanzamos, elevamos los brazos girados hacia la ciega dama y gritamos "no es justo".
Somos una sociedad sin capacidad de reconocimiento del error propio, que sólo puede ver, por individualismo y egoismo, los errores ajenos o que, al menos, siempre busca en factores externos la explicación a los errores, la exoneración de nuestra falta.
Y como ejemplo basta otro botón político. Y de nuevo del PP.
El Partido Popular decide ir de la mano y bajo el palio de la Iglesia Católica, defendiendo posiciones indefendibles en la sociedad moderna, sólo para que desde los púlpitos se incluya la negociación con ETA como el octavo pecado capital.
Pero nadie puede recordarselo, es evidente para casi todos, pero nadie puede decírselo en público.
Cuando alguien les dice que eso es una equivocación, cuando el dueño y presidente de un grupo de comunicación reflexiona sobre la necesidad de tener otro tipo de derecha política, ellos reaccionan taándose los oídos como un niño en el patio de recreo de un colegio y optan por el infantil "habla chucho que no te escucho" y además "ya no te hablo, por malo" Y su argumento es que eso es algo que "sólo compete a los votantes del PP".
Sería patético si fuera algo que sólo hace un líder político incompetente, pero como, para mi, es sólo una hebra más de la madeja que forma el ovillo de nuestras vidas, es trágico.
Cuando alguien nos dice lo que no funciona, lo que estamos haciendo mal, en lo que nos estamos equivocando -o al menos reflexiona sobre ello y nos lo comunica- nosotros primero lo ignoramos, buscamos nuestra voz interna, que refuerza nuestra posición, nos apoyamos en todas las voces externas que también la comparten. Hasta ahí bien, es algo lógico, es algo comprensible.
Pero cuando esa voz se hace fuerte y nos descubre que realmente tiene razón -al menos en parte-, entonces nos tapamos los oídos y hacemos todo lo posible por ignorarla. Negamos al que nos critica el oído y la palabra. Lo alejamos para que no sea factor, aunque reconozcamos que su reflexión sobre nuestra vida, nuestra sociedad o nuestro gpartido político es acertada. Simplemente nos negamos a seguir escuchando, a seguir hablando. No podemos vivir con la crítica.
Consideramos que esa crítica es un vicio -incluso en los que nos quieren-, consideramos que les mueven objetivos ocultos o personales o simplemente consideramos que son "muy pesados". Reaccionamos alejándonos de todo aquello que nos reitera su desacuerdo con nuetros esquemas, sin darnos cuenta que, a lo mejor, la insistencia en la crítica no es más que un reflejo de nuestra insistencia en un error que, aunque incluso podemos llegar a reconocer, nunca abandonamos.
En fin, como diría un gran político -de derechas, por cierto- La izquierda suele ser el reflejo de la sociedad que queremos y la derecha suele ser el reflejo de la sociedad que tenemos.
Así las cosas, no es estraño que el PP se comporte como se comporta. Puede que sea hilar muy fino, pero por más que uso la rueca de mis reflexiones, no veo donde se rompe la madeja.
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