Es cierto que se debería empezar por lo importante y luego continuar con lo interesante -así me lo enseñaron los que me explicaron como funciona o como debe funcionar la información-. Pero mientras el mito de precisión suiza del secreto bancario comienza a hacerse añicos -y eso es interesante- y las potencias que lo son en estos momentos redibujan en el orden mundial para dejarlo exactamente igual -y eso es importante-, yo he decidido empezar por el final.
Es decir, por la noticia esperpéntica y ridícula que serviría para cumplimentar el tiempo concedido a un informativo televisivo. Por la información que serviría para que torcieramos la sonrisa con incomprensión y algo de judeocrsitiana resignación si nos hiciera arquear la ceja de pura incomprensión y de incipiente indignación. He decidido empezar por el ridículo. Por la agresión al consejero de Cultura de la Región de Murcia, Pedro Alberto Cruz.
Y es que, en este peculiar caso, el ridículo se ha asentado en las mentes y los actos de todos los que han participado en estos días en la danza de requiebros a la estupidez y piropos a la falta de juicio que ha desatado el incidente.
Un consejero de Cultura recibe una paliza de un individuo -o dos o tres, que no se sabe-, en unas circunstancias que no se explican y por unos motivos que se desconocen. Hasta ahí el suceso, lo que se sabe de él. A partir de ahí el ridículo.
Para empezar, políticos de uno y otro signo comienzan a aparecer en la palestra de la opinión pública sin saber lo que ha ocurrido pero deplorando los hechos, rechazando lo ocurrido.
Un responsable político es agredido y de repente parece que hiciera falta parar la Segunda Guerra Civil Española. La élite política de nuestro país -si se le puede aplicar ese concepto. Tanto el de elite como el de politica- se lanza a los micros y las plumas para describir como intolerable, como incalificable, como insoportable la agresión contra Pedro Alberto Cruz.
En principio lo es -no se me malinterprete-, pero ¿por qué los políticos de todo signo y condición hablan de ella?, ¿qué la hace diferente de las otras otras setecientas doce agresiones que fueron juzgadas y condenadas en la región de Murcia el año pasado?, ¿qué les impulsa a sentir la necesidad de deplorarla, de condenarla?
No puede ser el mobil porque, incluso a día de hoy, por más que se haya escrito y hablado, no sabemos los porques de esa agresión. No puede ser el como, porque el ataque salvaje y por sopresa es un modus operandi muy extendido entre las agresiones, no puede ser el cuando porque no llega en un momento especialmente crucial en la historia de nuestro país.
Así que, eliminados los porques, los comos y los cuandos, sólo queda una explicación. Les parece grave por el quién. Por que es una agresión a un político. A uno de ellos.
Y eso tiene que ser más grave que cualquier otra agresión, eso tiene que ser más criticable y más perjudicial que si tres locos hubieran molido a palos a un presidente de una comunidad de vecinos por una discusión por las jardineras del portal, que si un individuo furioso hubiera lacerado a patadas a otro por una discusión de tráfico, por un ataque de celos furiosos o por cualquier otro motivo.
Los políticos están tan acostumbrados a sentirse intocables, a sentirse inalcanzables por la justicia que, de repente, se sienten indefensos, se sienten fuera de juego cuando se dan cuenta que nada puede hacernos intocables contra la injusticia, que nada puede aforarnos contra la violencia absurda y gratuita. Y eso da miedo.
Da miedo y desata el ridículo. El ridículo de vincular la vida de un político con la política. El ridículo de considerar que todo lo que le ocurre a un político tiene que ver con la política.
El ridículo de pedir explicaciones al Delegado de Gobierno en Murcia por no actuar de forma contundente.
Para el delegado del Gobierno en Murcia es una agresión más. Como las que se producen en la puerta de los afterhours cuando los cerebros testosteronados pelean por un escote, como las que se producen cada tarde de domingo en las puertas de La Condomina, como las que se producen en los bares o incluso en el interior de las casas entre personas que deberían amarse pero se pegan.
¿Que debería hacer?, ¿debería declarar el Estado de Excepción, la Ley Marcial, el toque de queda?, ¿debería mandar a policía y Guardia Civil a registrar Murcia casa por casa hasta encontrar un bate de beisbol o un puño americano ensangrentados? El Delegado del Gobierno en Murcia hace lo que hace siempre ante una agresión, o sea nada. Pero eso es intolerable porque ahora el agredido es un político.
Y el ridículo continua con las insinuaciones indignadas de que el PSOE está relacionado con las agresiones y con las respuestas, aún más indignadas, de los socialistas murcianos y del estado español en general, rechazando esas veladas -y no tan veladas- acusasiones.
Y ese ridículo se engrandece hasta límites insospechados cuando alguien del PSOE, en un ataque de comprensión, tolerancia y talante -que los socialistas del siglo XXI se caracterizan por su talante, no lo olvidemos-, tira de Obama y de Gifords, de Tucson y de matanzas como ejemplo.
Comparando lo ínfimo con lo monumental, comparando lo incomparable. Comparando el esfuerzo de un presidente por lograr que su país no se rompa y que su sociedad no se disuelva en grupos irreconciliables con un incidente domestico que, a estas alturas del partido, no se sabe a qué responde.
Pero tiene que ser comparable. Giffords y Cruz son políticos. Ambos deberían haber sido intocables.
Y ahí debería haber parado, pero los españoles -y muchos otros occidentales- tenemos el egoismo suficiente para ser capaces de elevar el ridículo a proporciones faraónicas.
Valcárcel, el presidente murciano, acusa a la oposición, a los sindicatos, a la izquierda, a todo aquel que se pone por delante, de haber propiciado el clima que ha permitido que un loco -la grandiosa teoría del loco solitario- agrediera a su consejero de cultura. Y el egregio mandatario murciano se queda tan pancho. Tan convencido de que se ha transformado en el Barack Obama de Murcia -aunque en blanco, por supuesto, que todo tiene un límite-.
Ignora o quiere ignorar que los sindicatos han realizado seis manifestaciones para oponerse a que el resultado de su mala gestión caiga sobre las espaldas de los trabajadores públicos; olvida o quiere olvidar que las críticas de la oposición autonómica se deben a que él, su gobierno y su administración, han permitido que el déficit público se instale en las arcas del gobierno regional; obvia o pretende obviar que las críticas de asociaciones culturales y sociales de Murcia hacia la consejería de Cultura de Cruz vienen motivadas por la retirada masiva de subvenciones para cubrir los gastos de magnos eventos, en cuya organización se emplean cantidades de dinero casi insultantes.
Olvida o quiere olvidar que las protestas se producen porque él lo ha hacho mal y que el probleno no parte de que alguien proteste por una mala gestión parte de la mala gestión. Si no hay mala gestión no hay protestas.
Ramón Luis Valcárcel -¿Por qué todos los cargos murcianos tienen nombre compuesto?, ¿será ese el motivo de que perciban la política como un culebrón?- acusa a los socialistas de participar en el clima de protesta social y vecinal, en manifestaciones contra él y su gobierno que se producen desde las navidades, desde que el Gobierno le colocó en el disparadero por ser la Comunidad Autónoma con mayor déficit de España.
¿Qué deberían haber hecho?, ¿deberían no haber protestado, haberse callado para evitar que a un loco se le ocurriera apalizar al consejero de cultura?, ¿deberían haber dejado a Valcárcel campar a sus anchas por las arcas autonómicas con tal de que ningún político saliera herido?
El rídiculo lleva al presidente murciano a insisnuar que sí, que deberían haber hecho precisamente eso.
La seguridad personal de su consejero es sacrosanta. Todo debe subsumirse a ese objetivo fundamental. Es posible que ese clima no se hubiera producido si él y su gobierno hubiera gestionado adecuadamente el gobierno autonómico, si no hubiernan basado el modelo de crecimiento de su región en la burbuja inmobiliaria, si no se hubieran endeudado hasta las cejas y hubieran pagado a sus proveedores.
Pero eso es secundario. Un político debe estar protegido y ser intocable hasta cuando lo hace mal.
Y para rematar la faena, el PP nacional clava el último par de banderillas del ridículo en el lomo del toro intoreable en el que se ha convertido esta situación.
Desde su cama hospitalaria, el consejero Cruz, convaleciente y heroíco, abre los ojos -no como Giffords, en silencio- para hablar e igualar su agresión con un acto terrorista y el PP le sigue el juego, asiente cabizbajo y meditabundo, convoca minutos de silencio y manifestaciones silenciosas.
En su desesperado intento de convertir en política el asunto, reacciona como siempre ha reaccionado ante la violencia, ante las agresiones: convirtiéndose en su simbionte político, utilizándolas o tratando de utilizarlas en su propio beneficio.
Lo hizo con un atentado falsamente fallido contra Aznar para ganar unas elecciones que parecía imposible que ganase; lo hizo con el secuestro y muerte de un concejal, haciendo parecer que los violentos le mataban por ser del PP, como si no hubieran matado a Tomás y Valiente, como si no hubieran intentado matar a Atuxa.
Lo hizo regalando pisos y haciéndose fotografías electorales con las familias de dos inmigrantes asesinados por error -un error criminal, que quede claro- en la T4 de Barajas; lo hizo engrandeciendo y manipulando las asociaciones de víctimas del terrorismo; lo hizo cuestionando beneficios penitenciarios a asesinos que ellos mismos habían dado desde el gobierno años antes; lo hizo reclamando a escondidas por los pasillos del Senado otro atentado para reducir en una decena de puntos la diferencia que les separaba entonces de sus antagonistas en las encuestas de intención de voto.
Y ahora, como todo está a la baja, como ETA está de tregua, decide victimizar a otro de sus políticos -más modesto, eso es cierto- para intentar lo único que el PP ha sabido intentar siempre ante los actos violentos: lograr remuneraciones electorales, réditos políticos.
Así que, lo que le ha pasado a Pedro Alberto tiene que ser político, tiene que ser un síntoma político, tiene que estar relacionado con la política. Porque, si no es así, al Partido Popular no le serviría de nada.
Nosotros no tenemos Tea Parties que estén enloqueciendo de odio e intolerencia a nuestra sociedad; nosotros no tenemos una Sarah Palin que haga puntería sobre dianas que representan figuras de inmigrantes; nosotros no tenemos complejo militar industrial que presione para la guerra; nosotros no tenemos hombres y mujeres armados por las calles que creen que la libertad de portar armas sacraliza la libertad de utilizarlas a su libre albedrío.
Nosotros sólo tenemos políticos que parecen ser tan conscientes de estar haciéndolo mal, de estar fallando estrepitosamente, que tienen más miedo que vergüenza, que quieren asegurarse de ser intocables en su inutilidad y en su incapacidad. No vaya a ser que alguien comience a exigir un castigo a su inoperancia. Y eso sería intolerable.
No quiera el destino que, al final, el descerebrado que ha golpeado al consejero lo haya hecho por una deuda de juego o porque le había robado a la novia -como si una novia pudiera robarse-.
Porque entonces no habría excusa alguna para exigir a la sociedad que no proteste de forma airada y constante contra la incapacidad de sus gobernantes. A que exijan responsabilidad y castigo para ellos, no pese a que sean políticos, sino precisamente por el hecho de serlo.
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