Los mitos caen. Quizás por eso son mitos. O quizás lo son porque se convierten en mitos desde el momento en que sabemos que están llamados a caer cuando la necesidad les hace innecesarios y la realidad les transforma en molestos.
Pero el hecho es que los mitos caen. Como cayeron en la Antigua Grecia, como cayeron en el imperio -el único que, en la historia occidental, puede ser considerado como tal-, como cayeron en el milenarismo medieval y como lo hacen en los días de la Civilización Atlántica.
Los mitos caen por una tontería, por una insignificancia. Como lo hizo Aquiles por la parte más nimia de su cuerpo, como lo hizo Julio César por el integrante menos relevante de su estirpe, como lo hizo Camelot por el más joven e inexperto de sus enemigos y como lo hace el secreto bancario por una pequeña mosca cojonera llamada Wikileaks.
El secreto bancario es el mito y el rito más importante del sistema financiero que ha mantenido ese sistema económico que ha permitido sobrevivir a la sociedad occidental. El sistema que la ha permitido comer todos los días, que la ha posibilatado sobrevivir a sus ciclos y que la ha llevado al lugar en el que está ahora: al borde del colapso definitivo o de la enesima reconstrucción completa.
Los habrá que digan que el secreto bancario es necesario, es un derecho, es una necesidad ética de un sistema que juega y arriesga, que guarda y potencia,el dinero de otros. Y yo no voy a quitarles la razón. Y los habrá que piensen que Assange y su Wikileaks tienen mucho que ocultar, mucho que callar, mucho de lo que responder. Y tampoco voy a decir que no.
Pero ese no es el asunto. El asunto es el secreto.
Más allá de lo que es y de lo que fue, el secreto bancario se ha convertido en una laguna ética con las dimensiones de un agujero negro. Puede ser que fuera creado para que los estados no pudieran meter mano impunemente en los dineros privados, pero ahora es la principal arma delictiva del mundo.
Puede ser que yo tenga derecho a que nadie sepa cuantos recibos de la luz me veo obligado a devolver a fin de mes, puede que tenga derecho a que nadie sepa cómo muevo mis dineros, qué pagos hago con ellos o en qué dia empiezo a tirar del crédito de mi tarjeta. Pero ese no es el problema.
Los grandes adalides del secreto bancario, los inmarcesibles financieros de la Confederación Helvética, los elegantes cambistas del Principado de Luxemburgo y los bronceados banqueros de Caiman Brac no se dedican a protegernos contra las más que desmesuradas reclamaciones financieras de nuestras ex mujeres, contra los pufos económicos de nuestros ex maridos ni contra el control de nuestros dineros por nuestros familiares. Se dedican a delinquir.
Eso, y sólo eso -no Wikileaks, no la falta de ética, no la ilegalidad- ha hecho caer el mito del secreto bancario. Eso y la realidad. La realidad es una bofetada en el rostro de un sistema que sacraliza libertades isacralizables, mientras niega libertades básicas.
Los estados, que pagan por Ops. Negras a mercenarios internacionales, tienen cuentas cifradas; los dictadores, que sacan todo el dinero que roban de su país, con la aquiescencia de ese occidente que habla y escribe de derechos humanos, tienen cuentas cifradas; los dlincuentes internacionales, que matan en las calles a niños con la droga o que asesinan por dinero con un rifle de precisión, tienen cuentas cifradas, las empresas, que desvían ganancias y que realizan ventas prohibidas, tienen cuentas cifradas, los defraudadores tienen cuentas cifradas, los estafadores tienen cuentas cifradas, los ladrones tienen cuentas cifradas, los políticos corruptos tienen cuentas cifradas, el pelotazo tiene cuentas cifradas, la burbuja inmobiliaria tiene cuentas cifradas, la compra de votos tiene cuentas cifradas, las comisiones ilegales tienen cuentas cifradas, los traficantes de drogas armas y mujeres tienen cuentas cifradas.
El secreto tiene cuentas cifradas.
Y eso es lo que le ha hecho caer como mito de libertad inalienable. Porque ese mito del secreto -llamado intimidad en nuestros tiempos y nuestros espacios- ha sido pervertido, ha sido transformado, ha sido mal utilizado en todos nuestros ámbitos vitales, sociales y políticos. Como ocurre siempre, como ha ocurrido con los mitos desde el principio de los tiempos.
Y eso es lo que le ha hecho caer como mito de libertad inalienable. Porque ese mito del secreto -llamado intimidad en nuestros tiempos y nuestros espacios- ha sido pervertido, ha sido transformado, ha sido mal utilizado en todos nuestros ámbitos vitales, sociales y políticos. Como ocurre siempre, como ha ocurrido con los mitos desde el principio de los tiempos.
Como el mito de la invencibilidad de Aquiles sirvió para ocultar que violaba esclavas, que arrastraba cadáveres, que mataba por causas injustas; como el mito del valor de Julio César impidio ver que atravesar el Rubicón con sus tropas era heroíco pero ilegal, que Pompeyo tenía razón, que Bruto y Casio defendían La República. Como el mito del buen reinado de Arturo nos impidió ver su falta de gobierno, la imposición de su locura religiosa del Grial, su incapacidad para separar sus necesidades maritales de sus exigencias como monarca.
Los mitos del secreto bancario, del secreto de Estado, del privilegio abogado cliente o de cualquier otro secreto inalienable e indiscutible, no caen por lo que deberían haber sido. Ni siquiera han de caer por lo que son hoy en día.
Han de caer -y eso significa, cuando menos, reestructurarse y replantearse- por lo que somos nosotros. Por el modo en el que los hemos utilizado y cómo nos hemos aprovechado de ellos.
Algo que se nos concedió y que nos concedimos como forma de defensa ha sido utilizado para hacer todo aquello que nos avergonzabamos de hacer, que sabiamos que no deberíamos hacer -aunque pudieramos hacerlo-, sin correr el riesgo de ser criticados por ello. Han sido usados para lograr que no existiera posibilidad alguna de que los implicados y los perjudicados por nuestros actos pudieran protestar y ni tan siquiera opinar sobre ellos. Para acallar nuestras conciencias y esconder nuestra falta de escrúpulos.
Hemos usado el secreto para perjudicar a otros en la esperanza de que no se dieran cuenta de que eran perjudicados. Para perjudicarnos a nosotros mismos en la bana espera de que nadie pudiera criticarnos con ello. Hemos utilizado el secreto para ser lo que no renonocemos ser sin que nadie se entere de que lo somos.
Y por eso, nadie ahora puede hacer nada contra la caída del mito del secreto bancario de cualquier otro secreto, que Wikileaks -de forma cuestionable o no- derriba, cercenando de un tajo público y notorio sus pies de barro. Nadie puede acusar de ilegal al que demuestra que ellos han sido ilegales. Nadie puede tirar de ética para defender su previa falta de idéntico concepto.
Todos hemos pervertido el mito y por eso tenemos que mantenernos callados cuando Paris, de una forma cobarde, asaetea su talón, cuando Bruto, de manera aún más rastrera, apuñala su espalda, cuando Mordred, de forma enloquecida, incendia su castillo. Cuando Rudolf M. Elmer, entrega a Assange el soporte informático con las operaciones financieras de dos mil cuentas cifradas.
Puede que el sistema financiero dependa del secreto bancario, puede que la Seguridad Nacional dependa del secreto de Estado, puede que la aplicación de la justicia dependa del privilegio abogado cliente y puede que nuestra intimidad dependa del secreto privado y general. Es una forma de verlo.
Otra linea de argumentación es pensar que, si todos esos ámbitos dependen del secreto, quzás deberiamos idear otro sistema financiero, otro concepto de Estado, otra froma de aplicación de la justicia y otra manera de vivir nuestras vidas.
Independientemente de Wikileaks, independientemente de las filtraciones ilegales. Independientemente del secreto.
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