Por fin llegó lo que tenía que llegar. Hasta ahora habían hecho equilibrios, habían tirado y aflojado, habían jugado a que no pasaba nada, a que no había pasado nada, a que no iba a pasar nada. Habían contado una y mil veces el cuento -uno más- de Pedro y el Lobo.
Pero por fin llegó el lobo. El Estado -no nos equivoquemos, el Estado y no el Gobierno- acude en auxilio de la banca. O cuando menos obliga a la banca a rescatarse a si misma.
Y ahora es cuando toca indignarse. Hablar de banqueros que viven en La Moraleja, en Plencia o en La Ribera, de cuentas de beneficios, de dividendos a accionistas. Del dinero de todos destinado a salvar las espaldas con nombres poco castos de unos pocos.
Ahora es cuando toca recordar, es cuando parece que viene al caso pedir que ese dinero se destine a los parados, a los sin techo.
Cuando se antoja necesario traer a la memoria a los que, de repente y por arte de crisis, se han visto arrojados a conceptos, como subsistencia o miseria, que eran desconocidos, en este nuestro occidente incólume e inmaculado, salvo cuando determinadas fechas y campañas publicitarias nos obligaban a vestir el lustroso pero molesto abrigo de la caridad.
Ahora es cuando la ministra Salgado anuncia que se forzarán las fusiones de las cajas -a golpe de Decreto Ley, ¡Que antidemocrático!-, que se recurrirá a las nacionalizaciones, si es necesario, para cerrar el sumidero cósmico en el que se han convertido los balances de las entidades financieras y por el que se han escapado más de 20.000 millones de euros de las cajas y ni se sabe cuantos miles de millones de los bancos.
Ahora es cuando parece que toca recordar esa escasa vena combativa y social que de vez en cuando nos sale cuando vemos que se beneficia al rico y se olvida al pobre, que se salva al poderoso y se deja caer al indefenso.
Pero en realidad no estamos recordando. Para recordar hay que saber. Para recordar tendríamos que haber conocido a aquellos abocados a la subsistencia cuando nosotros no forrábamos parte de ellos. Tendríamos que haber sabido de los miserables cuando nosotros no engrosábamos sus cada vez más macilentas y numerosas mesnadas.
No podemos recordar, por mucho que nos indigne el rescate de las entidades bancarias y de las cajas de ahorros, a aquellos de los que nos hemos negado a saber nada cuando los números -nuestros números- cuadraban y llegaban a fin de mes.
Esa ola de indignación que comienza a recorrer la espina dorsal de los adormecidos sindicatos, de los irreflexivos antisistema y de nosotros mismos, no es un espacio para el recuerdo. Es simplemente una laguna que hemos excavado para ahogarnos en el olvido.
Un espacio profundo en el que ahogar el recuerdo de que hemos vivido demasiado tiempo por encima de nuestras posibilidades. De que hemos recurrido al crédito para todo y para cualquier cosa. de que nosotros hemos hundido a los bancos.
Unas aguas profundas donde hundir el recuerdo de que el agujero hipotecario de los bancos y cajas se debe a que muchos de nosotros decidimos en su día pedir créditos que suponían más de la mitad de nuestros salarios o incluso la totalidad de los mismos; que muchos de nosotros recurrimos al sueldo de nuestra pareja o de nuestros progenitores para facilitarnos el acceso a viviendas que no podíamos sufragar, que no estábamos en condiciones de mantener.
Y lo hicimos simplemente por el hecho de que considerábamos que era un mínimo incuestionable poseer una vivienda, de que teníamos derecho a ella aunque no pudiéramos pagarla, aunque nos llevara toda la vida sufragarla. Aunque tenerla supusiera gastar por encima de nuestras posibilidades.
Es más que cierto que conviene recordar que las entidades financieras deberían haber tenido la suficiente capacidad de análisis como para negarnos esos créditos. Pero no es menos cierto que no conviene olvidar que nosotros deberíamos haber tenido la suficiente responsabilidad como para no pedirlos.
Nuestra indignación por el rescate bancario no es otra cosa que un ataque de ira que nos ciega el recuerdo de que hemos tirado de tarjeta de crédito para gastos necesarios para los cuales no teníamos dinero a fin de mes porque habíamos dilapidado nuestros ingresos en otras cosas.
Nos permite olvidar que hemos comprado la comida de un mes con el sueldo del siguiente, que hemos pagado las vacaciones de un año con el sueldo del siguiente, que hemos comprado a plazos y sin intereses juguetes electrónicos que no podíamos pagar, tratamientos y lujos que no podíamos sufragar, caprichos y premios que no podíamos costear.
Que hemos creído que estábamos en condiciones de gastar eternamente como si el dinero fuera a fluir siempre, como si no hubiera mañana o, por lo menos, el mañana fuera a ser igual que el hoy.
Nuestras quejas por el rescate a la banca olvidan que el nivel de morosidad es nuestro. Que somos nosotros los que no devolvemos los créditos personales, los que no satisfacemos las cuotas de las tarjetas de crédito. El agujero bancario es el resultado de permitir que muchos de nosotros gastáramos y consumiésemos, más allá del dinero que teníamos, usando el dinero que íbamos a tener como si no hubiese posibilidad de dejar de tenerlo.
No hay que olvidar que la banca y los bancos tendrían que haber realizado un mejor estudio del mercado financiero y podrían haber rebajado los límites en las tarjetas de crédito, las facilidades a la concesión de créditos al consumo y la posibilidad de endeudarse sobre sueldos futuros y no garantizados. Pero hay que recordar que nosotros deberíamos haber tenido el criterio suficiente como para no aprovechar esas facilidades si no estábamos en condiciones y en la seguridad de poder afrontarlas.
Los gritos de protesta contra el rescate de los bancos nos permiten acallar nuestras conciencias culpables por haber iniciado negocios de incierto futuro, por haber intentado especular con bienes que estaban diseñados para cubrir necesidades básicas -como la vivienda, por ejemplo-, por haber intentado sacar partido de un mercado inmobiliario que debería haber cubierto esas necesidades y no servido de banco de pruebas para especuladores aficionados, que jugaban al monopoly con su propio futuro, y para emprendedores de tres al cuarto que buscaban un beneficio rápido y casi infinito.
Porque el fiasco inmobiliario de la banca se debe a que algunos de nosotros nos embarcaron en la construcción de viviendas que luego eran vendidas al resto de nosotros. Porque la burbuja inmobiliaria creció porque comprábamos a cualquier precio, presuponiendo que podríamos vender en cualquier momento a un precio más alto -y así obtendríamos beneficios- una vivienda que nunca habíamos deseado habitar. Porque creímos que podíamos reproducir el ciclo hasta que la casa nos gustara o la avaricia se nos gastara.
Hay que recordar que los bancos deberían haber sido lo suficientemente rigurosos como para valorar los riesgos de esos negocios y tener en cuenta la volatilidad de esa situación. Pero también hay que recordar que nosotros deberíamos haber tenido la ética y el realismo suficientes como para no intentar aprovecharnos de esa situación viciada y peligrosa.
Y no deja de ser comprensible que se proteste contra el rescate bancario mientras se deja en la calle y a su suerte a otras muchas empresas y trabajadores -y eso sí lo hace el Gobierno, no el Estado-.
Pero no conviene olvidar que esa protesta lo es contra un sistema del que nosotros hemos sido parte. Contra una situación de la que hemos sido demiurgos creadores. Contra una realidad que se ha forjado en el irrealismo de todos, por creernos y hacernos creer a nosotros mismos que no podíamos hacer otra cosa que vivir por encima de nuestras posibilidades.
Por aceptar como irremediable, deseable y positivo que, porque el sistema permitía y concedía esa posibilidad en tiempos de bonanza, vivir por encima de nuestras posibilidades de gasto corriente -es decir, del dinero que teníamos cada mes-, era un derecho inalienable e incuestionable.
Así que está bien, es equitativo y saludable, que protestemos contra el rescate bancario. Puede que por primera vez desde que la civilización se hizo occidental y atlántica estamos protestando contra nosotros mismos. Ya es un paso. Pequeño pero un paso.
Esperemos que para todo lo demás no siga estando Mastercard.
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