Hay enfermedades que te condenan a una existencia de soledad. Dolencias que, por su dificultad para reconocerlas y por su imposibilidad para remediarlas, te arrojan a un aislamiento y una destrucción de tus vínculos con la realidad que te hacen abominable para la sociedad en la que te mueves, que te transforman en una rémora para los que te rodean.
La sordera es una de esas enfermedades. Sobre todo cuando es selectiva y la padece un político.
Y es que los políticos de este país -y de toda Europa, por lo que se ve- están sufriendo un ataque furibundo de sordera selectiva que, a estas alturas, no sólo está haciendo temblar su afinado sentido del equilibrio, sino que nos está haciendo plantearnos a los demás seriamente la necesidad de su internamiento -no se sabe si en un centro penitenciario o en uno psiquiátrico-.
Mientras Angela Merkel -que, de repente, se ha convertido en la Canciller de todos- recorre los pasillos de Europa intentando convencer a sus colegas griegos de que apoyen un plan de ajuste en una tierra que, pese a su antigüedad y su historia, ya tiene poco o nada en lo que ajustarse, nuestro congreso se reune y, tras negarse a formar una comisión que estudie el motivo de esos gritos que escuchan constatemente en sus puertas, se tiran los cuchillos al cuello para aprobar la nueva negociación colectiva.
Han cerrado tanto los oídos para aislarse de las protestas por el Pacto por el Euro que se les han taponado definitivamente.
Ellos la aprueban por los pelos y están felices -los unos y los otros-. Unos, porque han hecho algo que era necesario, porque han hecho algo que nadie quiere y que no debe hacerse así. Los otros, porque se han opuesto a una ley por los motivos contrarios a los que aquellos que vamos a sufrir esas negociaciones colectivas nos oponemos a ella.
Están felices porque una de las peores consecuencia de la sordera es que, como no oyes, no te das cuenta de que el silencio es falso. Sobre todo en política.
La gente se les ha subido a los leones -los del parlamento- porque aprueban medidas que cargan el peso del desmoronamiento definitivo de un sistema económico sobre aquellos que ni quieren ni se ven beneficiados por ese sistema. Se les engachado del ganazte por un Pacto por el Euro que es de nuevo la Reforma Laboral del pasado septiembre y de nuevo la impunidad financiera, económica, especulativa y empresarial de todos los días.
Y ellos, como respuesta a eso, nos ofrecen una negociación colectiva en la que solamente salen perjudicados los de siempre, los únicos que, por lo que se ve, no tienen el derecho inalienable de obtener beneficios. O sea nosotros.
En la nueva negociación colectiva, las empresas no tendrán que cumplir el convenio de su sector. Hay que se flexibles.
Podrán dejar de hacer todo aquello que les venga mal y, si los trabajadores lo exigen -por que no son flexibles ni responsables y no están comprometidos con la salvación del cadáver del sistema económico-, se acudirá a mediación.
O sea que, en definitiva, los convenios colectivos dejan de existir. Las empresas negociarán individualmente siempre que lo necesiten.
La fuerza del convenio colectivo, basada en que los trabajadores de las grandes empresas, con más posibilidad de presión dado su número, transmitían sus logros a todo el sector, desaparece en aras ¿de qué?
Nadie nos lo dice. Nadie nos dice por qué eso es bueno, por qué eso es lo que hay que hacer y por qué eso nos va a beneficiar. Nadie nos los dice porque no tiene que decirnos.
La flexibilidad es un concepto que se impone de repente y que parece que es el paradigma de la salvación de un liberalismo económico muerto y enterrado por sus propios errores, por sus propios vicios, por su propia falta de control y cordura.
La negociación colectiva se convierte en algo tan flexible como un chicle de fresa ácida, como un acróbata chino. Algo tan fléxible como los flajelos y las varas de avellano con las que otrora se impusiera disciplina a los díscolos.
Porque también se pueden hacen flexibles -al alza sin pagar más y a la baja pagando menos- los horarios en virtud de las necesidades de la empresa ¡Al cajón del recuerdo las cuarenta horas semanales!
También se pueden flexibilizar los periodos de vacaciones en virtud siempre, claro está, de las necesidades del patrón -dado como está el patio habrá que volver a llamarles a la antigua- .
Y la cosa sigue.
Por supuesto los convenios colectivos dejan de ser referencia en los asuntos salariales. Es el convenio de empresa el que se impondrá sobre el convenio colectivo y podrá modificar a la baja cuestiones básicas como el salario, la jornada, la clasificación profesional, las formas de contratación y las medidas de conciliación.
El gobierno, los políticos que le apoyan -aunque se abstengan para desgastarle- y todos los que sufren la epidemia de sordera selectiva más virulenta desde el incendio del Reichtag, se cargan de repente varios siglos de evolución laboral. Nos vuelven a colocar en manos del empleador, del patrón.
Nos vuelven a convertir en siervos.
Porque para asegurarse de que los convenios y su negociación no se eternicen lo único que no es flexible es el tiempo necesario para su aprobación. Tienen que estar solventados en tres meses. Porque si no es así las perdidas de las empresas por las protestas sindicales y los paros laborales podrían ser irrecuperables. Así que para que la empresa no pierda, tenemos que consentir y que firmar lo que le venga bien a la empresa.
Los hombres del Germinal, los chicos de las Trade Unions, los siervos del Languedoc y los campesinos del Meresme murieron para nada.
El sistema de derechos laborales ha muerto. El fantasma del sistema económico neo liberal lo tenga en su gloria.
Y todo ¿para qué? Para que el sistema se sustente y no vaya a la ruina.
Un sistema que mantiene que la flexibilidad laboral crea empleo. Curiosa paradoja. Un sistema que ha demostrado que cuando un empresario despide a sus trabajadores, les mantiene en condiciones precarias o rebaja sus espectativas vitales y salariales puede mejorar ampliamente su rengo de beneficios, puede crear más riqueza.
Eso es cierto. Negarlo sería negar la realidad y nosotros todavía no hemos llegado a eso.
Pero el sistema cadavérico también ha demostrado que esa riqueza no se invierte, no se utiliza en ampliar la empresa, en realizar nuevas contrataciones.
El sistema ha demostrado que los beneficios de las empresas no se distribuyen justa y equitativamente con los trabajadores que los han generado.
Esa riqueza y esos beneficios quedan en manos del empresario y de sus socios financieros y capitalistas, que no han aportado sacrificio alguno a ese proceso de mejora de los rendimientos empresariales, algo que si han hecho los trabajadores, al ver como sus condiciones laborales se van al mismo limbo al que se fue la libertad del ser humano cuando se estableció la libertad de ser rico.
Así que nuestros políticos, como son incapaces de crear algo nuevo, recurren una y otra vez a los mismos mitos manidos, los mismos esfuerzos baldíos y las mismas fórmulas agotadas que han fijado los clavos en la tapa del ataúd de nuestro sistema económico y financiero.
Lo hacen en la esperanza de que la flexibilización, las medidas stajanovistas y las condiciones leoninas sirvan de nuevo para crear riqueza y de que en esta ocasión, por primera vez desde la invención del Liberalismo, allá por la vida y hacienda de John Stuart Mill, los que se quedan siempre con esa riqueza y esos beneficios acepten compartirlos.
No sólo han decido ser sordos, también han elegido ser ciegos.
Y esa sordera y esa ceguera les impiden ver cosas que han pensado otros que no son ellos. Les impide ver que el sistema tiene que cambiar radicalmente y obligar -no potenciar, no solicitar, no suplicar- sino obligar y garantizar el reparto de beneficios y la redistribución de la riqueza.
Que si se exige el esfuerzo de aceptar un recorte secular en los derechos laborales tiene que haber uno de idéntico calibre en los beneficios empresariales, financieros y económicos. Así de sencillo.
Que si se exige el esfuerzo de aceptar un recorte secular en los derechos laborales tiene que haber uno de idéntico calibre en los beneficios empresariales, financieros y económicos. Así de sencillo.
Que debe obligarse al empresario a distribuir sus beneficios con sus trabajadores de una forma real -no con una pírrica paga- y en condiciones de igualdad.
Que deben controlarse y reducirse los réditos económicos de los socios exclusivamente financieros y de los accionistas de las empresas en beneficio de sus trabajadores.
Que, si se fuerza al trabajador a sufrir sus recortes que originan sus pérdidas, se debe forzar al empresario a hacer partícipe total al trabajador de las mejoras y los rendimientos que originan los beneficios. Que el dinero y la posesión del mismo no es sagrado.
Deben dejar de escuchar el eco de su sordera y de ver las sombras de su ceguera y no seguir respondiendo a cada aportación en este sentido que, en esas condiciones, el sistema es insostenible.
Claro que lo es. De eso se trata. De crear otro. Aunque no quieran oírlo, aunque no puedan verlo.
Desgraciadamente para muchos, para aquellos que se borraron de la Huelga General, para los que se quejaron amargamente de las manifestaciones, para aquellos que anteponen la buena vecindad a las revindicaciones, para los que no quieren que cambie el sistema porque tienen la esperanza de vivir de las rentas o de llegar a ser millonario, el tiempo y las opciones se les agotan.
Primero nos declaran la guerra con el Pacto por el Euro y ahora nos venden como siervos con la negociación colectiva. Los mercaderes de esclavos están llegando a la costa y no hay lugar donde esconderse. Ya no podemos escudarnos en la tupida foresta de nuestro egoísmo, nuestro individualismo y nuestro miedo. No hay lugar adonde huir. Ya no.
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