El Oriente Árabe y el Sur Musulman están ardiendo. Y, no nos engañemos, arderán por los cuatro costados y no dejarán de hacerlo hasta que el hartazgo y la lógica se impongan sobre la furia, la desesperación y la exigencia de cambio. ¿Es bueno?, ¿es malo?
El Occidente Atlántico, ese occidente incólume atenazado por la necesidad judeocristiana de situar los actos y los hechos a un lado y a otro de la linea maniquea del bien y del mal, se hace y de deshace en preguntas de ese porte, ignorando el hecho de que la única verdad, la única realidad, es que, sencillamente, esa hoguera es inevitable.
Es inevitable porque el equilibrio del mundo no puede mantenerse sobre el pilar de la dicotomía perversa que obliga a que, para que la democracia y la libertad sean posibles en los países occidentales y sus aliados -¡premio para el caballero! Estoy pensando en Israel-, sean mantenidos, consentidos y apoyados gobiernos que cercenan, dificultan e incluso imposibilitan esas libertades en el mundo árabe y musulmán.
Resulta inapelable porque el hecho de que Egipto sea un estado tapón entre el mundo árabe radical -que mira con odio bélico hacia la tierra de Sión- e Israel, forzorso aliado de este nuestro occidente, por complejo de culpa de unos y soledad autoimpuesta de los otros, no les importa a los miles de egipcios que pagan con su miseria los delirios faraónicos de un gobernante, que empezó bien y acabó mal.
Un gobernante que se acostumbró a ver que cualquier cosa que hiciera era consentida por los "vigilantes" occidentales con tal de que no se saliera del guión con respecto a Israel.
Que el mundo árabe arda se transforma en una condición obligatoria porque a los habitantes de Yemen les importa bien poco que el gas que fluye bajo sus pies sea la reserva guardada por Occidente para calentar sus cuerpos bajo la ducha y sus platos sobre el fuego, en el caso de que, el siempre impredecible gobierno ruso, cambie de opinión, de que Afganistan se pierda para la causa de la comodidad occidental o de que las repúblicas ex sovieticas decidan venderle su gas a China -ahora que pueden hacerlo porque han entrado en la Organización Mundial del Comercio-.
Porque a los yemenies no les importa que nos duchemos o no, si eso supone que ellos tengan que seguir en un estado medieval, feudal y despótico que les impide ser como quieren ser en lo religioso, lo sexual y en todo lo demás.
Que el Sur Musulmán estalle en llamas es una realidad necesaria, porque a los tunecinos no les importa que necesitemos sus playas para tomar el sol, sus costas para nadar y sus hoteles para copular, en aras de vivir una experiencia, controlada y sin riesgo alguno, de contacto con el mundo musulmán.
No les importa todo eso, si para ello tienen que soportar un sistema que impone el robo institucional como forma de gobierno, que hace del nepotismo un rango legal y que les fuerza a no tener trabajo, no encontrar salida a sus estudios universitarios o vivir continuamente bajo el umbral de la pobreza con un par de dinares al mes.
El Oriente Árabe y el Sur Musulmán tienen que arder hasta consumir todo rasgo de lo que nosotros queremos que sean, porque les hemos mostrado cómo tienen derecho a ser y luego hemos pretendido que sigan siendo lo que son, para que nosotros no corramos el riesgo de dejar de ser lo que queremos ser. Para nosotros parece un trabalenguas, pero ellos lo tienen muy claro.
Para nosotros Túnez es El Bardo, Cartago, romance y Hamammet; para ellos es hambre, falta de esperanza, cleptocracia e injusticia. Para nosotros Egipto es Keops, Historia, Tutankamon y El Nilo; para ellos es despotismo, miseria, falta de libertad e indignidad. Para nosotros Yemen es desierto, gas y puro y duro desconocimiento; para ellos es servidumbre, esclavitud y muerte.
El mundo árabe, cercanamente lejano, y el mundo musulmán, alejadamente cercano, tienen que arder para que, de los rescoldos de nuestro hastío sobre lo que somos, renazca su evolución hacia lo que desean ser. Para que en las brasas de nuestro egoismo sobre lo que tenemos derecho a ser se cocine su conocimiento de lo que realmente son. Para que, de las cenizas de nuestra renuncia a lo que deberíamos ser, se eleve el fenix de su esperanza en lo que ellos podrían ser.
Todo eso hace inevitable que lo arábe y lo musulmán crepite en llamas.
La presencia constante del activismo yihadista, la obcecación de Israel con Palestina, el ascenso del islamismo teocrático, la falta de criterio a la hora de enfrentarnos al desarrollo histórico del mundo árabe, la manipulación iraní, la provocación vaticana, la cristianofobia religiosa, la islamofobia social, el mito del continuo antisemitismo, el fiasco estadounidense en Irak y Afganistán, el enconamiento civil Pakistaní, la perpetua inestabilidad libanesa, la tibieza europea, la hipocresía saudí, el neutralismo jordano, el sionismo militar israelí, los delirios de grandeza sirios, la indiferencia omaní, la demagogia libia y la continua presión rusa, entre otras cosas, son los leños que permiten y hacen posible que la hoguera del Islam y de lo árabe haya ardido tan fuerte.
Por eso arde y las llamas llegan tan alto pero, ¿por qué no podemos y no podremos apagar esa hoguera?
No podemos pararlo porque Barack Obama pide que se mantenga el orden y no habla de justicia, porque Merkel se muestra procupada por el respeto a los ciudadanos extranjeros y no por el respeto a los ciudadnos nativos atacados por los tanques egipcios, las porras tunecinas o los látigos -sí, látigos- yemaníes; porque Zapatero habla de no violencia y no de castigar a los ladrones gubernamentales, encarcelar a los represores o juzgar a los torturadores; porque Sarkozy habla de respeto a los bienes culturales y al Patrimonio de la Humanidad en lugar de hacerlo sobre el respeto a la disedencia o la necesdad de abandono de los gobernantes.
No podemos pararlo porque estamos mandando el mensaje de que consideramos más importante nuestras vacaciones, la arqueología, la historia, nuestra tranquilidad, nuestros miedos y nuestros romances exóticos bajo los azahares, que los derechos y las libertades de gentes que no lo han sido en mucho tiempo porque, entre otras cosas, a nosotros nos convenía y nos sigue conviniendo que no lo sean.
Porque consideramos que Patrimonio de la Humanidad son la muerte y la memoria de déspotas finados hace miles de años y no la vida de personas que habitan en el mismo tiempo y el mismo mundo que nosotros. Porque, como es habitual en nosotros, nos fijamos en lo supérfluo y olvidamos lo esencial, nos indignamos por lo secundario e ignoramos lo fundamental. Nos centramos en lo que nos afecta y dejamos de lado lo que destruye al resto del mundo.
Si las arenas del Sinai han de tragarse los muros de Massada y Jericó, sea. Si el fuego de la indignación ha de hacer arder las momias, sea. Si las arenas han de tragarse las pirámides o las aguas engullir los restos de Cartago o el museo de El Bardo, sea. No es lo más deseable, pero sea.
Al fin y al cabo nosotros hicimos arder Cartago, Roma, Jerusalén y Constantinopla por menos; quemamos Alejandría y su biblioteca por menos y saqueamos los museos persas y mesopotámicos de Bagdad por mucho, mucho menos.
Al fin y al cabo nosotros quemamos un bonito e histórico castillo llamado La Bastilla para luchar por lo nuestro
¡Qué distinto sería el mundo si nos hubiéramos preocupado entonces por el patrimonio cultural!, ¿no os parece?
¡Qué distinto sería el mundo si nos hubiéramos preocupado entonces por el patrimonio cultural!, ¿no os parece?