Esparces por los días y noches tu gesto sonriente, la sonrisa que oculta tus vergüenzas, que esconde tus desidias, que es síntoma de nada.
Y cuando esa sonrisa, vacía y milimétrica, mecánica e inútil, dibujada en la cara como un escudo fatuo de un corazón que se vuelve siempre sólo a si mismo, no es devuelta al instante, no es equilibrada con otro gesto absurdo, el culpable es el otro, el que no te sonríe, el que mata el buen rollo.
Si no es correspondida el culpable es aquel que se niega a ocultarse, que se niega a concederte el don de olvidar tus olvidos, que insiste en recordarte que tras una sonrisa ha de haber un motivo, una historia, un impulso real. Ha de haber un ser vivo.
Pero eso no te importa. La sonrisa es buen rollo y ese es el objetivo. Tú has cumplido tu parte, aunque sea fingido.
El buen rollo te impone la caricia constante, el abrazo continuo, el recurso obsesivo a estrechar unos lazos que nunca han sido atados con un nudo real. El buen rollo lo exige y tú siempre lo cumples.
Y repartes a siniestro y a diestro -mucho más a siniestro- caricias que no curan, abrazos que no salvan.
Y al hacerlo le exiges a la piel que el roce de tus dedos que olvide las heridas que tu misma has abierto, le impones a la espalda que estrechas que ignore lo dolores que causan los puñales que tú misma has clavado. Porque eso es el buen rollo y el buen rollo lo manda.
Y si no lo consienten, si el hombro que has tocado se irrita con tu toque, si la espalda que buscas se retuerce en un esfuerzo tenso de eludir tu contacto, la ofendida eres tú y el que falla es el otro.
Él le falla al buen rollo por no olvidar a tiempo que tras una caricia tiene que haber un alma, que tras fuertes abrazos ha de haber corazones. Por recordarte, cuando lo has olvidado o nunca lo has sabido, que las caricias de los dedos que hieren rara vez nos reparan, que los abrazos de manos que nos matan no han servido ni sirven para darnos la vida.
Pero eso no te afecta. La caricia es buen rollo y ese es tu salvavidas. Tú ya has hecho lo tuyo, aunque sea mentira.
Y el buen rollo te impele a los millones de dos besos en las mejillas a granel y sin tiento, a quedadas continuas, a llamadas preguntando por otros para hablar de ti misma. Te impone los toques cariñosos, los "bonita", los "cari", las fotos colgadas en el éter de pedos compartidos, los mensajes vacíos, los apoyos lejanos y alejados de espacios virtuales.
Y tú sigues a rajatabla todos sus mandatos, cumples sin rechistar con sus cansinos ritos y con sus exigencias. Lo haces y esperas recompensa, cual devota creyente. Y el buen rollo, cual dios misericorde que protege a su hija, te concede tu sueño.
Te resguarda de aquellos que reclaman criterio y coherencia; te aparta de los necios que aún creen que tras una sonrisa ha de haber sentimientos, de las malas personas que aún identifican cariño y lealtad, de los intransigentes que aún saben que hay cosas que hay que hacer cuando les pintan bastos a aquellos que nos apoyan y que nos acompañan.
Cumplidos sus simples y siempre ineludibles eternos mandamientos, el buen rollo te permite alejarte de aquellos que aún defienden que el amor no te impide mostrarte tus errores, que la amistad no se basa en vapores etílicos o en fotos digitales, sino en un compromiso que implica lealtades y esfuerzos por los otros.
Una vez que ha sido obedecida la voz irrelevante del buen rollo expandido, por fin te ves recompensada con el mundo esperado, con ese paraíso soñado por perdido de un mundo que tan solo es habitado por ti y por lo que has decidido.
Un mundo en el que tú existes sola, rodeada de comparsas, de comprensión vacía de todos tus errores por más que se repitan, de consejos que se ofrecen sabiendo que no son escuchados. Un orbe en el que el amor siempre falla por culpa de los otros, en el que los demás se disculpan por todos tus errores, en el que nadie te exige más allá de lo que estás dispuesta a dar, aunque esto sea nada.
El paraíso del buen rollo soñado te crea un universo en el que siempre puedes acallar tu conciencia, ocultar tu egoísmo, escapar de ti misma.
Te regala un espejo que transforma todo lo que le enseñas para que tú lo veas y te quedes contenta. Que te cambia irresponsabilidad continua por pasión necesaria, la falta de criterio por cambio inevitable y el error reiterado por mala suerte absurda.
Un prisma de cristal que te devuelve imposibilidades manifiestas donde sólo hay negligencias inconfesables, que te permite ver amores imposibles en lugar de egoísmo, amistad traicionada en vez de egocentrismo. Un perverso reflejo que nunca te devuelve lo que no quieres ver, que te hace perfecta.
Porque eso es el buen rollo y por eso lo usas. Porque evita pensar y pensar en tu contra, porque evitar sentir y hacerlo por los otros, porque evita vivir e intentar seguir viva.
Porque evita crecer y saber que, si habitas un mundo en el que nadie cabe, es mejor estar muerta. Yeso no da buen rollo.
3 comentarios:
No se me ocurre nadie que encaje en esa descripción.
Perdona mi ignorancia.
No suelo hacerlo pero he eliminado tu comentario, Rodolfo.
No son pocas las entradas que hablan sobre religión y catolicismo en ete blog y si lo hubieras puesto en cualquiera de ellas, ahí seguiría, pero en esta entrada casrece completamente de sentido una crítíca a la prófetica judía -tan digna de crítica como la cristiana, la budista o cualquier otra-. Espero que lo comprendas.
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