La capacidad para la incoherencia de esa porción del orbe que hemos dado en llamar la civilización occidental es algo que no deja de sorprender a propios y extraños -aunque creo que los propios, en este caso, están más allá de toda posibilidad de sorpresa-. Una de esas organizaciones no gubernamentales -que se hace llamar algo así como Transparencia Internacional ha presentado un informe en el cual las grandes economías emergentes del planeta -curiosamente ninguna occidental, que por aquí ya se emergió de las aguas económicas hace tiempo- suspenden en lucha contra la corrupción.
Y claro los gobiernos occidentales tuercen el gesto y comienzan a hablar de falta de confianza, de retraimiento - no de retracción, eso sería hablar correctamente- de la inversión, etc, etc, etc...
Hay ocasiones en las cuales es difícil discernir si lo que ocurre en Occidente es que se tiene poca memoria o mucha caradura. En este caso está claro que ambos conceptos nos rebosan por los bordes.
Brasil, China, Rusia e India, o sea las económias emergentes -cualquier podría imaginárselas como venus boticcelianas surgiendo desnudas entre espumas marinas-, no son transparentes con su sector público y eso no está bien. Eso es malo para el sistema, eso es perjudicial para la democracia.
Occidente, que las ha arrojado a ese concepto de economía emergente, que prácticamente las ha forzado a aceptar ese sistema económico a través de una composición magistral formada por un tercio de lisonjas, un tercio de amenazas y un tercio final de miradas apartadas cuando conviene, se rasga las vestiduras y se preocupa por esta presencia del fantasma de la corrupción en los que están llamados a ser los pilares económicos de un futuro que se pierde en las profecias de los oráculos del capitalismo mundial.
Si hablamos de capitalismo, si hablamos de librecambrismo o como queramos llamarlo, la corrupción es un elemento fundamental en toda economía emergente. Y aquí es donde tenemos el ataque de amnesia histórica que nos permite abrir los ojos como platos de sorpresa y torcer el gesto de disgusto ante la situación.
Mas allá de que todos parecen ignorar o al menos fingir no darse cuenta de lo irónico que resulta que China, Rusia, India y Brasil, o sea la mitad de la población mundial (3.000 millones de personas -sin contar las antiguas repúblicas soviéticas que siguen siendo satélites económicos rusos-) haya tardado tanto tiempo en emerger económicamente -¿por qué será, que diria la mítica Bombi del programa televisivo?-, Occidente ignora que aquí, por estos lares de la civilización, pobre heredera de lo grecolatino, lo cristiano y lo pagano, se hizo exactamente lo mismo.
El sector público concedía dádivas, regalos, explotaciones y negocios a aquellos que creía que se lo merecían o que estimaba que les venía bien. El sector público estaba tan corrupto que se permitía con trompetas y clarines otrogar a familiares y amigos fuentes de riqueza para pagar o pedir favores.
Claro que entonces esas dádivas no eran contratos. Se llamaban patentes de corso, cartas de naturaleza, títulos nobiliarios... El sector público era conocido como La Corona y la corrupción como Feudalismo.
La Revolución Industrial se hizo sobre la base de fortunas que se habían forjado así y se siguieron construyendo así. Los gobiernos concedían explotaciones mineras, cartas coloniales, licencias de asentamiento, contratos de abastecimiento y monopolios de intendencia con las luces apagadas y los taquígrafos ciegos.
Toda economía que haya sido emergente en el sistema capitalista, desde Inglaterra hasta Estados Unidos, desde Alemania hasta España, ha crecido asumiendo la corrupción del sector público, la arbitrariedad de aquellos que concedían la explotación de los recursos dentro y fuera de sus fronteras.
Claro que nosotros lo llamamos Colonialismo y le dimos carta de naturaleza histórica.
Y si no, que se lo pregunten a Onasis, a Rockefeller o a cualquiera de las grandes fortunas que se han hecho sagradas. Todas tienen una larga historia de contratos y concesiones oscuras, sin demasiada documentación, de sobornos, de grandes cenas y pequeñas reuniones en bibliotecas a la luz de la chimenea, al calor del coñac y entre el humo de los puros.
Puede ser que luego lo controlaramos un tanto -tampoco demasiado-, pero toda economía emergente tiene en la corrupción del sector público una fuente de negocio. Siempre y cuando emerga desde `la base de un sistema capitalista.
Nosotros inventamos ese sistema económico y lo aplicamos sin pudor mientras nos vino bien ¿por qué lo criticamos ahora? La respuesta es muy sencilla. Porque no estamos en condiciones o no nos atrevemos a cuestionar el sistema en si mismo, el capitalismo que lleva aparejada esa corrupción -lo dice la historia, no yo-. Y sobre todo porque esa corrupción nos perjudica a nosotros, al entramado económico occidental.
Y ahí es donde entra la porción de caradura de esta historia.
Con echar un simple vistazo a las páginas de la sección nacional de los periódicos, nos damos cuenta de que la corrupción está muy lejos de estar controlada en el mundo occidental, lo cual ya supone un ejercicio de caradura de proporciones bíblicas -lo de bíblico es, más que nada, por eso de ver la mota en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro-. Pero todavía hay que ir más allá.
Cuando esa corrupción permitió a las grandes multinacionales occidentales asentarse en la India utilizando trabajo infantil o en China usando trabajo semiesclavo ningún organismo internacional protestó por ella.
Cuando esa corrupción del sector público permitió a las grandes empresas europeas y estadounidenses expoliar las selvas y las minas brasileñas, gracias a concesiones y contratos concedidos a cambio de una villa en La Riviera o un retiro en Palm Springs, nadie habló de la lacra que la corrupción suponía para las economías emergentes. Claro que entonces no eran emergentes. Es más, no eran ni economías.
Cuando Yeltsin o Putin concedieron a dedo, sin contar con Duma alguna y por su santa -o ex sovietica, que viene a ser lo mismo- voluntad contratos millonarios en infraestructuras a empresas alemanas, francesas e inglesas nadie se paró a pensar si había sobres millonarios por debajo o contrapartidas personales en la sombra. Se apretaron las manos, se hicieron las fotos, se publicaron las noticias y a otra cosa.
Así que el problema que ha hecho temblar las carnes de Occidente no debe haber sido la corrupción. Nosotros la utilizamos para entrar en esos mercados, nosotros la inventamos para desarrollar nuestras economías.
Lo que hace temblar a las organizaciones no gubernamentales y a los organismos económicos mundiales es el hecho de que ahora los que se benefician de ella se apellidan Rutenko, Chen Liu, Ramthara o Da Silva -y cualquier parecido con el apellido de un empresario real es pura coincidencia, en serio-.
No es que nos importe la corrupción en esas economías lo que nos preocupa es que ya no nos beneficia a nosotros.
Así que hay que controlarla, hay que mantenerla bajo mínimos. Porque si no es así, no tendremos seguros contratos y negocios en esos lares. Ahora hablamos de libre competencia y de conceder loscontratos a las empresas mejor preparadas -o sea las nuestras, sin lugar a duda- porque si no se llevarán la parte del león los nuevos señores feudales de las economías emergentes y no las cuentas de negocio de nuestras multinacionales.
Y mientras nuestros ayuntamientos siguen concediendo contratos a la puja más baja, filtrando informaciones privilegiadas a sus amigos o a aquellos que les sobornan para que consigan asignaciones millonarias. Pero eso es otra cosa, claro. Es algo doméstico
La corrupción endémica del sector público en sus contracionesdentro del sistema capitalista no puede darse en Brasil, China, India o Rusia. No puede darse porque entonces la mitad de la poblacíón del mundo crecerá económicamente y nosotros no nos llevaremos una parte del pastel.
No puede darse porque , si se produce, sólo puede benficiarnos a nosotros. Si no ocurre eso no puede estar bien.