Hay una frase que está ahora muy de moda. Una expresión que anda a caballo entre el determinismo fatalista y la excusa perfecta para la elusión de la responsabilidad en nuestras vidas, entre el botellón de aparcamiento de afterhours y el gabinete de vidente tarotista que se viste en un mercadillo con los restos de la cultura hippie: "Las cosas ocurren porque tienen que ocurrir, porque está de que ocurran, por algún motivo".
No corro el riesgo de caer en la trampa de justificar toda circunstancia vital -adversa o favorable- con este ejemplo del determinismo profético más patético pero, ante determinados acontecimientos, esta frase se antoja un axioma incuestionable.
Los espacios televisivos de tertulia y sofá y las ediciones digitales de última hora nos descubren una noticia, un incidente que sería dantesco si no fuera trágico. Un individuo, contratado para coordinar y gestionar una casa de acogida para mujeres maltratadas, es denunciado por humillarlas y maltratarlas, sumando a sus ya más que importantes problemas uno más, una tragedia más, un motivo más para odiar al mundo.
Todo el universo mediático se lanza a opinar sobre el asunto, sobre la condición de maltratador del individuo -que ha quedado más que clara-, sobre los errores de la administración que le han permitido infiltrase precisamente en esa función -que, como las meigas gallegas, haberlos, hailos-, sobre el drama y la víscera, sobre el análisis y las responsabilidades políticas.
Y parece que con eso está todo dicho, todo cubierto, todo explicado. Pero, en realidad, las explicaciones, justificaciones o excusas que se den en esos campos no sirven para explicar la verdadera realidad: estas cosas ocurren porque está de que ocurran. Todo ocurre por algo.
Un individuo puede colocarse al frente de una casa de acogida con esa tendencia psiquiátrica a humillar mujeres porque aquellos que rigen ese piso no tienen tiempo ni ganas de hacer las pruebas psicológicas más básicas que serían pertinentes para puestos de este tipo. Así que las cosas suceden porque está de que sucedan.
Ocurren porque aquellas que deberían supervisar la gestión de ese piso de acogida están mucho más preocupadas de organizar manifestaciones ante los juzgados -que tienen más repercusión mediática- por la nueva ley del aborto, por el asesinato de una mujer de quien ni siquiera se sabe quien la ha matado o por la desaparición de una fémina que no se sabe siquiera si lo ha hecho voluntariamente. Así que, las cosas ocurren porque está de que ocurran.
El tipo puede insultarlas impunemente y espetarles a la cara que no le extraña que las hayan pegado con lo inútiles que son, porque aquellas que han recibido el encargo de protegerlas están centradas en indignarse porque un alcalde realiza insinuaciones sobre los labios de Leire Pajín o porque un ex vicepresidente del Gobierno llama señorita a una futura ministra del gabinete.
Porque han sustituido la realidad de la defensa de las que sufren por la más agradecida imagen de la defensa de la igualdad formal y ridícula, que ocupa mucho más tiempo televisivo y da mejor en cámara. Así que va a ser que sí, que las cosas ocurren porque -como diría mi abuela- esta de dios que ocurran.
Ese individuo puede acosarlas en su propia casa, acorralarlas contra las paredes y amenazarlas con obligarlas a pasar la noche al raso, porque aquellas que han recibido la confianza pública para preocuparse de ellas, gastan su impulso y sus fuerzas en escudriñar los canales televisivos en busca de un anuncio que muestre unas nalgas femeninas en toda su extensión y no unas masculinas. O de otro que muestre unos pechos no lo suficientemente cubiertos con el deseable decoro victoriano. Porque han olvidado a las personas en favor de las causas que nunca fueron causas y de las victorias en guerras de sexos que nunca fueron guerras. O sea, que las cosas siempre pasan por algún motivo.
El infiltrado puede darles 50 euros para sobrevivir una semana -y yo que he vivido con menos, sé que es muy poco- porque las subvenciones que fluyen hacia las que se responsabilizan socialmente -según ellas- de ese problema se quedan - como en otras muchas entidades escondidas bajo el protector epígrafe del "sin ánimo de lucro"- en sueldos de 2.000 euros al mes para las que se dedican "en exclusiva" a ello, en gastos de representación, en organización de campañas y charlas en las que se pagan a si mismas por educar a sus socias en lo que sus socias ya están una y mil veces educadas. De modo que parece que las cosas sí suceden porque deben suceder.
Esas mujeres se sienten indefensas y no tienen a quien recurrir -salvo al juez de guardia, bendito puesto el de juez de guardia- porque aquellas que cobran subvenciones millonarias por su defensa legal rechazan sus casos si saben que el juez los va a desestimar porque no pueden pasarle la minuta a la administración de turno; porque se limitan a hacerles rellenar los papeles para solicitar un abogado de oficio -y que conste que a mi el turno de oficio me ha servido de forma profesional y responsable en más de una ocasión-, porque ellas están con las agendas repletas de apariciones televisivas, de debates radiofónicos, de presentaciones de libros sobre el tema o de conmemoraciones grandilocuentes. Está resultando que todo lo que pasa, lo hace por algún motivo.
Y el Estado del Bienestar -para ser exactos, el Gobierno del Estado del Bienestar- no se entera de nada porque ha decidido hace tiempo intercambiar responsabilidad social por repercusión social, porque ha decidido que el dinero de todos no vaya directamente a aquellas que lo necesitan.
Porque lo gasta en campañas mediáticas y subvenciones en lugar de en pisos y plazas cubiertas por profesionales dependientes directamente de la administración y que rindan cuentas ante ella. Porque intercambia tragedia por imagen social y dinero por sufragios. Después de todo, resulta que todo lo que ocurre es por alguna razón.
Ocurre porque el sistema está viciado en su base y en su desarrollo como lo estuvo en los ochenta del pasado siglo el de atención a los drogodependientes. Porque, en la práctica, se ha privatizado la protección de las mujeres que más lo necesitan, poniéndola en manos de algunas -que muchas habrá que no lo hagan, no digo que no- que funcionan como un lobby, que busca poder y dinero a cambio de presencia social y sufragios para aquellos gobiernos que las apoyan. En efecto, las cosas ocurren porque está de que ocurran.
Y la única respuesta a esta situación es lanzar una campaña más, una vuelta de tuerca más en un concepto que ya está haciendo aguas, en la que se asegura -según otra de esas encuestas y reglas matemáticas ya tristemente famosas por inconsistentes- que el diez por ciento de la población infantil sufre las lacras de la violencia de género -el quince por ciento está demostrado que sufre la violencia en general, sin género discriminatorio en las víctimas ni en los perpetradores, pero eso da igual-.
A lo mejor así consiguen más subvenciones, más dinero que no utilizar en lo adecuado y lo necesario. A lo Peor así terminan contratando en los centros de acogida de los niños víctimas de la violencia de género a todos los pederastas que, después de muchos siglos y mucho pensárselo, otras instituciones están arrojando de su seno.
Y nosotros podemos seguir asombrándonos y combulsioandonos cuando veamos a Kevin Bacon -glorioso papel el suyo- abusando impunemente en un reformatorio de tres pobres chicos de la Cocina del Infierno. Podemos seguir estremeciéndonos cuando contemplamos a la eterna Laura Engels -vale, Melissa Gilbert, se llama la moza- de las películas televisivas serie C de domingo por la tarde acorralada por su asistente social o violada por su agente de la condicional y pensar que eso sólo ocurre en las pelis -en las pelis y en América-.
Porque ahora ya sabemos que todo lo que sucede, sucede porque está de suceder. Ocurre por algún motivo.
2 comentarios:
Hasta que se da en el clavo de las medidas adecaudas se hacen muchas tonterías por no ver las cosas con la perspectiva adecauda
Tienes toda la razón. La buena intención no es sempre sinónimo de conocimiento. Pero, desgraciadamente, lo que más cuesta es cambiar la perspectiva, porque, al fin y al abo, es nuestra.
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