Uno se monta en una moto -¡quien se lo iba a decir!- y acude a celebrar la tamborrada donostiarra. Los colegas te cuidan, te presentan, te inflan a kokotxas con almejas exquisitas -aunque el cocinero se empeñe en que no es así, que se le han pasado-, te riegan gaznate, mantel y vestimenta con caldos de la tierra y te endulzan el trago con trufas artesanas. Un lujo, vamos. Y a medianoche, la Plaza de la Constitución está hasta la bandera, la que se está izando, por cierto.
La efímera alianza entre la risa y los generosos tragos de txacolí dificultan al extremo seguir el ritmo de golpes y baquetas para emular al personal donostiarra que se lo pasa en grande en su fiesta grande. Y se pierde el golpe, se enreda el ritmo, pese a los juveniles años de batería, hasta volver a empezar, el gorro de cocinero se te tuerce y la fiesta se vuelve cachondeo.
Y es entonces cuando, por casualidad, en un momento de descanso entre ritmo de tambor y ritmo de tambor, cuando te fijas, cuando posas la mirada en esa plaza donostiarra abarrotada y te fijas en las gentes. Es entonces cuando, como una aparición surgida de otro mundo, contemplas al chino.
No es un chino corriente, de esos de los nuestros, de tienda de alimentación o restaurante. Entre tanto uniforme carlista -¡que parece mentira que perdieran sus guerras con esos uniformes tan espléndidos!, entre tanto sombrero de chef y entre tanta txapela, el chino viste traje.
Luce terno impoluto y corbata vistosa, observa con la sonrisa despistada del que disfruta pero no comprende, con la esperanza de que los tragos de vino le abran la mente a eso que parece divertido pero que no termina de ubicar en su mente y sus sentidos. En resumidas cuentas, es un chino turista. Y la presencia de ese chino turista entre tambores y uniformes dieciochescos explica casi todo.
Ese chino, que mantiene el respeto hacia lo desconocido en la banal creencia de que nosotros haríamos lo mismo si fuéramos a Shangai o a Pekin, dice más de China que las visitas de Hu Jintao a Washington, que los discursos de Obama en los salones de la Avenida Pensilvania, que las cifras macroeconómicas y los análisis políticos. Ese chino trajeado en la Plaza de la Constitución de Donosti lo dice todo sobre la nueva posición de China en el mundo.
Lo explica hoy, que los vapores del txacolí se disipan a marchas forzadas, claro está.
China es una potencia. En realidad siempre lo fue. La única diferencia es que ahora no podemos permitirnos el lujo de ignorarlo.
Y eso es lo que Hu Jintao ha ido a recordarle a Obama en su propio domicilio. Obama ya lo sabe, pero conviene que de vez en cuando alguien se lo recuerde. Como a todo Occidente. Así funcionan las potencias.
China promete respaldar la deuda pública española, anuncia inversiones en latinoamérica, destina dinero a sus vecinos y viaja con la mando tendida y abierta hasta Estados Unidos para hablar de finanzas. Así se mueven las potencias y ya nadie puede ni quiere impedir que China lo haga. Es más, se congratulan de que así sea.
Y los hay que dicen que es el comienzo de un nuevo orden mundial. Pero no es así. No hay novedad ninguna.
El orden sigue siendo el mismo. El mundo seguirá sugiriendo en voz baja y con mucho cuidado al país poderoso que debe respetar los derechos humanos, que debería abolir la pena de muerte, que debe evitar la persecución política, mientras le grita a otros estados, menos poderosos y más llevaderos como enemigos, que está en la obligación de hacerlo. En eso no cambiará el orden.
Los réditos y los beneficios fluirán hacia las cuentas de las empresas y los magnates desde los lugares en los que colocan sus empresas, en los que establecen sus negocios, dejando una ínfima parte de los beneficios en esas tierras y en esas poblaciones. En eso tampoco se modificará orden alguno.
La economía mundial se verá marcada por las idas y venidas del gigante, por sus avatares sociales, políticos y económicos y todas las bolsas de valores se harán eco de sus estornudos en forma de drásticas bajadas de rentabilidad y de sus sanos sonrojamientos en formas de alzas constantes e inesperadas. En eso tampoco se verá modificado orden alguno.
Los aliados, los socios y los adláteres mirarán a otro lado de vez en cuando e interpretaran los ritmos expansionistas, las veleidades belicistas y los arranques imperialistas como una mota de polvo en el inmenso tapiz de sus necesidades, como un mal menor que conviene pasar por alto en aras de unos buenos acuerdos comerciales con la potencia. Así que ese orden tampoco se verá alterado
Los enemigos serán pocos, pequeños, recalcitrantes y, aunque en ocasiones se les de la razón teórica, siempre se instará a una solución diplomática, a una solución dialogada, a una solución que no obligue a nadie a posicionarse en contra de la potencia, por si acaso decide tenerlo en cuenta más adelante. Eso tampoco supone mutación alguna en el orden mundial.
Los gobiernos, las empresas y los dineros se esmerarán por posicionarse en el mercado del gigante, por establecer relaciones comerciales, por vender sus productos en sus tierras, en la esperanza de sacar tajada, de aprovechar el tirón, de llevarse para sus países y sus cuentas corrientes un pellizco de la prosperidad de esa economía. En eso tampoco habrá cambio alguno en el orden establecido.
Los turistas de la metrópolis seguirán acudiendo a otros países con esa inocente arrogancia del que se cree el centro del mundo, con la incomprensión del que, aunque llegue a ser respetuoso, siempre se sentirá superior y con la tranquilidad de que su dinero es aceptado en todo el orbe conocido. Ese orden tampoco mudará.
Así que -y puede que sean los restos de txacolí que aún decoran mi sangre- no se ve cambio alguno en el orden mundial. El hecho de que China sea una potencia reconocida y reconocible no supone surgimiento de ningún nuevo orden mundial. Es el mismo orden de siempre.
Puede que los nombres cambien. Puede que el enemigo sea Taiwan en lugar de Cuba, puede que el invadido sea Tibet en lugar de Grenada, puede que la moneda sea yuan en lugar de dolar, puede que los nombres y acrónimos empresariales sean CNPC en lugar de Shell, Lenovo en lugar de Microsoft y Guangdong en lugar de Silicon Valley.
Puede que los vecinos sean Vietnam en lugar de México, puede que los socios sean APEC y no UE, que los aliados sean ANSEA y no OTAN, puede que el rival - aliado a regañadientes sea Japón y no Alemania, Corea y no Gran Bretaña.
Puede que sea un chino de traje en la tamborrada de Donosti y no un yankie borracho montando bronca en el Maremagnum del puerto de Barcelona. Pero el orden mundial no cambiará porque China sea una potencia.
Cambiará el lugar de occidente y de muchos de nosotros en él, pero el sistema seguirá siendo el mismo. Perderemos posiciones en favor de otros que no las tenían e incluso, es posible, que nos encontremos, a la larga, en los escalones más bajos de la cadena alimenticia económica universal. Hasta puede que lo perdamos todo.
Pero eso no cambia el orden mundial. Eso nos cambiará a nosotros y nuestro puesto en el mundo. Y nosotros no somos algo que le preocupe al inmutable orden económico universal. Habrá potencias, superpotencias, países ricos, economías emergentes, economías en recesión, países pobres, colonias económicas y lugares miserables. Puede que sus nombres cambien. Pero el orden económico mundial no conoce a nadie por su nombre de pila.
¡Y todo por un chino en Donosti! ¡Lo que hace el txacolí y el cachondeo!
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