Ese viejo adagio, ese ancestral grito de combate es una de esas frases que se nos antojan lejanas y épicas, constantes e inmutables. Pero no es así. Hasta La Guardia cambia.
La Guardia -la guardia de quien fuera, claro está- no se rendía hace tiempo, en los años de las guerras y la fama, no porque supiera por qué combatía, no porque le importara. No se rendía porque aquellos por los que luchaba, por los que moría sin rendirse tenían rostro, tenían cuerpo y, por regla general -salvo renombradas y cobardes excepciones-, porque morían con ellos.
Ahora la Guardia ya no es la Guardia. Tiene otros nombres, menos belicosos, más políticamente correctos, más sociológicos.
Ahora La Guardia son los equipos, los grupos de trabajo, los staffs -que maravilloso anglicismo Staff, suena como si tuviera que durar siempre-. Pero se llamen como se llamen siguen siendo lo mismo. Aquellos que sudan para que otros no tengan que hacerlo, aquellos que sobreviven para que otros puedan vivir a capricho.
En estos tiempos que corren -al menos en la mayor parte de los casos- ya nadie les pide la muerte y la sangre. Para que luego digan que la sociedad no ha evolucionado.
Pero es cierto. La Guardia -se llame ahora como se llame- ya no muere. No muere porque no le da tiempo. Ni siquiera le dan el tiempo suficiente para negociar una honrosa rendición.
Siempre hay alguien dispuesto a rendirse antes que ella. Siempre hay alguien que arroja la toalla desde detrás de los escudos de sus guardias de Corps, dejando a La Guardia -su guardia- desnuda de objetivos, vacía de recursos, huérfana de motivaciones. Siempre hay alguien que como no está dispuesto a morir con La Guardia prefiere que se rinda y se asegura de ello.
Y es entonces, cuando los pocos que aún quedan en pie de esa guardia, ahora rendida, sola y triste, vuelven la vista atrás buscando el motivo de tan prematura e indigna rendición. Y se dan cuenta de lo que esas aceleradas capitulaciones de aquellos que creían que luchaban con ellos han hecho con su vida.
Se dan cuenta, en un angustioso instante, de que sus cuarteles de invierno han sido transformados en eriales baldíos; de que sus pírricas soldadas han sido convertidas en bolsas de doblones para aquellos que han firmado las tristes rendiciones sin tenerles en cuenta; que sus vidas y haciendas se quedan sin futuro. Se dan cuenta de que no hay lugar donde retirarse. De que no hay lugar en donde establecer la última carga que les lleve a una muerte honrrosa porque no queda nadie por quien morir. Porque miran atrás y descubren que todos se han ido ya de vacaciones.
Pero hay una cosa que no cambia y no puede cambiar: La Guardia siempre ha creído en los milagros. Por eso sigue viva.
Y las Milagros llegan -y el que crea que esto es un error de concordancia es que no me conoce-.
Y te recuerdan que la Guardia es La Guardia porque ha elegido serlo. Que el vino que otros les sirve para rubricar tratos y firmar rendiciones a La Guardia le vale para brindar por el futuro que otros quieren robarles; que el movil que los banos señores de fácil armisticio usan para firmar paces sin guerra y contratar cruceros de verano, La Guardia lo utiliza para besar los corazones de aquellos que hincan la rodilla, para redescubrir el alma de aquellos que la estravían de pronto en un día de furia. Para recordar a todos sus hermanos de armas que la Guardia es La Guardia aunque haya que rendirse.
Y aquellos que habían hundido sus escudos, bajado sus espadas e hincado sus rodillas redescubren de milagro que da igual que les hayan rendido.
La Guardia ha cambiado.
Aún sigue sin rendirse más ya no se resigna al acto de morir.
Somos la última línea de defensa de los nuestros y de aquello que elegimos ser. La Guardia ya no muere ni se rinde. Ni ellos ni los suyos pueden permitirse ese lujo.
Y es algo que hemos recordado por arte de milagros.
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