En Holanda hay una correa de metro y medio de largo que nos ata a la pared. Ciento cincuenta centímetros de curtido y fuerte cuero de Flandes que nos separan de la autocomplacencia. Mil quinientos milímetros de resistente materia que acaban en el pecho de un muchacho y que nos limitan el acercamiento a la utopía y nos impiden el acceso a la perfección.
En Holanda hay una correa de metro y medio que nos recuerda que tenemos trabajo por hacer, que no está todo inventado. Que el mundo aún no está bien hecho.
Brandon está atado a una pared en Holanda. Lleva así cuatro años, casi una cuarta parte de su vida, así. Su radio de movimiento es de un metro y medio. No puede alcanzar tres de las cuatro paredes que le circundan, no puede recorrer el perímetro del cuarto que le retiene. No puede dar más de tres pasos sin tener que volver sobre ellos.
Y eso nos indigna. Eso nos contrae, nos asusta y nos impele a clamar por la libertad de Brandon.
Y, cuando nos enteramos, volvemos nuestro rostro en busca de un gobierno perverso que le retenga, de un torturador desalmado que le castiga, de un carcelero inhumano que le retiene. En busca de un objetivo de nuestra justa rabia que nos depure las lágrimas de nuestra repentina tristeza. Lo buscamos y no lo encontramos.
No lo hallamos porque Brandon no es un preso político, no es espía torturado, no es un ciudadano injusta e inhumanamente retenido. No lo encontramos porque en Holanda -en el mundo- es legal tener a Brandon atado a una pared. No lo encontramos porque el enemigo de Brandon, que le retiene y le ata a una pared, está dentro de él.
No lo vemos porque Brandon está loco.
Escucha voces que le impelen, que le obligan, a destruir todo lo que le rodea y a atacar a todos los que se cruzan en ese reducido espacio al que le ha confinado su enfermedad y la furia de sus voces. Y por eso permanece atado y fijado a la pared por una correa de cuero holandés de ciento cincuenta centímetros.
Si hubiera nacido hace milenios en la Tierra de Ur, esas voces le hubieran transformado en un profeta y le hubieran llevado a la muerte en aras de su dios; si hubiera venido al mundo en la polvorienta Galilea de hace unos dos mil años, esas voces furiosas le hubieran convertido en un mesías y hubiera tenido idéntico prematuro final; si sus locos ojos se hubieran abierto en las riberas del Ganges, estaría sentado sobre un colchón de púas intentando digerir hojas curvas de acero o si su primera respiración hubiera inhalado el puro aire del año mil en Europa, su vida hubiera transcurrido, barbuda y autoflajelada, en alguna caverna boscosa, anunciando el fin del mundo. Si hubiera nacido en la Damasco de Saladino o en la Granada de Abderraman, las gentes se hubieran apartado a su paso y hubieran musitado la letanía en honor de aquellos cuyos ojos no están en este mundo porque vieron a Allah antes de nacer.
Pero Brandon ha nacido hoy y ha nacido en Holanda. Por eso está atado a una pared. Porque Brandon no es un profeta, no es un mesías, no es un santón ni es un monje apocalíptico. Porque Brandon es un esquizofrénico sin cura en una sociedad que, en su lucha por la perfección, se ha olvidado de algún que otro detalle sin importancia.
Alguien, una enfermera, ha grabado a Brandon y ha difundido esa sobrecogedora imagen de un adolescente, que no ha hecho nada, tratado como no nos atreveríamos a tratar ni al peor de los criminales de guerra que podamos echarnos a la memoria.
Lo ha hecho porque le parece injusto. Y tiene toda la razón. Es injusto que Brandon esté atado. Es injusto para Brandon, es injusto para Holanda. Es injusto para el mundo.
Es dolorosa e irremediablemente injusto.
Brandon no quiere estar atado, Su madre no quiere que esté atado, sus médicos no quieren que esté atado, Holanda no quiere que esté atado. El mundo no quiere que esté atado.
Pero su mente, sus voces y su locura le atan a un muro de madera a través de una correa de metro y medio de largo.
Por primera vez -quizás por primera vez en este blog- Brandon está atado y nadie tiene la culpa de ello. Por eso es injusto, por eso, en esta ocasión, el llanto es acertado y la rabia es sincera. Suponiendo que aún lo derramemos y aún la sintamos.
Porque nadie tiene la culpa de que no haya una medicina que pueda curar a Brandon, que pueda, al menos, acallar sus voces destructivas, que pueda, en el peor de los casos, acrecentar sus voces tranquilizadoras -que también las tiene-.
Porque nadie tiene la culpa de que la investigación médica y farmacológica no haya llegado aún a ese punto y sí nos permita taparnos las arrugas, transformarnos la sangre y cambiarnos los cuerpos.
Porque nadie tiene la culpa de que no haya una terapia que pueda calmar a Brandon cuando puede quitarnos las vergüenzas, las adicciones, los miedos y las fobias en sesiones de una hora, dos días por semana. Cuando puede tranquilizarnos, aunque no tenemos motivo ninguno para estar intranquilos y quitarnos la depresión aún cuando no tenemos excusa alguna para estar deprimidos.
Porque nadie tiene la culpa de que Brandon haya nacido en ese punto ciego de la historia en el que la sociedad ya no está acostumbrada a convivir con sus locos y aún no está preparada para curarlos a todos.
Porque nadie tiene la culpa de que mil pequeñas derivas en el rumbo de la investigación, en aras de lograr financiación, hayan retrasado el paso a nuestros científicos.
Porque nadie tiene la culpa de que cientos de horas utilizadas en eliminar pequeños males por los que pasar una factura hayan impedido desarrollar a nuestros terapeutas una manera que permita a Brandon relacionarse con el mundo y con sus voces.
Porque nadie tiene la culpa de que los pequeños males de muchos hayan impedido centrarse en los grandes males de unos pocos.
Porque nadie tiene la culpa de que, entre tanta investigación energética, tanta preservación del Amazonas, tanta defensa de los derechos animales, tanta medición de la capa de ozono, tanto tratamiento de autoestima, tanto esfuerzo solidario y tanto impulso caritativo, no nos haya dado tiempo a llegar a la solución del problema de Brandon, justo en el momento en el que Brandon lo necesitaba.
Nadie tiene la culpa de que no podamos estar en todo. Nadie tiene la culpa de que dios no exista y además no podamos sustituirlo.
Y nos provoca tristeza y nos produce rabia porque, pese a negarlo casi siempre, pese a ignorarlo en la mayor parte de las ocasiones, nos sentimos abofeteados por el recuerdo repentino de que, ni nosotros ni el mundo en el que vivimos -aunque sea occidental y atlántico-, somos perfectos.
Y eso está bien. Está muy bien. La rabia es un impulso como otro cualquiera para crecer, para estar vigilantes, para evolucionar. Para conseguir que la próxima vez que nazca un Brandon que necesite, como diría el bilbaíno, que de la cabeza le arranquen cables pá meterle cosas que antes no le cabían, no nos pille tan sólo a metro y medio de la perfección y tenga que pagarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario