La tendencia de la vida es crecer. Se nos crece lo bueno cuando existe y se nos engorda lo malo cuando se presenta. La diferencia es que a lo primero hay que regarlo, podarlo, y quitarle con mimo e insistencia los hierbarjos que amenanzan con ahoragarlo. Y a lo segundo con un par de semillas soltadas a los vientos nos resulta bastante para que medre si cae en suelo fértil.
Pero en uno y en otro el último responsable del esplendoroso crecimiento es aquel que abrió la mano y esparció la semilla.
Aunque se parezca en exceso a esa parabola del joven esquizoide nazareno, lo que inicia este post es una descrición de lo que está ocurriendo en nuestras calles, nuestros barrios y barriadas e incluso en nuestros guettos -que también los tenemos, aunque nos duela en prendas saber que los tenemos-.
Porque la semilla de la falsa autojusticia, de la espúrea autodefensa, del heroismo vecinal vigilante, acerrímo e incultó se nos está plantando en la puerta de todos y nos echa raices en las calles de todos.
Cinco polícias sufren una paliza cuando detienen a un chaval. Y uno lee la noticia esperando descubrir en el cuerpo del texto -eso que nadie lee- que se trata de un episodio más de justicia irreversible y callejera en el Barrio Matanza de Carácas, en plena Venezuela medio bolivariana medio no. Pero el épigrafe "nacional" que manda en la sección nos asusta, nos hace sorprendernos, pues el barrio de La Orden no está en Caracas ni siquiera en Ciudad Juarez. Está en Huelva, aquí al lado.
Lo dejamos pasar durante unas semanas porque se nos antoja aislado, diferente en exceso a lo que es nuestra vida. Y cuando nuestra frágil memoria -muy tendente al olvido- comienza a despejar el acontecimiento de que ochenta personas sin motivo aparente la emprendan contra alguien que cobra por cuidarlos; cuando parece que todo se nos vuelve normal y todo ha sido una rara explosión de ira y descontento por motivos difusos, nos llega otro de esos titulares de lejos, de lo que acostumbramos a leer sobre Irak, sobre África o sobre algún otro lugar que parece remoto.
Y ya no son un ochenta. Ahora un centenar de vecinos furiosos atacan a los mossos d´Esquadra y eso vuelve a asustarnos. Porque Badalona también está aquí al lado y mas cerca que Huelva.
Policías que hacen su trabajo y vecinos airados que salen a la calle los patean, los pegan, los mandan a la clínica no porque sean brutales represores de un Estado insufrible, no porque sean corruptos y medren a su antojo, sino por poner multas, por detener a gente que huye sólo al verlos. Por hacer su trabajo.
Puede que un principio resulte incompresible qué vientos han traído esa autojusticia absurda y vecinal hasta nuestras aceras desde Calle Matanza o desde Villa Brasil, pero basta con volver la vista atrás en unos cuantos meses - o días solamente- y los polvos de entonces explican nuestros lodos de ahora.
Basta con recordar vecinos ascendidos en los medios al rango de unos heroes tardíos por rechazar desahucios de chabolas a pedradas y gritos, basta con recordar a ajustadas reporteras de escotes pronunciados alentando a vecinos, que aguardan tensos y prontos a la ira, a la entrada de juzgados, reclamando cabezas de pederastras y jueces tras morir una niña.
Basta con visualizar en nuestra memoria escuálida los rostros y los gestos de opinantes sesudos que, contemporizando y haciendo malabares, justifican actitudes populares que exigen cobrarse la cabeza de asesinos confesos -aunque aún no sentenciado o convicto- a orillas del gran río que alimenta Sevilla.
Basta con ver como, por mor de las audiencias, las críticas sociales o de las oposiciones a gobiernos que tienen otros muchos motivos en los que recibir justas oposiciones, se ha tildado de comprensible, explicable y hasta justificable esa actitud socarrona, arrogante, ignorante y bravucona de ser el propio juez, de hacerse autojurado y nombrarse a uno mismo ejecutor directo de sentencias populares en todo aquello que concierne al barrio, a la calle, al clan o a la familia.
Empezó con la triste semilla de acorralar al criminal, de perseguir al homicida, de presionar al tribunal o de salir a la caza y captura de quien ya estaba cazado y capturado por aquellos que cobran por hacerlo.
Empezó por los casos de la "alarma social" y de la "justa indignación" y ahora se nos traspasa al parquímetro, a la detención del que huye del arresto, a la multa, a todo lo que el barrio considera oportuno. Aunque haya que golpear a policías y no a criminales, aunque haya que acorralar a mossos y no a homicidas. El barrio es soberano e imparte su justicia. Nadie puede pararlo. La tele nos apoya.
Quizás aquellos que eligen las historias, que ajustan los enfoques, que buscan las audiencias, se den cuenta al leer el periódico o escuchar las noticias que han logrado que la ira popular no condene y sentencie en la Calle Matanza, sino en el Barrio onuvense de La Orden; que han conseguido que esa autojusticia rabiosa y perniciosa no se instale en las calles hediondas de Villa Brasil, sino en las adoquinadas aceras del Barrio de San Roc.
Quizas se han dado cuenta de que están logrando, con todas sus semillas esparcidas al viento de los medios, que el juez Lynch, aquel de las peliculas viejas de ahorcamiento popular al cuatrero, no viva en Oklahoma, sino a un tiro de AVE.
Quizás no les importa.
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