Eso es lo que ha demostrado Gordon Brown -que hasta ahora había demostrado bastante poco como Primer Ministro británico- con el furioso y repentino resurgir del llamado IRA Auténtico en las calles y las muertes del Ulster -Irlanda del Norte, para otros-.
En dos días, aquellos que, perdida la ideología y la razón popular, se enrrocan en las armas, han cometido dos atentados, volviendo a sembrar la sombra de la duda sobre un proceso de paz que parecía asentado y en marcha -con sus idas y venidas, siempre políticas- en la que otrora fuera una da las zonas más sangrientas de Europa.
Parece que a algunos les faltara el aire sin el antiguo espíritu del Bloody Sunday - no el de la canción de U2, sino el real- o de Omagh, que tiñeron de muerte las calles de Belfast y Londonderry durante años.
Y Brown ha corrido a Irlanda del Norte -o al Ulster, para otros- en cuanto se ha enterado.
Pero no lo ha hacho para estrechar manos de familiares y besar viudas, intentando acaparar protagonismo -quizás porque la familias y las viudas están en Inglaterra o en Polonia y no el Ulster-; no lo ha hecho para lanzar discursos encendidos ante los catafalcos y las cámaras, hablando de victoria o muerte o de no rendición incondicional; no lo ha hecho para clamar venganza y encender a los suyos buscando, entre las notas del Dios Salve a La Reina" y el ondear de la Unión Jack desplegada a los vientos sajones, réditos electorales para su depauparada imagen política y pública.
Lo ha hecho para hablar de paz. No de victoria, sino de paz.
Brown ha arrastrado hasta Irlanda o el Ulster su político rostro demacrado de primer ministro en recesión, se ha plantado delante de los que aún creen que las bombas y el miedo son un lenguaje y les ha dejado claro que Irlanda del Norte, Irlanda, el Ulster, Inglaterra, los católicos y los protestas hablan de otra manera, usan otros mensajes y no están dispuestos a dejar de hacerlo porque ellos sean incapaces de entenderlos.
Podría haber hecho otra cosa, pero no lo ha hecho. Podría haber querido demostrar que era firme, inquebrantable, arrojado o patriota. Pero ha decidido demostrar que es inteligente. Tal y como está el mercado internacional de gobernantes hoy en día esa elección, aunque lógica, se nos muestra como algo sorprendente.
Y Brown, -que no consigue apoyo ni de su partido para la mitad de las iniciativas que propone en la Cámara de los Comunes de la Pérfida Albión- ha logrado el apoyo de todos. Porque aquellos que quieren una Irlanda unificada e independiente de Inglaterra quieren paz; porque aquellos que quieren un Ulster proviciano de Lóndres quieren paz; porque los que defienden la virginidad de la virgen -si es que eso se puede defender- quieren paz; porque los que defienden la comunión bajo las dos especies -si es que eso merece ser defendido- quieren paz.
Porque al hablar de paz no hablas de guerra. Pero al hablar de victoria sí lo haces.
Mucho más cerca de nosostros que las costas de Hibernia tenemos a unos cuantos que se comparan una y otra vez con el IRA -el que sigue matando, por supuesto, no el que ha dejado las armas y hace política-.
En las tierras del norte, los hay que creen que ser como el IRA que mata -aunque la expresión me recuerde a la de un niño de jardín de infancia- les hace grandes, les vuelve heroes, les transforma en seres memorables. Contra su locura -o su modo de vida mafioso instalado por siempre en la violencia- poco podemos hacer.
Pero, por suerte, si podemos hacerlo contra los que no son Gordon Brown. Contra los que quieren arrastrar a todos a su victoria y no a la paz; contra los que usan la muerte para buscar presencia, para justificarse, para labrar un camino hacia la victoria que sólo puede seguirse con la sangre.
Contra aquellos que usan la muerte, el himno y la bandera para buscar victoria por encima de paz.
Podemos exigirles cada día, cada hora, después de cada mensaje de sangre que lanzan los que quieren medrar en la violencia, que no hablen de victoria, que no hablen de venganza, que no hablen de la patria. Que sean Gordon Brown.
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