Las elecciones en Euskadi han pasado y han dejado sus resutados. Muchos harán interpretaciones y recuentos y la mayoría las utilizarán para lo que se han utilizado siempre que se han producido: para volver a echar cuentas entre nacionalismo vasco y españolismo.
Se afanarán en contar y recontar cual de las tendencias ha obtenido más apoyo, si unos tienen 37 escaños y otros 38 (dependiendo de donde se coloque a Rosa Díez, si es que ella sabe donde está colocada). Unos dirán una cosa y otros otra, pero, aunque parezca increible vivniendo de quien viene, yo me inclino por una interpretación, digamos más teologal.
En un mundo, como es la política, en el que la fé es sinónimo de decepción posterior -como, bien pensado, lo es en todas las actividades humanas-, en el que la esperanza se rechaza como podre remedo de la lucha por la justicia y en el que la caridad no es factor, arrinconada entre cuchillos sujetados con los dientes y cadáveres escondidos en los armarios.
Los vascos con sus sufragios han inventado una nueva virtud. No en vano los jesuítas, doctos inventores de teologías seculares encuentran en las tierras norteñas mucho predicamento.
Los vascos se han sacado de su diferencial manga: la virtud de la moderación.
Los nacionalistas han votado nacionalista. Pero el nacionalismo que se presenta demócrata -aunque algunos se empeñen en negarlo- El nacionalismo que busca por activa y pasiva su referendúm -o consulta popular- que puede ser, hoy por hoy, inconstitucional, pero que no es ni puede ser antidemocrático.
El vasco nacionalista ha votado a PNV, que se ha mostrado dispuesto al diálogo -aunque no a la concesión. Algo típico en política-. Ha votado a aquellos que defienden lo que piensan sin tener nada que ver con la imposición ni con el uso de las armas.
Y el vasco no nacionalista -que no españolista- ha votado a aquellos que también están dispuestos a hablar de nacionalismo, de aumento de competencias, de cambio de Estatuto, incluso de referéndum. Sin arengas de bandera rojigualda, sin discurso de himno patrio ni de orgullos nacionales de patria única y engrandecida -y libre, dicho esto, con la boca pequeña-.
Han dado su sufragio a los que están dispuestos a hablar para acabar con la violencia y para avanzar hacia donde los vascos quieran avanzar.
Y hasta los independentistas han votado a aquellos que defienden de igual modo la independencia. D3M no estuvo, pero si hubiera estado habría perdido votos, demostrando que muchos independentistas han visto que querer la independencia es más sinónimo de Aralar o Eusko Alkartasuna que de pegar tiros y quemar contenedores por las calles.
Los señores del vasquismo violento del tiro en la nuca y el coche bomba pierden suelo y los señores del españolismo a ultranza por encima de todo, saltandose reglas de juego para impedir el independentismo, inventándose leyes para amordazarlo y confundiendo independencia con terrorismo han tocado fondo.
Con todo, pocos harán la obvia lectura que se antoja de que 54 votos a los dispuestos a dialogar (58 si se suman Aralar, Eusko Alkartasuna y Esquerra Batua y 59 si añadimos a la nueva formación de Rosa Díez) dejan en minoria a los 13 del españolismo no dialogante y a los 5 que hubiera tenido el independentismo violento si hubiera estado en las urnas.
Euskadi pide un cambio. Pero a lo mejor no es el cambio que todos creen dibujado en los resultados. A lo mejor no le ha dado la llave al PSE para que cambie el rumbo nacionalista. A lo mejor le ha dado la llave para que cambie el rumbo de la crispación y en el enfrentamiento entre unos y otros.
Pero no creo que muchos sepan verlo así, cuando el acceso a un gobierno está en juego.
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