No soy yo de los que más le van a quitar la razón a Barack Obama, que para eso ya tiene a los Tea Parties, la nueva mayoría republicana y su propio país. Obama no hace, como otros muchos de nosotros, prácticamente como todos. No hace que las intenciones -aunque en su caso sean buenas- oculten los errores, que los deseos oculten las carencias. Que las desdichas escondan los problemas.
Hay cosas de las que no resulta provechoso hablar ni escribir cuando los gritos aún llegan desde las noticias, cuando las armas aún humean, cuando los cadáveres y los llantos aún hablan desde las pantallas.
Hay sucesos, como La Matanza de Tucson que, aunque suenen a mala película de terror, hay que dejarlos reposar, hay que obviar las especulaciones sobre los motivos y las consecuencias, hay que eludir las cuatro comprobaciones de las fuentes y el relato de las pruebas. Hay sucesos sobre los que hay que pensar antes de escribir. Para todo lo demás están las páginas consparanoicas.
No sé ni quiero saber a qué grupo de presión y de intereses respondía y responderá la política de la congresista Giffords -no nos engañemos, es congresista estadounidense y tiene que responder a los intereses de algún lobby-; no conozco ni deseo conocer qué locura llevó a un joven de veintidós años a organizar, planear y ejecutar La Matanza de Tucson -no nos engañemos, alguna locura tiene que padecer y hacer padecer alguien que hace acopio de armas y munición para matar a una persona que no le conoce-; creo saber en parte y desearía conocer en su conjunto las motivaciones que llevan al presidente estadounidense a realizar su discurso, a anunciar entre lágrimas que Gifford ha abierto los ojos. Pero eso no importa.
Lo que importa, una vez más con Obama, no es lo que dice, no es, ni siquiera, a quién se lo dice, esa América convulsionada, alterada y ahora compungida por las esperables pero no esperadas consecuencias de sus actos políticos y sociales, ni siquiera cómo lo dice, usando esa pulida arma de influencia mediática e intelectual que suele ser el Ala Oeste de La Casa Blanca.
Lo importante de Obama es simplemente qué lo dice, que mira a uno y otro lado -como hiciera en China, como hiciera en Palestina, como hiciera en Chicago, y, sin importarle quien tenga que escucharlo, lo dice.
"Tenemos que comunicarnos de manera que sane, no que hiera" Y con esa frase no cambia el mundo, no modifica un ápice lo que ha ocurrido, no carga motivaciones, ni depura responsabilidades, no condena ni justifica, no amenaza ni perdona.
Con esa frase envía al olvido el colchón eterno sobre el que descansa la conciencia de Estados Unidos y de gran parte de la Civilización Atlántica; con esa frase da la vuelta a la siempre conveniente teoría del loco solitario que ha protagonizado los magnicidios de América -de su América, claro-. Con esa frase nos obliga a hacer algo.
Con una sola frase gira la tortilla que nos deja descansar el rostro contra la almohada, diciendonos que nada tenemos que ver con ello y nos arroja en mitad del epicentro del terremoto que es nuestra realidad. En el ojo del huracán que agita nuestras existencias.
El loco solitario está loco. Por eso lo hace, por eso cree que un disparo soluciona un problema. Pero ya no está sólo, por eso quiere hacerlo. El loco solitario ha dejado de no ser culpa de nadie para ser culpa de todos.
Culpa de los Tea Parties y sus bromas sobre congresistas democrátas en el fondo del mar, culpa de las manifestaciones democratas y sus frases ocurrentes sobre el cerebro de un repúblicano, culpa de la punteria de Palin en Alaska con un fusil de asalto, culpa de las declaraciones políticamente correctas, culpa de los eufemismos para definir a las razas, culpa de los que escuchan, de los que aplauden, de los que silban, de los que asienten.
Culpa de la obsesión por la seguridad, culpa de la sacralización inútil de ciertas libertades, culpa de los comentarios no pensados, de los pensamientos no comentados, de las declaraciones electoralistas, de los discursos demagógicos. Culpa de los que hablan y culpa de los que callan.
Con esa frase Obama convierte la teoria del loco solitario en un juicio por jurado. Y nadie puede ejercer de fiscal íntegro o de jurado imparcial porque todo el mundo implicado. No hacen falta conspiraciones, no hacen falta oscuros intereses en peligro y asesinos profesionales introducidos en Tucson en secreto para montar un triángulo de fuego perfecto.
Ya no es algo tan antiguo como la crucifixión. Es algo tan antiguo como la comunicación.
"Tenemos que comunicarnos de manera que sane, no que hiera". Y con esa frase nos recuerda las heridas que hemos abierto en el mundo, que hemos abierto como países, como sociedades, como individuos. Nos hace participes de la locura, de la sinrazón.
Nos recuerda todas las veces que los políticos han dicho lo que las sociedades querían oír, aunque no estuvieran dispuestos a cumplirlo; todas las veces que las sociedades han exigido escuchar lo que querían oír, aunque supieran que era injusto.
Nos hace responsables de de todas las palabras dichas para nostros mismos y contra aquellos a los que deciamos querer, respetar o incluso amar.
Nos hace responsables de haber transformado la comunicación en información, de no aceptar flujos de vuelta desde aquellos a los que informamos de nuestros, actos, nuestras intenciones o nuestros pensamientos. Nos hace responsables de hablar sin eschuchar, de anunciar sin preguntar, de conversar sin dialogar. En lo general y en lo particular, en lo social y en lo personal, en lo público y en lo privado.
Esa comunicación que debería haber servido para otra cosa, ha llevado a un individuo a percibir en su locura el mundo de tal manera que era imposible que pudiera convivir en el mismo país con una congresista; de manera que la muerte de un eslabón era la solución para todo el mecanismo, de forma que no le quedaba otra solución que hacer lo que hizo. Y nuestra forma de comunicarnos como sociedad y como personas es culpable de eso.
"Tenemos que comunicarnos de manera que sane, no que hiera". Y con esa frase Obama -entre vítores que, como es habitual, no parecen haber escuchado lo dicho- no sólo nos obliga a cambiar la forma de hacer las cosas, sino a arreglar el desaguisado que hemos montado en nuestro mundo y en nuestra vida.
Nos impele a curar las heridas que nuestros modos y maneras de comunicarnos abrieron antes de intentar una nueva forma de comunicación; nos arroja a la obligación de mancharnos las manos con la sangre y la bilis que los cortes que hicimos en las mentes y los corazones de otros supuran, antes de perdiles que nos dejen comunicarnos de otra manera.
Una sola frase de Barack Obama sobre la desgracia colectiva de su país nos muestra todos los problemas de nuestras propias verguenzas personales y privadas.
Nos quita los lugares comunes, los refranes, las frases hechas sobre el tiempo y las heridas. Nos roba el recurso al silencio. Tenemos que sanar las heridas, las de los otros. Es nuestra responsabilidad. No podemos dejar que el silencio y el tiempo hagan nuestro curro.
Ya no serán sufientes las excusas, las peticiones de perdón. Ya no será suficiente el transcurso del tiempo, ya no podremos encomendar al silencio y al paso de los días la función curativa que sólo tienen nuestras palabras y nuestros actos.
Ya no será de recibo que un político deje pasar el tiempo suficiente de una legislatura para cambiar de un discurso electoral a justo su contrario; ya no servirá de excusa a un gobierno el silencio para no explicar los motivos o las consecuencias de un acto o de una decisión. Ya no será factible que un miembro de una sociedad exija a voz en grito algo y luego, meses o años después, se queje amargamente porque, de repente, empieza a venirle mal que esa exigencia se le aplique precisamente a él. Ni en la política, ni en la sociedad, ni en nosotros mismos.
Ya no basta con dejar pasar el tiempo y el silencio para que cierren las heridas que abrimos con nuestras palabras y nuestros actos. Tenemos que curarlos nosotros mismos. Ya no podremos refugiarnos en la desparición, la invisibilidad para presentarnos limpios e impolutos tiempo después, esperando que todo haya sido olvidado, todo haya sido cicratizado. Esperando que el silencio haya devorado los ecos de aquello que dijimos o que hicimos. Ya no somos dueños de nuestros silencios. Ni siquiera tenemos derecho a ellos.
Bueno, sí podremos. Nadie puede obligarnos a nada. Es un derecho que tenemos, no nos lo hemos ganado, pero lo tenemos.
Bueno, sí podremos. Nadie puede obligarnos a nada. Es un derecho que tenemos, no nos lo hemos ganado, pero lo tenemos.
Es posible que esta nueva comunicación propuesta por Obama nunca prospere lo suficiente, nunca llegue a asentarse en nuestros corazones, en nuestras mentes ni en nuestras relaciones personales, políticas y sociales.
Al fin y al cabo, el asesino de Tucson era un loco solitario que decidió matar a una congresista estadounidense. Ni siquiera es nuestra congresista, ni siquiera es nuestra comunicación. Ni siquiera son nuestras heridas.
Pero aunque lo hagamos, aunque nos refugiemos en las excusas del tiempo y el silencio para seguir cometiendo el mismo error de conventir las conversaciones en monólogos educadamente interrumpidos, de convertir las relaciones en vidas independientes que se tocan y se dejan tocar solamente lo estrictamente necesario, ya no podremos decir que no estabamos avisados.
Podremos empeñarnos, como el loco de Tucson, en ser destructores solitarios de nuestras propias vidas y de las de otros. Pero Obama y su frase nos ha quitado la posibilidad de recurrir a la locura como atenuante y al silencio como coartada.
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