Esperaba que tardara menos, que fuera mas repentino, que la reacción de estas endemoniadas líneas al humo prohibido y a la nicotina delatada fuera más inmediata, mas fulgurante, más intensa.
Pero me ha llevado veinte días. Veinte días en los que el humo ha seguido entrando y saliendo de mis pulmones, en los que la nicotina ha seguido activando mis conexiones neuronales cuando escribo -¡Ah, ¿no sabíamos que la nicotina hace esas cosas?!-. Veinte días en los que han ocurrido cosas mucho más relevantes y, desde luego, más importantes, que reaccionar a donde puedo o no puedo fumar.
Y lo que me hace hoy escribir sobre la nueva, furibunda y ultraortodoxa Ley Antitabaco no es ninguno de los argumentos que se han utilizado hasta ahora por una u otra parte.
No es la incoherencia de un Estado que se beneficia con la recaudación impositiva sobre una actividad que considera perniciosa en lugar de prohibirla y asumir las consecuencias electorales y sociales que eso supondría. Lamentablemente, este Occidente Atlántico nuestro está acostumbrado a la incoherencia gubernamental.
Lo que me ha forzado a estas líneas no es la campaña propagandística de algunos medios de comunicación, que se empeñan en demostrar lo indemostrable. En aportar pruebas estadísticas de la buena acogida que ha tenido una ley que, probablemente, sea la más criticada desde que el Tío Paco puso en marcha su siempre recordada Ley de Vagos y Maleantes. Que insisten en decorar con estadísticas y encuestas la escasa repercusión de la prohibición; en completar el idílico nuevo cuadro de salud y libertad con reportajes humanos, poéticos y estéticos sobre "a qué huelen los bares", como en el mítico anuncio de compresas. Lamentablemente, estamos acostumbrados al servilismo ideológico de la prensa en este país y a la manipulación de profesionales del periodismo, que pretenden usar las noticias -no las columnas de opinión- como megáfono de sus ideas y deseos.
Lo que me ha colocado delante del teclado no es el esperado y esperable informe de la Asociación de Hosteleros sobre sus pérdidas millonarias, sobre el descenso de ingresos, sobre sus locales medio vacíos, sobre cuanto dinero pierden y cómo lo pierden. Lamentablemente, estamos acostumbrados en nuestras sociedades a que la motivación económica sea la principal palanca de las reformas y de las contrarreformas.
Y tampoco lo hago en respuesta a la reacción de esa prensa, de repente adalid del aire puro de égloga garcilasiana, que les acusa de mentir -veladamente eso sí-, apoyándose en sus encuestas y no en los datos reales que los hosteleros aportan sobre sobre sus negocios. Ignorando que su idílico presente libre de humo de tabaco no puede responder a la pregunta de ¿qué ganarían los hosteleros mintiendo en este asunto?, si no hubieran descendido sus ingresos, sus dineros y sus parroquias ¿por qué habría de importarles que existiera o no la Ley Antitabaco?. Lamentablemente, en esta prensa nuestra estamos acostumbrados a que no hay posibilidad alguna de objetividad.
Pero no han sido todas esas cosas, ni la llamada a la delación como beneficio social, ni las quejas sobre la la libertad de elección, ni las parodias de Gran Hermano sanitario -el de Huxley, no el de Tele 5- que llevan a cabo determinadas ministras, que han empezado a serlo hace dos días y que, al paso que llevan, van a tardar idéntico plazo en dejar de ejercer el cargo.
Ni siquiera ha sido la razonable queja de que, además de preocuparnos por poseer la Ley Antitabaco más restrictiva de Europa, podríamos hacerlo por tener el sistema de pensiones más avanzado del continente, el sistema de cobertura laboral más ajustado de nuestro entorno o la ley educativa más evolucionada de este lado del globo. Cosas que, obviamente, no tenemos y que no compensa la Ley Antitabaco.
Lo que me ha hecho reaccionar son dos cosas que normalmente suelen hacer reaccionar a un hombre heterosexual en nuestro país: un buen escote femenino y una caña.
Y me explico.
Dentro de esa mascarada mediática que pretende vender a posteriori la dichosa ley, a sabiendas de que ya estaba rechazada a priori, una cadena televisiva idea un reportaje en el que se ve el lado humano del no fumador y las bondades que para ellos supone la ley. Para eso elige a una señora que no podía antes apenas entrar en los bares porque tenía bronquitis, una bronquitis crónica que el humo del tabaco agravaba. El epítome de no fumador beneficiado por la ley. Hasta ahí, correcto.
Pero la cámara nos enseña a esta mujer -bastante atractiva, por cierto- entrando por la puerta del local. Lleva un abrigo negro abierto y un precioso jersey gris con un profundo escote que insinúa, con una elegancia incuestionable, aquello que a la mayoría les gusta que insinuen los escotes. Es lógico. Todos nos arreglamos para salir en la tele.
¿Y qué tiene esto que ver con la Ley Antitabaco? ¿acaso me indigna que las no fumadoras sean elegantes y atractivas?
Como es evidente para los que me conocen que la segunda pregunta es irrelevante -conozco en diversos sentidos a varias mujeres que entran en esas tres categorías-, contestaré a la primera.
El reportaje está grabado en Madrid, en la segunda semana de enero, en la cual temperatura media en la calle es de seis grados y en la imagen se ve claramente que hace un viento de una intensidad apreciable.
Y nuestra querida no fumadora llega con la garganta al descubierto, con el pecho al descubierto. No cierra su escote una bufanda, un cuello alzado, ni siquiera un pañuelo de seda.
No habrá especialista médico en esa parte de la anatomía humana que no te dirá que el frío es el principal enemigo ancestral de los bronquios -incluso los sanos- así que, por definición, alguien que sufre bronquitis crónica debe proteger las vías respiratorias del frío. Pero nuestra protagonista no.
Ha decidido que la belleza televisiva es más importante que su enfermedad, esa misma enfermedad que ha motivado que empiece a ser feliz con la ley Antitabaco.
Y la broma -porque, por un momento, pienso que tiene que ser una broma- continúa. Mientras habla de su bronquitis crónica, de sus problemas con el humo, de la imposibilidad de ir a bares por el humo, de la falta de conciencia de sus compañeros de trabajo por fumar cerca de ella -y yo le doy la razón en todo-, su entrevistadora, como para ahondar en el hecho de que están en un bar -casi vacío, por cierto, pero eso no se dice-, pide algo.
¿Pide dos cafés? no, ¿pide dos refrescos del tiempo?, no; ¿pide dos tazas de caldo de pollo bien calentito, para compensar el efímero frío que han experimentado las vías respiratorias de nuestra escotada protagonista por el sacrificio de salir guapa en la tele?, por supuesto que no. Pide dos cañas.
Y el cámara -muy bueno, por cierto- mueve con pulso de acero la cámara hacia el grifo del que brota la cerveza como en un manantial bíblico.
Y contemplamos el espumoso líquido manando y aterrizando en el vaso, vemos la espuma formándose, las doradas burbujas que ascienden..., vemos un relieve en el grifo de cerveza en el que se puede leer "Glacial, 4 grados".
No contenta con llegar a pecho descubierto -o a escote, que suena mejor y menos lujurioso-, no satisfecha con avanzar por las gélidas calles de Madrid garganta al aire y bronquio al viento, nuestra bronquítica y no fumadora protagonista se echa al gaznate en un largo sorbo un líquido que ha sido servido a la glacial temperatura de cuatro grados centígrados. ¡Ole sus gónadas!
En tres minutos de reportaje ha hecho mas por acabar en el Cementerio de la Almudena, víctima de un acceso bronquítico irreversible, que todos los fumadores capitalinos que expelieran humo a su alrededor. En tres minutos se ha desdicho a si misma sin posibilidad de redención.
En tres minutos me ha forzado a escribir un post no contra la Ley Antitabaco, no contra los fumadores o contra los no fumadores, sino contra la más absoluta e intolerable hipocresía.
Una hipocresía que nos lleva a exigir a gritos y denuncias delatoras -porque ella se enorgullece de hacerlas- que los demás respeten nuestra salud cuando nosotros la ponemos en riesgo continuamente, incluso ante las siempre delatoras cámaras de la televisión.
Una hipocresía que nos permite exigir a los demás esfuerzos en nuestro beneficio cuando nosotros no estamos dispuestos siquiera a asumir los propios.
Una hipocresía que nos permite denunciar a los demás ante los gobiernos y autoridades y ser cómplices de nuestras acciones indebidas ante nuestras propias conciencias.
Una forma de ver el mundo que hace que el frío y la exposición voluntaria de nuestra garganta y nuestro escote a cambios bruscos de temperatura, a vientos helados o a líquidos glaciares sean menos importantes para nuestra enfermedad que el humo que expelen los demás.
Que nos permite echar la culpa completa y absoluta -que la tienen, en parte- a factores externos de algo que también está motivado por todo lo que hacemos o no hacemos nosotros y que preferimos ignorar por el esfuerzo y el sacrificio que nos supondrían.
Así que, al final, parece que sigo sin escribir sobre la ley Antitabaco. Al final, pese a que han pasado ya veinte días, parece que sigo encontrando cosas mas relevantes y, desde luego, más importantes a las que dedicar estas endemoniadas líneas.
Puede que la conciencia y el sentido de la justicia debida de esta escotada no fumadora crónicamente bronquítica estén a salvo porque los fumadores no llenen los bares de humo. Pero sus bronquios seguirán en peligro por todas las elusiones e irresponsabilidades que comete por su cuenta, sin que nadie se las imponga, sin que nadie tenga el derecho a prohibírselas con una ley.
La hipocresía no cura la bronquitis. Aunque, en este caso, parece que ambas sean crónicas.
1 comentario:
Fumando espero... ;)
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