Me quedaba reaccionar a otro de esos bofetones sacros que la oficialidad hispana del club social del púrpura y el miedo le suelen dar a la lógica más formal y al sentido común más material.
Cañizares, el ínclito Cañizares, al arzobispo que viajó a Roma a sacar al blanco inquisidor de sus lágrimas, ha vuelto su vista a su país de origen.
No es que nadie se lo haya pedido, pero él insiste en mirarnos de vez en cuando y dejar con cada mirada una estela de en lo que se ha convertido -si es que alguna vez fue una cosa distinta-.
Ahora la emprende -como no- con el aborto.
Pero el problema no es que esté en contra del aborto, a eso tiene derecho; no es que lo iguale con el asesinato, para eso puede tener argumentos. El problema es que lo utiliza de cortina de humo, de juego malabar que mover delante de nuestros ojos, de incensario que agitar ante nuestros rostros, para ocultar la herida que los miembros togados y alzacuellados -perdón por el palablo- de su club han desparramado durante siglos soble las carnes más blandas y las pieles más frágiles de la humanidad.
"Los casos de pederestia dentro del a iglesia no pueden compararse con los millones de asesinatos que supone el aborto legal". Esto dice Cañizares y parecíera que es palabra de su dios.
Pero no lo es. Es palabra de su miedo, es palabra de su culpabilidad y es palabra de su obsesión por ocultar los desmanes de aquellos que han hecho de los niños y las niñas sus víctimas escondidos en la penumbra de sus confesonarios y sus sacristías.De aquellos que han puesto las manos sobre cuerpos que debían cuidar, sobre mentes que debían formar, sobre futuros que debían proteger.
Es un intento, desesperado y afortunadamente inútil de salvar y mantener el poder sobre las almas. Ese poder que perdieron mucho antes de que los humanos se dieran cuenta de que por no ser verdad, no era verdad ni su dios.
El arzobispo Cañizares se refugia detrás de una realidad númerica para intentar escudar una realidad ética que hace que la podredumbre de determinados comportamientos esté enraizada en su club de anillos obispales y sotanas. Llevan siglos haciéndolo y llevan siglos tapándolo.
La iglesia no es culpable de lo que hagan sacerdotes, pero la curia es culpable y siempre lo será de permitir que continuen haciéndolo, de posibilitarles eludir sus castigos y esconder sus responsabilidades.
El aborto no tiene nada que ver con la capacidad de juicio ético que se arroba una institución que se declara juez de la moralidad divina y, pese a ello, permite el más execreble de los delitos para que el sufrimiento, el de los únicos que en este mundo tienen derecho a no sufrir, no empañe su imagen y la de su dios.
Cañizares finge desconocer eso, finge no aceptarlo, pero sabe que la impunidad es el comienzo del delito. Y él y todos los que le antecedieron en los coros y en los solios han construido esa impunidad a fuerza de traslados secretos, de reclusiones monásticas y de talonario del Opus Dei.
El aborto puede ser una falla ética, pero la pederestia, las violaciones, los abusos sexuales de mujeres y niños son un crimen. Claro que no están en el mismo rango. Son infinitamente peores.
Cañizares se escuda en los números del aborto como el progromo israeli se escuda en los números del holocausto, como la locura yihadista se escuda en los números de Irak. El arzobispo eleva a los altares una cortina de humo tan falsa y asfixiante que intenta impedir que se vea la realidad de lo que las obtusas decisiones, las elusiones, las luchas por el poder y las obsesiones morales de cintura para abajo han creado en su iglesia.
Los sacerdotes que abusan de los niños, los que violan y acosan a mujeres, los que han hecho del sexo su obsesión y su crimen pueden bajar todos los días los ojos en señal de arrepentimiento en sus nuevas parroquias o en sus ocultos claustros; pueden hincarse de rodillas solicitando perdón a propios y extraños por sus excesos, pero no servirá de nada.
Y pueden rezar. Y es seguro que lo harán -rezar es algo que parece servir para todo-. Pero lo harán para que su dios no exista. Porque si existe y les mira a la cará, les clavará tan fuerte en sus cruces que no podrá desclavarlos ni una legión de árcangeles guerreros.
Y, por suspuesto, el Arzobispo Antonio Cañizares dirige cada día esa oración.
Pero no deben preocuparse. Como sabemos que su dios no existe, ya hemos encargado los clavos.
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