Probablemente hay muchos que pensarán que nunca se había conmemorado en peores condiciones el Día del Trabajo, por lo menos no desde que se hacía a bombo y platillo con discurso caudillistico radiado y pompa y circunstancia de la Sección Femenina a ritmo de marchas militares y danzas regionales patrias.
Y tienen razón. Nunca habíamos tenido seis millones doscientas dos mil razones para que la conmemoración no tenga nada de celebración, nunca habíamos tenido más de 30.000 ataques directos en forma de ERE, que convierten la fecha más en una defensa numantina del empleo que en una conmemoración.
Nunca habíamos tenido casi dos millones de familias en las que todos su miembros en este día solo tienen el recuerdo de lo que otrora tuvieron o la añoranza de lo que nunca han conseguido: un puesto de trabajo.
Y claro, en tamaño escenario de tragedia y caos creado por aquellos que anteponen su "deber" para quienes les sustentan económicamente a su obligación para con quienes les votan y a los que gobiernan, los hay que dirán que hoy tenemos que dar gracias por mantener un trabajo aquellos que aún podemos decir eso.
Pero esos se equivocan de medio a medio.
No tenemos que dar gracias por mantener un trabajo. Tenemos que quejarnos, tenemos que gritar muy alto y muy claro y enfadarnos y maldecir si hace falta por todos aquellos que no lo tienen.
Tenemos, hoy más que nunca, que enfrentarnos hasta por el mínimo retroceso que nos impongan en nuestras condiciones laborales, tenemos que pelear hasta por la más ínfima porción de dignidad que nos quieran arrebatar, aunque parezca baladí, aunque se antoje ridícula, aunque nos digan que, en esta tempestad de destrucción de empleo, es irrelevante.
Porque hoy, Día Internacional del Trabajo, alzar los ojos al cielo protector para agradecer el puesto o hundirlos en el barro para resignarse con las condiciones rebajadas de ese puesto de trabajo es hacerles el juego a todos aquellos que han iniciado una política perversa destinada a quitárnoslo todo.
Y es que los seis millones doscientos mil parados no son una consecuencia colateral de una política negligente, no son un producto inesperado de unos actos que no estudiaron esa posibilidad. No son nada de eso. Son el resultado esperado y planificado de unas acciones que necesitan que existan, que se vean abocados a la miseria, que estén dispuestos a cualquier cosa para trabajar.
Son necesarios para que nosotros, los que aún tenemos una nómina que llevarnos a la cuenta corriente, dejemos de pensar que trabajar es una obligación -para algunos, por suerte, vocacional y para otros no tanto- que tenemos que afrontar por necesidad social y empecemos a pensar que es un privilegio que tenemos que mantener a cualquier precio, a costa de la dignidad de ese puesto de trabajo, a costa de cualquier cosa que nos quiten o nos quieran quitar.
Han colocado a esos seis millones de personas en la cuneta de la sociedad adrede para eliminarlos de la ecuación de las protestas laborales. Porque ellos no tienen un empresario contra el que hacer huelga, una empresa a la que reclamar que aplique la ley, que no se pase sus derechos, ganados con la sangre de generaciones, por el arco del triunfo, que no chantajee su dignidad con el sueldo que necesitan para mantenerse económicamente.
Y con ellos en la calle, nosotros somos menos y tenemos un inesperado compañero en la oficina, en la redacción, en la obra o en el almacén: el miedo, el más profundo inquietante y doloroso de los miedos.
Y eso es lo que quieren.
Porque ese miedo nos hace dar gracias por tener un trabajo, nos hace agachar la cabeza cuando pisotean nuestros derechos, cuando cambian unilateralmente las condiciones de empleo, cuando modifican las jornadas, recortan los sueldos o cambian a voluntad los festivos.
Todo los que nos quiten a nosotros ahora no se lo tendrán que dar a los seis millones de parados cuando encuentren empleo; porque todos los pasos atrás que demos para mantener nuestro puesto son un retroceso hacia la precarización para cuando a ellos les contraten.
Cada vez que demos gracias a lo que sea por mantener el trabajo y aceptemos condiciones peores con tal de seguir en el tajo estamos fallando a aquellos que no pueden pelear por si mismos porque no tienen un empresario al que echarse al Estatuto de los Trabajadores.
Porque en realidad eso es lo que buscan. Esa es la política que está llevando a término la corte moncloita desde que las urnas les pusieron donde están. Que los que trabajamos cedamos todo lo que ellos quieren para seguir trabajando y así poder revertir al modernismo decimonónico de Dickens el trabajo de aquellos que ahora lo buscan desesperadamente.
Así que esos seis millones doscientos dos mil parados no necesitan que nosotros demos gracias por mantener el puesto de trabajo. Necesitan que luchemos rabiosamente por mantener la dignidad de los mismos para que ellos puedan volver a trabajar en las mismas condiciones que estaban cuando esta perversa estrategia de regresión al servilismo fue puesta en marcha.
Puede que a los que que han arrojado a la cuneta les toque lidiar con la tragedia, pero a nosotros nos ha tocado bailar con la más fea de esta sociedad occidental atlántica nuestra, con esa que todo el mundo rehuye y pretende evitar: con la lucha.
Tenemos que pelear por cada centímetro de la dignidad laboral que intenten arrebatarnos, aunque sean cinco minutos de horario, una silla ergonómica o un incremento de 12,32 euros en la nominal mensual. Tenemos que pelearlos con uñas y dientes y dejarnos de huidas, elusiones, excusas y resignaciones agradecidas. No por nosotros, sino solamente porque ellos ya no pueden pelearlo.
Somos pocos, no podemos permitirnos el lujo de ser también cobardes.
Y sabiendo eso tenemos dos opciones, como casi en todo.
Podemos coger los bártulos y correr a la playa o a la escapada romántica para ahogar en agua salada o sudor nocturno lo que nuestras conciencias nos gritan en silencio.
O Podemos ocupar parte de nuestro tiempo -que el puente es largo y hay días para todo- en intentar dejar de ser occidentales atlánticos, observadores de ombligos propios y egoístamente individualistas y comportarnos como está mandado.
Podemos coger los bártulos y correr a la playa o a la escapada romántica para ahogar en agua salada o sudor nocturno lo que nuestras conciencias nos gritan en silencio.
O Podemos ocupar parte de nuestro tiempo -que el puente es largo y hay días para todo- en intentar dejar de ser occidentales atlánticos, observadores de ombligos propios y egoístamente individualistas y comportarnos como está mandado.
Cuando se hace una vez no resulta tan difícil repetirlo.
Hasta puede crear adicción.
Hasta puede crear adicción.
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