Pues va a ser que sí se puede.
Algunos dirán que no es la forma más adecuada, otros que tenemos los mecanismos suficientes para no llegar a esos extremos. Los más, mantendrán que es mucho mejor esperar a que la presión popular se exprese en las urnas. Y no les faltara razón.
Pero parece ser que se puede. El único problema es el de siempre, el que nos lleva quejando y aquejando desde que empezamos a ser civilizados. El único problema es que somos nosotros.
Lo que se ha dado en llamar la revolución de los descamisados en Túnez -referencia poética que nos lleva a otras revoluciones pretéritas- nos ha demostrado muchas cosas, nos ha recordado muchas cosas. Pero sobre todo nos ha quitado la razón.
Esa razón en la que nos refugiamos para decirnos a nosotros mismos que nada puede cambiar, que no merece la pena esforzarse para que cambie; que, hagamos lo que hagamos, las cosas seguirán siempre siendo lo que otros, los que los poderosos, los que han hecho de la política su razón de existencia y de subsistencia, quieren que sean.
Los hombres y mujeres descamisados de Túnez -supongo que el término por esas tierras será solamente literal en el caso masculino- nos han robado la razón que nos permitía seguir sentados sobre nuestras propias vidas sin haccer absolutamente nada por ellas.
Los sindicatos tunecinos no son eficaces. La mitad de sus representantes sindicales no es que estén acomodados, es que, simplemente, están comprados. No es que se hayan apoltronado en el egoismo de sus privilegios, es que, sencillamente, son familiares o amigos de aquellos personajes que en su día les colocaron en esos puestos para que todo funcionara como ellos querían que funcionase.
Y, pese a eso, los tunecinos hicieron una huelga general. Pese a eso nos han quitado a nosotros, a los que en la puerta del occidente atlántico miramos con asombro hacia el Mediterraneo, la excusa preferida de no rebelarnos contra nada porque los sindicatos son pesimos negociadores y eternos privilegiados.
Los políticos tunecinos no son .eticos. No es que sean absolutamente inoperantes a la hora de ejercer de correa de transmisión de la riqueza y la justicia, de las grandes cifras macroeconómicas, hacia su población, simplemente, no se preocupan por hacerlo. No es que no hayan ejercido de megáfono institucional de las necesidades de los habitantes del país, es que, sencillamente, intentan acallarlos. No es que se hayan dejado corromper por el poder, es que han creado un sistema de poder corrupto desde su origen.
Y, pese a eso, los tunecinos mantuvieron su huelga general. Pese a ello se empeñaron en robarnos de los labios y las conciencias, tranquilizadas y acalladas, esa pobre explicación de que no merece la pena hacer nada porque los políticos nunca harán lo que el pueblo quiere que hagan. Ese lamento lanzado al viento de nuestros propios oídos culpables de que no conseguiremos echarles, ni siquiera votando en su contra, porque, al fin y al cabo, todos son igual de malos y corruptos.
Los primeros trabajadores tunecinos que protestaron en las calles y en las puertas de las fábricas, no es que fueran sometidos a acoso laboral por sus empresarios -Túnez es demasiado poco occidental como para llamarlo moving-, es que, sencillamente, fueron despedidos. No es que perdieran un día o dos de sus pírricos sueldos, que les obligan a vivir con poco más de siete euros al día, es que, simplemente, perdieron todo el sueldo del mes y de los meses posteriores.
Los primeros estudiantes que se reunieron en las puertas de sus falcutades y que colgaron pancartas en las ventanas de sus paraninfos -o de cualquier sitio que haga en las universidades tunecinas esa función- no es que fueran mal mirados por sus egoistas compañeros y suspendidos en sus materias por sus profesores, es que, simplemente, fueron expulsados antes de que el gobierno cerrara las universidades.
Los primeros tunecinos que se manisfetaron por la calle contra un paro galopante del 30 por ciento -que llega al 60 por ciento en los universitarios- no fueron multados por escándalo público, no fueron expdientados por realizar un paro ilegal, no fueron sancionados por realizar una manifestación no autorizada, sencillamente fueron detenidos y encarcelados.
Y, pese a eso, los tunecinos recrudecieron su huelga general. Y con ello nos quitaron de un plumazo la excusa del miedo a las reducciones de nómina, a las sanciones disciplinarias. Nos quitaron la pobre explicación que damos a los demás y nos damos a nosotros mismos, finjiendo que no merece la pena ser el primero porque nadie nos seguirá, porque lo único que es posible hacer es mirar por nuestro propio beneficio y no preocuparse del beneficio colectivo o futuro.
Los empresarios tunecinos no son consecuentes. No es que sean injustos con sus empleados y hagan pagar siempre a los trabajadores, con despidos y congelaciones salariales, es que, sencillamente, les explotan con sueldos que les colocan por debajo del umbral de la pobreza. No es que no repartan los beneficios y no reinviertan en sus empresas para mejorar las condiciones de trabajo, es que, simplemente, sacan esos beneficios del país. No es que sobornen, paguen y manipulen en la sombra a los miembros del gobierno y al presidente para lograr sus objetivos y seguir engordando sus cuentas cifradas en Mónaco, Zurich o Caiman Brac, es que, simplemente, son miembros de su árbol genealógico.
Y, pese a ello, los tunecinos resistieron en su huelga general. Insistieron, robándonos con ello, el recurso a empeñarnos en no hacer nada porque, al fin y al cabo, los poderosos se protegen y siempre saldrán ganando.
La democracia tunecina no es perfecta. No es que tenga demasiados resquicios por los que se colaban los corruptos y los delincuentes para beneficiarse del sistema, es que, simplemente, se ha diseñado como un sistema feudal mafioso en el que es imposible no ser corrupto y no ser un delincuente. No es que se base en un modelo electoral que favorece a los partidos grandes y a los que ejercen el gobierno, que pueden utilizar los medios públicos para hacer propaganda electoral constante y encubierta, es que, sencillamente, está diseñada para que no exista oposición, para ahogarla y silenciarla. No es que sea un sistema con imperfecciones que está perdiendo a pasos agigantados la capacidad de criticarse, depurarse y controlarse a si mismo y a sus instituciones, es que simplemente, no existe en otra cosa que no sea la apariencia.
Y, pese a ello, los tunecinos se enrocaron en su huelga general. Y de esa manera nos destruyeron nuestra defensa siciliana de que el sistema no nos permitirá cambiarlo, de que de una forma otra, conseguirán, con una ley, con una prohibición o con un reglamento, hacer lo que ellos quieran aunque nosotros queramos que hagan lo contrario.
Las fuerzas del orden tunecinas no son un dechado de virtudes democráticas. No es que queden algunas reminiscancias de épocas preteritas que en ocasiones hagan que actúen de forma cuestionable, es que, simplemente, tienen permiso para detener y encarcelar a quien quieran a cualquier hora y en cualquier lugar sin necesidad de una orden judicial ni de una acusación formal. No es que no sepan contenerse a la hora de disolver manifestaciones, se excedan en el uso de balas de goma o en el empleo de las mal llamadas defensas -como si hiciera falta una porra para defenderse-, es que, sencillamente, usan gases lacrimógenos que dejan ciego y disparan balas que matan de verdad.
Y, pese a ello, los tunecinos las desafiaron en su huelga general. Y nos robaron el siempre plausible recurso a preocuparnios por nuestra seguridad personal, por nuestra integridad física. Nos quitaron la excusa de que estamos viejos para correr delante de la polícia y de que este tipo de cosas siempre acaban mal.
El presidente tunecino Ben Alí no era un buen presidente. No es que fuera un utópico ideologizado incapaz de ver la realidad de la sociedad en la que vive, es que sencillamente era un despota. No es que fuera un político que ocultaba tras gestos grandilocuentes sus incapacidades de gestión y sus incoherncias de pensamiento, es que, simplemente, era un dictador. No es que fuera un gobernante que se refugiara en las mayorías parlamentarias y en los decretos ley para imponer, más allá de la negociación social y el consenso político, su forma de ver el mundo, los problemas y las soluciones, es que, simplemente, era un tirano.
Y, pese a ello, los tunecinos le enfrentaron con su huelga general y ha tenido que huir. Y con ello nos han callado todas las excusas.
Podriamos hacer una revolución de los descamisados, pero los hay que diran que ha habido pillajes, disparos y víctimas inocentes y que nosotros tenemos que ahorrarnos esas cosas. Puede que tengan razón.
Nos hemos gastado demasiado dinero, demasiado tiempo y demasiada vida en cuidarnos la piel, en protegerla, en hacerla perfecta para nuestros escotes de cara ropa interior, nuestros gimnasios de plexos solares perfectos, nuestras fiestas de apariencia, indolencia y olvido y nuestros polvos de no se sabe muy bien qué. Demasiado como para estar dispuestos a lucirla en condiciones que no sean las mejores.
Nos la hemos depilado tanto, nos la hemos embadurnado tanto de cremas y de aceites, que ahora cualquier pequeño soplo de viento nos la enfría, cualquier cambio de temperatura nos la irrita, cualquier calor o ardor nos la enrojece, cualquier esfuerzo no las aja. Cualquier cambio nos da alergia.
Nuestra única excusa es que nos hemos guardado tanto el pellejo que ahora no podemos o no queremos arriesgarlo en una revolucion de descamisados. Porque para hacer esas cosas resulta imprescindible jugarse la piel y, sobre todo, quitarse las camisas.
1 comentario:
Hay que reconocer que eres bueno,tío (poner voz de De Niro).
Publicar un comentario