La Guerra de la Fragua comenzó y terminó como lo hacen todas las guerras.
A su término, la Frontera de Bruma se extendió más allá del Valle del Fuego, los mapas se volvieron a dibujar, y las marcas se volvieron a definir.
Tras la guerra, los soldados repartieron su botín, cobraron sus soldadas y se fueron. Pero quedaron sus armas rotas, sus formaciones dibujadas sobre los arrasados campos y sus bastardos en los vientres de aquellas que les siguieron o que escaparon de ellos.
Finalizada la última batalla, los caballeros presentaron armas, rindieron honores y se marcharon. Pero quedaron sus blasones en los castillos conquistados, su sangre saturando la tierra lacerada por sus monturas y sus recaudadores sangrando a los villanos para equilibrar la deuda de sangre contraída con sus señores.
Rubricado el último tratado, los embajadores y los ministros guardaron sus sellos, desmontaron sus pabellones y se fueron. Pero quedaron sus espías vigilando en las esquinas nocturnas cada movimiento, sus edecanes desarrollando las interminables cláusulas de los tratados que se romperían en la siguiente guerra y sus magistrados impartiendo la ley que ambos bandos habían acordado.
Concluida la guerra, las batallas y los tratados, el rey tomó su cetro y su corona, guardó su orbe y su toisón y se fue. Se fue, pero su recuerdo se quedó.
Los heraldos ya no anunciaban su presencia en el mercado los días festivos, pero los mercaderes esperaban a que lo hicieran para abrir sus puestos; ya no se referían sus títulos en la entrega de honores tras los torneos ni tras las proezas de los paladines, pero nadie aceptaba título alguno sin ese agasajo real; el otoño ya no arrojaba a los campos la procesión de regidores y corregidores exigiendo los impuestos y el diezmo real, pero los segadores seguían guardándolo en sus graneros hasta que se pudría por miedo a tomar el Alimento del Rey.
El rey se había ido pero su recuerdo seguía impregnando el aire, aromatizando cada una de las flores que crecían en los jardines reales, visitando por las noches los burdeles y las tabernas, caminando por las cañadas y montando guardia en los patios de armas.
Y el recuerdo del rey impedía que los burgueses mercaderes prosperaran, que los nobles recibieran sus honores, que los paladines obtuvieran sus recompensas, que los campesinos vendieran sus cosechas y que los jueces impartieran su justicia.
Su recuerdo paralizaba todo lo que había de hacerse porque no había nadie para quien hacerlo. Los espías se entregaron y reclamaron misericordia porque no había nadie a quien espiar; los mercenarios se alistaron porque no había nadie a quien reclamar su paga, pero fueron licenciados de inmediato porque no había nadie a quien defender.
El rey se había ido pero su recuerdo no. Así Las cosas, nadie hacía lo que debía hacer por miedo, respeto, añoranza, odio, pena, oprobio, orgullo o terror hacia el recuerdo del rey.
Nadie, salvo la guardia y las putas. La guardia seguía sin rendirse y las putas también.
Los clérigos tampoco se rindieron. Ellos siguieron exigiendo el diezmo. Al clero no le hace falta un rey para esquilmar a la gente. Para eso tienen a los dioses.
Y se pidió a los dioses que el rey regresara. Uno por uno se realizaron los rituales, se sacrificaron las víctimas propiciatorias, se llevaron a cabo los holocaustos. Una por una se hicieron las peregrinaciones, se formaron las cofradías, se celebraron las procesiones y se sufrieron las rogativas. Pero de nada sirvió. Los dioses ignoraban a los clérigos y sus rezos. Alguien llegó a decir que era por que el rey se había marchado y su recuerdo permanecía en el reino. Al fin y al cabo, el rey era el principal sacerdote de todos los dioses.
Dependiendo de cómo se levantara el día, el recuerdo del rey afectaba de una forma u otra a la tierra y a las gentes. En los días grises el recuerdo confortaba como algo cercano; en los días negros el recuerdo aterraba como algo indeseable; en los días cálidos asfixiaba como una vaharada de algo deseado, en los días fríos impedía el movimiento como un gélido soplo que convirtiera las almas en estalactitas. El rey se había ido y el reino no seguía porque estaba encadenado a la imagen del sueño, de la esperanza, de la añoranza, de la irrealidad, que supone un recuerdo.
Los clérigos pidieron, rogaron e imploraron y luego exigieron a los dioses que borraran el recuerdo del rey. Y los dioses rieron con una carcajada coral y genuina. Si no tenían poder sobre los hombres era impensable que lo tuvieran sobre los recuerdos.
Mientras el reino recordaba al rey que se había ido, este yacía en un lecho de cristal y ónice, más allá del Valle de Fuego y del Muro de Nieve, más allá del Mar de Niebla y de las Praderas Doradas. Yacía sin morir y sin vivir. Yacía sin recuerdos.
No quería recordar la derrota, no quería recordar el dolor de la caída, no quería recordar la traición y por eso dejó de rehacer en su mente desde el más magnifico de sus palacios hasta la más miserables de las pocilgas de su reino, desde el más alto y orgulloso de los robles del Jardín de los Antepasados hasta la más diminuta brizna de hierba de los eternamente agostados pastos de cabras de las Tierras Bajas.
Pero cada día hacía empujar su lecho hacia el ventanal y miraba hacia el reino. El Mar de Niebla no le dejaba ver sus costas, El Muro de Nieve no le permitía atisbar sus montes, El Valle de Fuego le impedía ver el resplandor de los amaneceres en las tierras que un día fueran su reino, pero su mirada se perdía siempre en esa dirección, siempre sin querer atisbar, siempre si querer recordar.
Y ocurrió que los dioses se disgustaron. Los dioses siempre se disgustan cuando el mundo se para. Creen que los únicos que tiene derecho a estar parados por toda la eternidad son ellos.
Así que, a despecho de las rogativas de los sacerdotes, a despecho de las plegarias de clérigos, a despecho de las súplicas de los penitentes, intervinieron. De hecho, decidieron hacer algo pese a todo eso.
Y enviaron tremendos aguaceros sobre el Valle de Fuego que redujeron las llamas de los árboles brasa a meros rescoldos de manera que el rey lejano pudo ver los amaneceres de sus tierras. Creyeron que así recordaría. Se equivocaron.
Descargaron rayos sobre las praderas, los campos y los pastos del reino, provocando incendios tan delirantes y voraces que hasta los más altos aristócratas del reino hubieron de colgar sus armaduras y arrimar el hombro, algo que no ocurría desde que las hordas de Caos inundaron el reino de plagas y catástrofes. Creyeron que el esfuerzo y el sudor harían olvidar al reino. También se equivocaron.
Enviaron un profeta al rey. Cargado de harapos y de ceniza, el escuálido portador de la voz de los dioses se acercó al lecho de cristal y ónice donde el monarca yacía sin recuerdos. Y allí le susurró desgracias, le declamó catástrofes y le gritó divinas amenazas. El rey le alimentó, le vistió y le ignoró. Nadie hace caso a los dioses cuando puede escucharse a si mismo.
Arrojaron sobre el reino un Mesías que recorrió los campos, pateó las calles y llamó a los aldabones de todos los palacios, castillos y casas solariegas del reino. Y, siempre que tuvo ocasión, auguró recompensas, ofreció perdones y prometió castigos. Las gentes le escucharon y siguieron trabajando; los administradores le atendieron y le dieron la razón; los soldados consideraron sus palabras y asintieron conformes. Y el Mesías murió de viejo porque el reino había aprendido hacía mucho tiempo a no matar a aquellos que acuden a decir la verdad. Y un Mesías que muere de viejo no es de ninguna utilidad para los dioses.
Así que los dioses dejaron de intentarlo y miraron a otro lado. Los hombres y los reyes no merecían sus esfuerzos. Ni los comunes ni los monarcas son dignos de la atención de las divinidades cuando su mera visión les recuerda sus fracasos.
Pero, como siempre, como desde el principio de los tiempos, cuando los dioses fallan, los hados lo intentan. Para eso están. Son la última línea de defensa. Como La Guardia, como las putas.
Los hados fallan pero no se rinden.
Y ocurrió que el rey, desesperado por las imágenes que era incapaz de recordar; angustiado por las sombras que se dibujaban cuando intentaba atisbar el horizonte de las tierras que habían sido suyas, agotado de intentar olvidar su derrota y su traición sin lograrlo, primero pidió, luego suplicó y, finalmente, exigió a gritos un solaz, un descanso.
Y como suele ocurrir, sus servidores entendieron mal su exigencia.
El rey quería silencio y llenaron el castillo de música y canciones; el rey ansiaba paz y rodearon su lecho de juegos y espectáculos. El monarca clamaba por la soledad y le buscaron una puta.
La cortesana, la más bella cortesana que pudieron encontrar, llego atravesando el Valle de Fuego en un carruaje dorado tan brillante como sus ojos. Se acercó hasta el lecho del rey y le sonrío, esperando recibir los deseos de su contratador.
Pero lo que recibió fue una pregunta. Era la mejor cortesana, así que podía contestar preguntas y sabía hacerlas. Y era súbdita del rey así que tenía el derecho a contestar con la verdad. Y lo hizo. Las putas eran las únicas que seguían sin rendirse. Ellas y La Guardia
- ¿Cómo sigue el reino? –preguntó el monarca tras mucho tiempo de admirar la belleza de la mujer-.
- Tu recuerdo nos está matando –y la sinceridad sonó como un derecho ganado por la sangre. Como era súbdita también tenía derecho a preguntar. Como era puta se había ganado el derecho a una respuesta- ¿Por qué sigues vigilándonos?
- Intento recordaros –gimió el monarca-, no vigilaros.
- Nosotros tratamos de olvidarte, pero no lo logramos, pero claro nosotros seguimos en el mismo sitio. Tú te marchaste –y el reproche también era su derecho- - ¿Por qué quieres recordarnos si te marchaste? ¿Por qué no te vas del todo?
Fue entonces cuando los hados hicieron lo que tenían que hacer. Fue entonces cuando el rey recordó los campos, las praderas, las fiestas, los torneos, las celebraciones, las batallas, los honores, las hambrunas, las rebeliones, las audiencias, las discusiones, los castigos. Fue cuando recordó las tabernas, las cámaras del tesoro, las celdas, los templos, las villas, las cuadras, los palacios y las pocilgas. Fue cuando de nuevo fue capaz de poner rostro a los caballeros, a las damas, a los sacerdotes, a los herreros, a los campesinos, a los comerciantes, a los clérigos. Fue cuando recordó a La Guardia y a las putas.
Y el rey sonrió como no lo había hecho desde que yaciera en su lecho de ónice y cristal. Entonces creyó comprender
- Parece – y su sonrisa volvió por fin a torcer su bello rostro aristócrata- que no se marcharme del todo.
- No –corrigió la cortesana a la que la sonrisa era incapaz de torcerle el rostro- Lo que parece es que hasta ahora no has sabido regresar.
Los hados hicieron su trabajo, la Guardia hizo su trabajo, las putas hicieron su trabajo y el rey, por fin, hizo su trabajo. Dejó de recordar.
El recuerdo, por dulce que sea, resulta mortal cuando es innecesario. Hasta los dioses saben eso. Los clérigos no, pero los dioses sí.
A su término, la Frontera de Bruma se extendió más allá del Valle del Fuego, los mapas se volvieron a dibujar, y las marcas se volvieron a definir.
Tras la guerra, los soldados repartieron su botín, cobraron sus soldadas y se fueron. Pero quedaron sus armas rotas, sus formaciones dibujadas sobre los arrasados campos y sus bastardos en los vientres de aquellas que les siguieron o que escaparon de ellos.
Finalizada la última batalla, los caballeros presentaron armas, rindieron honores y se marcharon. Pero quedaron sus blasones en los castillos conquistados, su sangre saturando la tierra lacerada por sus monturas y sus recaudadores sangrando a los villanos para equilibrar la deuda de sangre contraída con sus señores.
Rubricado el último tratado, los embajadores y los ministros guardaron sus sellos, desmontaron sus pabellones y se fueron. Pero quedaron sus espías vigilando en las esquinas nocturnas cada movimiento, sus edecanes desarrollando las interminables cláusulas de los tratados que se romperían en la siguiente guerra y sus magistrados impartiendo la ley que ambos bandos habían acordado.
Concluida la guerra, las batallas y los tratados, el rey tomó su cetro y su corona, guardó su orbe y su toisón y se fue. Se fue, pero su recuerdo se quedó.
Los heraldos ya no anunciaban su presencia en el mercado los días festivos, pero los mercaderes esperaban a que lo hicieran para abrir sus puestos; ya no se referían sus títulos en la entrega de honores tras los torneos ni tras las proezas de los paladines, pero nadie aceptaba título alguno sin ese agasajo real; el otoño ya no arrojaba a los campos la procesión de regidores y corregidores exigiendo los impuestos y el diezmo real, pero los segadores seguían guardándolo en sus graneros hasta que se pudría por miedo a tomar el Alimento del Rey.
El rey se había ido pero su recuerdo seguía impregnando el aire, aromatizando cada una de las flores que crecían en los jardines reales, visitando por las noches los burdeles y las tabernas, caminando por las cañadas y montando guardia en los patios de armas.
Y el recuerdo del rey impedía que los burgueses mercaderes prosperaran, que los nobles recibieran sus honores, que los paladines obtuvieran sus recompensas, que los campesinos vendieran sus cosechas y que los jueces impartieran su justicia.
Su recuerdo paralizaba todo lo que había de hacerse porque no había nadie para quien hacerlo. Los espías se entregaron y reclamaron misericordia porque no había nadie a quien espiar; los mercenarios se alistaron porque no había nadie a quien reclamar su paga, pero fueron licenciados de inmediato porque no había nadie a quien defender.
El rey se había ido pero su recuerdo no. Así Las cosas, nadie hacía lo que debía hacer por miedo, respeto, añoranza, odio, pena, oprobio, orgullo o terror hacia el recuerdo del rey.
Nadie, salvo la guardia y las putas. La guardia seguía sin rendirse y las putas también.
Los clérigos tampoco se rindieron. Ellos siguieron exigiendo el diezmo. Al clero no le hace falta un rey para esquilmar a la gente. Para eso tienen a los dioses.
Y se pidió a los dioses que el rey regresara. Uno por uno se realizaron los rituales, se sacrificaron las víctimas propiciatorias, se llevaron a cabo los holocaustos. Una por una se hicieron las peregrinaciones, se formaron las cofradías, se celebraron las procesiones y se sufrieron las rogativas. Pero de nada sirvió. Los dioses ignoraban a los clérigos y sus rezos. Alguien llegó a decir que era por que el rey se había marchado y su recuerdo permanecía en el reino. Al fin y al cabo, el rey era el principal sacerdote de todos los dioses.
Dependiendo de cómo se levantara el día, el recuerdo del rey afectaba de una forma u otra a la tierra y a las gentes. En los días grises el recuerdo confortaba como algo cercano; en los días negros el recuerdo aterraba como algo indeseable; en los días cálidos asfixiaba como una vaharada de algo deseado, en los días fríos impedía el movimiento como un gélido soplo que convirtiera las almas en estalactitas. El rey se había ido y el reino no seguía porque estaba encadenado a la imagen del sueño, de la esperanza, de la añoranza, de la irrealidad, que supone un recuerdo.
Los clérigos pidieron, rogaron e imploraron y luego exigieron a los dioses que borraran el recuerdo del rey. Y los dioses rieron con una carcajada coral y genuina. Si no tenían poder sobre los hombres era impensable que lo tuvieran sobre los recuerdos.
Mientras el reino recordaba al rey que se había ido, este yacía en un lecho de cristal y ónice, más allá del Valle de Fuego y del Muro de Nieve, más allá del Mar de Niebla y de las Praderas Doradas. Yacía sin morir y sin vivir. Yacía sin recuerdos.
No quería recordar la derrota, no quería recordar el dolor de la caída, no quería recordar la traición y por eso dejó de rehacer en su mente desde el más magnifico de sus palacios hasta la más miserables de las pocilgas de su reino, desde el más alto y orgulloso de los robles del Jardín de los Antepasados hasta la más diminuta brizna de hierba de los eternamente agostados pastos de cabras de las Tierras Bajas.
Pero cada día hacía empujar su lecho hacia el ventanal y miraba hacia el reino. El Mar de Niebla no le dejaba ver sus costas, El Muro de Nieve no le permitía atisbar sus montes, El Valle de Fuego le impedía ver el resplandor de los amaneceres en las tierras que un día fueran su reino, pero su mirada se perdía siempre en esa dirección, siempre sin querer atisbar, siempre si querer recordar.
Y ocurrió que los dioses se disgustaron. Los dioses siempre se disgustan cuando el mundo se para. Creen que los únicos que tiene derecho a estar parados por toda la eternidad son ellos.
Así que, a despecho de las rogativas de los sacerdotes, a despecho de las plegarias de clérigos, a despecho de las súplicas de los penitentes, intervinieron. De hecho, decidieron hacer algo pese a todo eso.
Y enviaron tremendos aguaceros sobre el Valle de Fuego que redujeron las llamas de los árboles brasa a meros rescoldos de manera que el rey lejano pudo ver los amaneceres de sus tierras. Creyeron que así recordaría. Se equivocaron.
Descargaron rayos sobre las praderas, los campos y los pastos del reino, provocando incendios tan delirantes y voraces que hasta los más altos aristócratas del reino hubieron de colgar sus armaduras y arrimar el hombro, algo que no ocurría desde que las hordas de Caos inundaron el reino de plagas y catástrofes. Creyeron que el esfuerzo y el sudor harían olvidar al reino. También se equivocaron.
Enviaron un profeta al rey. Cargado de harapos y de ceniza, el escuálido portador de la voz de los dioses se acercó al lecho de cristal y ónice donde el monarca yacía sin recuerdos. Y allí le susurró desgracias, le declamó catástrofes y le gritó divinas amenazas. El rey le alimentó, le vistió y le ignoró. Nadie hace caso a los dioses cuando puede escucharse a si mismo.
Arrojaron sobre el reino un Mesías que recorrió los campos, pateó las calles y llamó a los aldabones de todos los palacios, castillos y casas solariegas del reino. Y, siempre que tuvo ocasión, auguró recompensas, ofreció perdones y prometió castigos. Las gentes le escucharon y siguieron trabajando; los administradores le atendieron y le dieron la razón; los soldados consideraron sus palabras y asintieron conformes. Y el Mesías murió de viejo porque el reino había aprendido hacía mucho tiempo a no matar a aquellos que acuden a decir la verdad. Y un Mesías que muere de viejo no es de ninguna utilidad para los dioses.
Así que los dioses dejaron de intentarlo y miraron a otro lado. Los hombres y los reyes no merecían sus esfuerzos. Ni los comunes ni los monarcas son dignos de la atención de las divinidades cuando su mera visión les recuerda sus fracasos.
Pero, como siempre, como desde el principio de los tiempos, cuando los dioses fallan, los hados lo intentan. Para eso están. Son la última línea de defensa. Como La Guardia, como las putas.
Los hados fallan pero no se rinden.
Y ocurrió que el rey, desesperado por las imágenes que era incapaz de recordar; angustiado por las sombras que se dibujaban cuando intentaba atisbar el horizonte de las tierras que habían sido suyas, agotado de intentar olvidar su derrota y su traición sin lograrlo, primero pidió, luego suplicó y, finalmente, exigió a gritos un solaz, un descanso.
Y como suele ocurrir, sus servidores entendieron mal su exigencia.
El rey quería silencio y llenaron el castillo de música y canciones; el rey ansiaba paz y rodearon su lecho de juegos y espectáculos. El monarca clamaba por la soledad y le buscaron una puta.
La cortesana, la más bella cortesana que pudieron encontrar, llego atravesando el Valle de Fuego en un carruaje dorado tan brillante como sus ojos. Se acercó hasta el lecho del rey y le sonrío, esperando recibir los deseos de su contratador.
Pero lo que recibió fue una pregunta. Era la mejor cortesana, así que podía contestar preguntas y sabía hacerlas. Y era súbdita del rey así que tenía el derecho a contestar con la verdad. Y lo hizo. Las putas eran las únicas que seguían sin rendirse. Ellas y La Guardia
- ¿Cómo sigue el reino? –preguntó el monarca tras mucho tiempo de admirar la belleza de la mujer-.
- Tu recuerdo nos está matando –y la sinceridad sonó como un derecho ganado por la sangre. Como era súbdita también tenía derecho a preguntar. Como era puta se había ganado el derecho a una respuesta- ¿Por qué sigues vigilándonos?
- Intento recordaros –gimió el monarca-, no vigilaros.
- Nosotros tratamos de olvidarte, pero no lo logramos, pero claro nosotros seguimos en el mismo sitio. Tú te marchaste –y el reproche también era su derecho- - ¿Por qué quieres recordarnos si te marchaste? ¿Por qué no te vas del todo?
Fue entonces cuando los hados hicieron lo que tenían que hacer. Fue entonces cuando el rey recordó los campos, las praderas, las fiestas, los torneos, las celebraciones, las batallas, los honores, las hambrunas, las rebeliones, las audiencias, las discusiones, los castigos. Fue cuando recordó las tabernas, las cámaras del tesoro, las celdas, los templos, las villas, las cuadras, los palacios y las pocilgas. Fue cuando de nuevo fue capaz de poner rostro a los caballeros, a las damas, a los sacerdotes, a los herreros, a los campesinos, a los comerciantes, a los clérigos. Fue cuando recordó a La Guardia y a las putas.
Y el rey sonrió como no lo había hecho desde que yaciera en su lecho de ónice y cristal. Entonces creyó comprender
- Parece – y su sonrisa volvió por fin a torcer su bello rostro aristócrata- que no se marcharme del todo.
- No –corrigió la cortesana a la que la sonrisa era incapaz de torcerle el rostro- Lo que parece es que hasta ahora no has sabido regresar.
Los hados hicieron su trabajo, la Guardia hizo su trabajo, las putas hicieron su trabajo y el rey, por fin, hizo su trabajo. Dejó de recordar.
El recuerdo, por dulce que sea, resulta mortal cuando es innecesario. Hasta los dioses saben eso. Los clérigos no, pero los dioses sí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario